El sindicato de policía Yiddish (29 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Landsman pierde de vista al rabino, pero alcanza a ver cómo un puñado de Rudashevsky mete a la madre, Batsheva, en la parte de atrás del cuatro por cuatro. El chófer agarra la portezuela del lado del conductor y se sienta de un salto en su asiento como si fuera un gimnasta. Los Rudashevsky se ponen a aporrear el costado del coche y a decir: «Largo de aquí, largo». Landsman, que todavía se está palpando los bolsillos en busca de la moneda reluciente de una sola buena pregunta, contempla la escena, y eso le permite percibir un conjunto de pequeñas cosas. El chófer filipino está nervioso. No se ata el cinturón de seguridad. No da un buen bocinazo para dispersar al ganado. Y el pitorro del cerrojo que hay en la parte superior del panel de la puerta nunca llega a descender. El chófer se limita a poner en marcha el largo cuatro por cuatro negro y a lanzarlo hacia delante, acelerando demasiado para una zona tan abarrotada.

Landsman retrocede mientras el cuatro por cuatro se abre paso violentamente hacia él. Una hilera de miembros del cortejo fúnebre se separa de la cordada negra principal y se pone a seguir el cuatro por cuatro de Batsheva Shpilman. Una estela de dolor. Por un instante los miembros del cortejo que van pegados al coche sirven para bloquear la perspectiva que tienen los Rudashevsky del cuatro por cuatro, y de cualquiera lo bastante loco como para intentar entrar en el mismo en marcha. Landsman asiente, captando el ritmo de la locura de la multitud y el de la suya propia. Permanece un momento expectante y mueve los dedos. Cuando el coche pasa ronroneando, él abre de un tirón la portezuela de atrás.

De inmediato la energía del motor se traduce en una sensación de pánico en las piernas. Es como una prueba de la física de su propia estupidez, del impulso ineludible de su propia mala suerte. Mientras se ve arrastrado junto al coche durante unos cinco metros, encuentra tiempo para preguntarse si no fue así como su hermana se encontró con su final: una rápida demostración de la gravedad y la masa. Tensa los cables de las muñecas. Luego levanta una rodilla hasta el interior de la limusina y entra de un salto.

24

Una caverna oscura iluminada con diodos azules. Fría, seca y perfumada por alguna clase de ambientador de limón. Landsman nota en sí mismo un resto de ese olor, un matiz a limón de esperanza y energía sin límites. Puede que esta sea la cosa más estúpida que ha hecho nunca, pero había que hacerla, y la sensación de haberla hecho, durante el instante presente, es la respuesta a la única pregunta que sabe formular.

—Hay ginger ale —dice la reina de la isla de Verbov. Está doblada como una alfombrilla, enrollada en un rincón sumido en sombras de la parte de atrás del coche. Su vestido es soso pero está hecho de tela de calidad, y el forro de su impermeable revela el logotipo de una marca de moda—. Bébaselo, a mí no me gusta.

Pero Landsman le dedica su atención al asiento que mira hacia atrás, en el lado del chófer, y a la fuente más probable de problemas. Allí sentados hay un metro ochenta, y tal vez noventa kilos, de mujer, vestida con un traje negro de zapa y camisa sin cuello blanca sobre blanco. Los ojos de esa persona formidable son grises y tienen una mirada dura. A Landsman le recuerdan el dorso de dos cucharas sin brillo. Lleva un auricular blanco enroscado en el reborde de la oreja izquierda, y el pelo de color salsa de tomate y corto como el de un hombre.

—No sabía yo que fabricaran mujeres Rudashevsky —dice Landsman, acuclillado sobre las puntas de los pies en el amplio espacio que hay entre los asientos que miran hacia delante y los que miran hacia atrás.

