Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
Landsman se apoya en la barandilla, muy por encima de la playa desierta y de la aldea. Por debajo de él, en el paseo entarimado y retorcido, hay gente que ha salido de sus casas para mirarlo subir. Él los saluda con la mano y ellos le devuelven el saludo obedientemente. Él aplasta la colilla de su
papiros
y reanuda su ascenso constante y dificultoso. A modo de compañía tiene el susurro de las aguas de la ensenada y las risotadas lejanas de los cuervos. Luego esos ruidos se apagan. Solo oye su respiración, el repicar de sus suelas sobre los peldaños de metal de la escalera, los crujidos de la correa de su mochila.
En lo alto hay dos banderas ondeando en un mástil descolorido. Una es la bandera de los Estados Unidos de América. La otra es blanca y humilde, tiene una estrella de David de color azul pálido. El mástil está dentro de un círculo de piedras descoloridas rodeado de un mandil de cemento. En la base del mástil, una plaquita metálica dice: «
MÁSTIL LEVANTADO GRACIAS A LA GENEROSIDAD DE BARRY Y RHONDA GREENBAUM, BEVERLY HILLS, CALIFORNIA
». Una pasarela conduce desde el mandil circular al mayor de los edificios que Landsman ha visto desde el aire. Los demás no son más que cajas de galletas vestidas con listones de madera de cedro, pero ese más grande casi tiene estilo. Tiene el tejado a dos aguas y recubierto de acero estriado, pintado de verde oscuro. Un amplio porche rodea el edificio por tres de sus lados, con pilares que son troncos de abetos, todavía con la corteza. En el centro del porche, una escalinata ancha conduce a la pasarela de cemento.
En el escalón superior del porche hay dos hombres mirando cómo Landsman se les acerca. Los dos tienen barbas tupidas pero no llevan tirabuzones. Ni medias ni sombreros negros. El de la izquierda es joven, tiene treinta años como mucho. Es alto, incluso imponente, con una frente que parece un búnker de cemento y la mandíbula colgante. Su barba es rebelde, propensa a hacer tirabuzones negros, con una voluta de piel desnuda en cada mejilla. Las manos enormes le cuelgan a los costados, latiendo como un par de cefalópodos. Lleva un traje negro con un drapeado generoso y una corbata oscura de seda acanalada. Landsman lee el estremecimiento anhelante de los dedos del hombretón y examina su chaleco en busca de señales de un arma de fuego. A medida que Landsman se acerca, la mirada del hombretón se enfría hasta volverse de un color negro sin luz.
El otro hombre viene a ser de la misma edad, altura y complexión que Landsman. Tiene el abdomen más blando que Landsman y se apoya en un bastón rematado por una curva de alguna madera oscura y reluciente. Su barba es del color del carbón con vetas de gris ceniza, recortada, casi elegante. Lleva un traje de tweed con chaleco incluido y se dedica a dar caladas a una pipa con expresión pensativa. Parece contento, si no encantado, de ver que Landsman se le acerca, lleno de curiosidad, con expresión de médico que prevé una leve anomalía o una arruga en el espectáculo habitual. Sus zapatos son mocasines con los cordones de cuero.
Landsman se detiene en el escalón inferior del porche y tira de su mochila hacia arriba. Un pájaro carpintero agita su cubilete de dados. Durante un momento ese y los susurros de las agujas de los pinos son los únicos sonidos. Podrían ser los tres únicos hombres de todo el sudeste de Alaska. Pero Landsman nota que hay más ojos que lo miran a través de las aberturas de las cortinas de las ventanas, a través de miras de armas de fuego, periscopios y mirillas de puertas. Nota la interrupción de la vida del lugar, de los ejercicios matinales, del lavado de las tazas del café. Huele a huevos chamuscados en mantequilla y a pan tostado.