—Esta es Shprintzl —dice su anfitriona en la parte de atrás del coche. Luego Batsheva Shpilman se levanta el velo. El cuerpo es frágil, tal vez incluso esquelético, pero no puede ser efecto de la edad, porque la cara de rasgos finos, aunque vacía de expresión, es lisa y resulta agradable de mirar. Tiene unos ojos muy separados, de un tono azul que titubea entre lo conmovedor y lo fatal. No lleva los labios pintados pero su boca es carnosa y roja. Los orificios de su nariz larga y recta se arquean como un par de alas. Su cara es tan fuerte y encantadora, y su cuerpo es tan delgado, que resulta inquietante mirarla. Su cabeza está posada sobre su garganta venosa como un parásito alienígena que se alimenta de su cuerpo—. Quiero que tome usted buena nota del hecho de que todavía no lo ha matado.

—Gracias, Shprintzl —dice Landsman.

—No hay problema —dice Shprintzl Rudashevsky en americano, con una voz que suena como una cebolla rodando dentro de un cubo.

Batsheva Shpilman señala el otro extremo del asiento de atrás. Lleva un guante de terciopelo negro, con el puño abotonado con tres semillas de perlas negras. Landsman acepta la sugerencia y se levanta del suelo. El asiento es muy cómodo. Nota el sudor frío de un whisky con soda imaginario contra las yemas de los dedos.

—Además, no se ha puesto en contacto con ninguno de sus hermanos ni primos de los otros coches, aunque como puede usted ver, está conectada con ellos.

—Son una piña, los Rudashevsky —dice Landsman, pero él entiende lo que ella quiere que entienda—. Quería usted hablar conmigo.

—¿Ah, sí? —dice ella, y sus labios contemplan la posibilidad de sonreír con una comisura pero finalmente deciden que no—. Es usted quien se ha colado en mi coche.

—Ah, ¿esto es un coche? Perdón, yo creía que era el autobús sesenta y uno.

La cara ancha de Shprintzl Rudashevsky adopta una vacuidad filosófica, casi mística. Parece como si se estuviera meando las bragas y disfrutando de la calidez.

—Están preguntando por ti, querida —le dice a la mujer mayor con ternura de enfermera—. Quieren saber si estás bien.

—Diles que estoy bien, Shprintzeleh. Diles que estamos de camino a casa. —Vuelve su mirada de ojos suaves hacia Landsman—. Lo dejaremos a usted en su hotel. Quiero verlo. —Son de un color que él nunca ha visto, los ojos de ella, de un azul que solamente se encuentra en el plumaje de ciertas aves o en vidrieras—. ¿Le parece bien, detective Landsman?

Landsman dice que le parece bien. Mientras Shprintzl Rudashevsky murmura algo por un micrófono escondido, su jefa baja la mampara y le da instrucciones al chófer para que los lleve a las esquinas de Max Nordau y Berlevi.

—Parece que tiene usted sed, detective —dice ella, levantando otra vez la mampara—. ¿Está seguro de que no quiere un ginger ale? Shprintzeleh, dale al caballero un vaso de ginger ale.

—Gracias, señora, no tengo sed.

Los ojos de Batsheva Shpilman se ensanchan, se estrechan y se vuelven a ensanchar. Está haciendo un inventario de él, comparándolo con lo que sabe o ha oído. Su mirada es rápida e implacable. Probablemente sería una buena detective.

—No le apetece un ginger ale —dice.

Giran por Lincoln y siguen la línea de la costa, pasando junto a la isla Oysshtelung y la promesa rota del Imperdible, en dirección al Untershtat. Dentro de nueve minutos llegarán al hotel Zamenhof. Los ojos de ella lo ahogan en un frasco de éter. Lo clavan con chinchetas a un tablero de corcho.

—Bueno, vale, ¿por qué no? —dice Landsman.

Shprintzl Rudashevsky le sirve una botella fría de ginger ale. Landsman se la apoya en las sienes y luego da un trago, haciéndolo bajar a la fuerza con una sensación de virtudes medicinales.

—Hace cuarenta y cinco años que no me siento tan cerca de un desconocido —dice Batsheva Shpilman—. Está muy mal. Me tendría que dar vergüenza.

—Sobre todo teniendo en cuenta su gusto para los hombres —dice Landsman.

—¿Le importa? —Se baja el tul negro y su cara desaparece de la conversación—. Me sentiré más cómoda.

—Como quiera.


Nu
—dice ella. El aliento de ella mueve el velo—. Muy bien. Sí, quería hablar con usted.

—Y yo también quería hablar con usted.

—¿Por qué? ¿Cree usted que yo maté a mi hijo?

—No, señora, no lo creo. Pero confiaba en que usted supiera quién lo hizo.

—¡Ajá! —declara ella, con un matiz bajo de emoción en la voz, como si acabara de atrapar a Landsman—. O sea, que lo asesinaron.

—Eh, bueno, sí, lo asesinaron, señora. ¿Es que no…? ¿Qué le ha contado su marido?

—Lo que mi marido me cuenta —dice ella, dándole un tono retórico, como el título de un tratado muy breve—. ¿Está usted casado, detective?

—Lo estaba.

—¿Y el matrimonio fracasó?

—Supongo que es la mejor manera de explicarlo. —Reflexiona un momento—. Supongo que es la única manera.

—Mi matrimonio es un éxito absoluto —dice ella sin un asomo de jactancia ni de orgullo—. ¿Entiende usted lo que eso significa?

—No, señora —dice Landsman—. No estoy seguro de entenderlo.

—En todos los matrimonios pasan cosas —empieza a decir. Niega una vez con la cabeza y el velo le tiembla—. Hoy ha venido a mi casa uno de mis nietos, antes del funeral. Tiene nueve años. Le he puesto el televisor en el cuarto de coser, se supone que no se puede, pero qué más da, el pequeño
shkotz
estaba aburrido. Me he sentado diez minutos con él a mirar la tele. Era ese programa de dibujos animados, el del lobo que persigue al gallo azul.

Landsman dice que lo conoce.

—Entonces ya sabe usted —dice— que el lobo puede correr por el aire. Sabe volar, pero solamente mientras cree que tiene los pies en el suelo. En cuanto mira hacia abajo, y se da cuenta de dónde está, y entiende lo que está pasando, entonces se cae y se estampa contra el suelo.

—He visto esa parte —dice Landsman.

—Así son las cosas en un matrimonio con éxito —dice la mujer del rabino—. Me he pasado los últimos cincuenta años corriendo por el aire. Sin mirar hacia abajo. Fuera de lo que Dios requiere, no hablo nunca con mi marido. Ni viceversa.

—Mis padres lo tenían organizado de la misma manera —dice Landsman. Se pregunta si él y Bina habrían durado más de haber probado esa vía tradicional—. Lo que pasa es que no se preocupaban mucho por los requisitos de Dios.

—Me enteré de la muerte de Mendel por mi yerno, Aryeh. Y ese hombre nunca me cuenta nada más que mentiras.

Landsman oye a alguien dar saltos sobre una maleta de cuero. Resulta ser el sonido de la risa de Shprintzl Rudashevsky.

—Continúe —dice la señora Shpilman—. Por favor. Cuénteme.

—Continúo.
Nu
. A su hijo le dispararon. De una forma que… bueno, para ser francos, señora, lo ejecutaron. —Landsman agradece el velo cuando pronuncia esa palabra—. No sabemos quién lo hizo. Nos hemos enterado de que unos hombres, dos o tres, habían estado buscando a Mendel, preguntando por ahí. Es posible que no fueran hombres muy amables. De eso hace unos meses. Sabemos que estaba consumiendo heroína cuando murió. Así que, al final, no sintió nada. Quiero decir dolor.

—Quiere decir nada —lo corrige ella. Dos manchones, más negros que la seda negra, se le extienden por el velo—. Continúe.

—Lo siento, señora. Siento lo de su hijo. Tendría que haberlo dicho de entrada.