—No sé cómo decirle esto —dice el hombre alto de la barba descuidada. Su voz parece pasar demasiado tiempo rebotando dentro de su pecho antes de emerger. Las palabras le salen espesas, servidas con cucharadas lentas—. Pero su avioneta se acaba de marchar sin usted.
—¿Acaso voy a alguna parte? —dice Landsman.
—Aquí no se queda, amigo —dice el hombre del traje de tweed. En cuanto dice la palabra «amigo», cualquier rastro de amabilidad desaparece de sus modales.
—Pero si tengo una reserva —dice Landsman, mirando las manos nerviosas del grandullón—. Soy más joven de lo que parezco.
Hay un ruido como de huesos dentro de un cubo, procedente del bosque.
—Vale, no soy ningún chaval, y no tengo reserva, pero sí tengo un problema de adicción —dice Landsman—. Seguramente eso cuenta, ¿no?
—Señor… —dice el hombre del traje de tweed bajando un escalón. Landsman puede oler la picadura amarga que está fumando.
—Escuche —dice Landsman—. He oído hablar del buen trabajo que están haciendo aquí, ¿de acuerdo? Lo he probado todo. Sé que es una locura, pero estoy en las últimas y no tengo ningún otro sitio adonde ir.
El hombre del traje de tweed vuelve la mirada hacia el hombre alto que está arriba de las escaleras. No parecen tener ni idea de quién es Landsman ni de qué pensar de él. Toda la diversión de los últimos días, y en concreto de la tortuosa excursión desde Yakovy, parece haber borrado parte del aura de
noz
de Landsman. Este teme y al mismo tiempo confía en parecer un simple perdedor, que va arrastrando su mala suerte en una mochila sobre el brazo.
—Necesito ayuda —dice, y para su sorpresa, se le llenan los ojos de lágrimas—. Estoy muy mal. —Le tiembla la voz—. Estoy dispuesto a admitirlo.
—¿Cómo se llama? —dice lentamente el hombre alto. Su mirada es cálida y a la vez poco amigable. Es una mirada que se compadece de Landsman sin interesarse demasiado en él.
—Felnboyger —prueba a decir Landsman, sacando a rastras el apellido de algún vetusto informe de detención—. Lev Felnboyger.
—¿Sabe alguien que está usted aquí, señor Felnboyger?
—Solo mi mujer. Y el piloto, claro.
Landsman ve que los dos hombres se conocen lo bastante entre ellos como para enzarzarse en una furiosa discusión sin hablar ni mover nada más que los ojos.
—Soy el doctor Roboy —dice por fin el hombre alto. Balancea una de sus manos en dirección a Landsman, como si fuera la carga de una grúa al final de su brazo. Landsman quiere apartarse de su trayectoria, pero acaba agarrándose a su bulto frío y seco—. Por favor, señor Felnboyger, entre usted.
Él los sigue por el suelo de tablones de abeto pulido del porche, divisa un avispero y lo examina en busca de señales de vida, pero parece tan desierto como todas las demás estructuras de la cima de esta colina.
Llegan a un vestíbulo vacío y amueblado, un poco al estilo pediatra, con rectángulos de espuma de color beige. Moqueta sosa de pelo corto, color gris cartón de huevos. De las paredes cuelgan escenas estereotipadas de la vida en Sitka, barcos salmoneros y licenciados de
yeshiva
, la vida en los cafés de la calle Monastir, un
klezmer
de fiesta que podría ser un Nathan Kalushiner estilizado. Landsman vuelve a tener la inquietante sensación de que todo lo han instalado y colgado esa misma mañana. En los ceniceros no hay ni un copo de ceniza. El expositor de folletos informativos está bien surtido de copias de «Dependencia de las drogas: ¡quién la necesita!» y «La vida: ¿de alquiler o de propiedad?». En la pared, un termostato suspira como si el tedio lo hiciera sufrir. La habitación huele a moqueta nueva y a pipa apagada. Encima de la puerta que da a un pasillo enmoquetado, una placa adhesiva dice: «
MOBILIARIO DEL VESTÍBULO CORTESÍA DE BONNIE Y RONALD LEDERER, BOCA RATÓN, FLORIDA
».