—Me alegro de que no lo hiciera.

—Creemos que quien fuera que le hizo esto era más que un simple aficionado. Pero mire, lo admito, llevamos desde el viernes por la mañana con la investigación de la muerte de su hijo y no estamos sacando casi nada en claro.

—No para usted de decir «nosotros» —dice—. Refiriéndose, naturalmente, a la Central de Sitka.

Ahora le gustaría ver los ojos de la mujer. Porque le asalta una poderosa sensación de que está jugando con él. De que sabe que él no tiene ningún derecho ni autoridad que lo respalden.

—No exactamente —dice Landsman.

—La división de Homicidios.

—No.

—Usted y su compañero.

—Nuevamente, no.

—Bueno, pues tal vez estoy confundida —dice ella—. ¿Quién es ese «nosotros» que no está sacando nada en claro de la muerte de mi hijo?

—¿En estos momentos? Yo, hum… viene a ser una investigación teórica.

—Ya veo.

—A cargo de una entidad independiente.

—Mi yerno —dice ella— asegura que lo han suspendido a usted porque vino a la isla. Vino a mi casa. Insultó a mi marido. Lo culpó de ser un mal padre para Mendel. Aryeh me ha dicho que le han quitado a usted la placa.

Landsman se pasa el cilindro fresco del vaso de ginger ale por la frente.

—Sí, bueno. Esa entidad de la que estoy hablando —dice—, pues a lo mejor no funciona con placas.

—Solo con teorías.

—Exacto.

—¿Como por ejemplo?

—Como por ejemplo. Muy bien, ahí va una: usted se comunicaba de vez en cuando, y tal vez de forma regular, con Mendel. Tenía noticias de él. Sabía dónde estaba. Él la llamaba a usted de vez en cuando. Le mandaba postales. Tal vez hasta se veían esporádicamente, en secreto. Esto que están haciendo usted y la Amiga Rudashevsky de llevarme a casa en secreto con tanta amabilidad, por ejemplo, me viene a convencer un poco de que estoy en lo cierto.

—Hace más de veinte años que no veo a mi hijo, a mi Mendel —dice ella—. Y ahora no lo veré nunca.

—Pero ¿por qué, señora Shpilman? ¿Qué pasó? ¿Por qué abandonó a los
verbovers
? ¿Qué hizo? ¿Hubo una ruptura? ¿Una pelea?

Ella espera un largo rato antes de contestar, como si estuviera luchando contra la vieja costumbre de no decir nada a nadie, y mucho menos a un policía laico, sobre Mendel. O tal vez está luchando contra la sensación creciente de placer que le va a producir, a pesar de sí misma, recordar a su hijo en voz alta.

—Con la novia que yo le había buscado —dice.

25

Un millar de invitados, algunos venidos de lugares tan remotos como Miami Beach y Buenos Aires. Siete caravanas de catering y un camión Volvo abarrotado de comida y de vino. Regalos, obsequios y tributos a montones que rivalizaban con la cordillera de Baranof. Tres días de ayunos y rezos. La familia entera de los
klezmorim
Muzikant, con miembros suficientes para montar la mitad de una orquesta sinfónica. Hasta el último de los Rudashevsky, hasta el bisabuelo, medio borracho y disparando un vetusto revólver Nagant al aire. Durante toda la semana previa al día señalado, gente haciendo cola en el pasillo, frente a la casa, doblando la esquina y a lo largo de dos manzanas de la avenida Ringelblum, en espera de una bendición del novio rey. Todo el día y toda la noche, un ruido alrededor de la mansión como de una multitud furiosa en busca de una revolución.

Y una hora antes de la boda, todavía estaban allí, esperándolo, los sombreros y los paraguas mojados en la calle. Ya no era muy probable, con lo tarde que era, que los recibiera ni que oyera sus súplicas ni sus historias lacrimógenas. Pero nunca se sabía. La naturaleza de Mendel siempre lo llevaba a hacer el movimiento inesperado.

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