—Siéntese, por favor —dice el doctor Roboy con su voz que parece un jarabe negro y espeso—. ¿Fligler?
El hombre del traje de tweed regresa a las puertas vidrieras, abre el panel de la izquierda y comprueba los cerrojos que hay en la parte superior y en la inferior del mismo. Luego cierra el panel, gira la llave y se la guarda en el bolsillo. Pasa junto a Landsman, rozándolo con una hombrera del traje de tweed.
—Fligler —dice Landsman agarrando suavemente del brazo al hombre más pequeño—. ¿Es usted médico también?
Fligler se sacude de encima la mano de Landsman. Se saca un librillo de cerillas del bolsillo.
—¿Qué si no? —dice sin sinceridad ni convicción.
Con los dedos de la mano derecha saca una cerilla del librillo, la rasca hasta encenderla y se la acerca a la cazoleta de su pipa, todo en un único movimiento continuo. Mientras su mano derecha está ocupada en entretener a Landsman con esta pequeña gesta, su mano izquierda se sumerge en el bolsillo de la chaqueta de Landsman y vuelve a salir con el revólver del .22.
—Aquí tiene usted su problema —dice, sosteniendo la pistola en alto donde todos la puedan ver—. Y ahora, mire al médico.
Landsman mira obedientemente mientras Fligler levanta la pistola y la examina con atención minuciosa de médico. Un momento más tarde, sin embargo, una puerta se cierra de golpe en alguna parte del interior de la mente de Landsman, y después su atención es distraída —durante medio segundo— por el zumbido de un millar de avispas que entran volando por el porche de su oreja izquierda.
Landsman se despierta tumbado de espaldas y con una hilera de teteras de hierro justo encima de la cara. Las teteras cuelgan con precisión mediante recios ganchos de una estantería que hay situada a un metro sobre su cabeza. En las narices de Landsman, un olor nostálgico a cocina de campamento, a gasolina de cocinar y jabón para los platos, cebolla chamuscada, agua dura y un ligero hedor a caja de aparejos de pesca. Algo metálico le produce un escalofrío premonitorio en la nuca. Está estirado sobre un largo mostrador de acero inoxidable, con las manos esposadas detrás de la espalda y encajadas contra el sacro. Descalzo, babeando, listo para ser desplumado y para que le embutan en la cavidad corporal un limón y tal vez un buen ramito de salvia.
—He oído algunos rumores descabellados sobre ustedes —dice Landsman—, pero nunca que fueran caníbales.
—A usted no me lo comería, Landsman —afirma Baronshteyn—. Ni aunque yo fuera el hombre más hambriento de Alaska y me lo sirvieran a usted con tenedor de plata. No me gustan mucho los encurtidos.
Está sentado en un taburete alto a la izquierda de Landsman, con los brazos cruzados bajo los faldones de su barba negra y frondosa.
Su indumentaria de paisano consiste en pantalones de trabajo azules y nuevos y una camisa de franela metida por dentro de la cintura de los pantalones y abotonada casi hasta arriba del todo. Un grueso cinturón de cuero con la hebilla enorme y botas militares negras. La camisa le viene grande y los pantalones están rígidos como planchas de hierro. Salvo por el solideo, Baronshteyn parece un chaval flaco disfrazado de leñador para una obra de teatro escolar, con barba falsa incluida. Con los tacones de las botas enganchados en la barra del taburete, los bajos de los pantalones se retraen para revelar unos pocos centímetros de canillas flacas y pálidas de llevar medias.
—¿Quién es este
yid
? —dice el gigante adusto, Roboy. Landsman estira el cuello y contempla al médico, si es que es médico, sentado en otro taburete de acero a los pies de Landsman. Con unas ojeras que parecen borrones de grafito. A su lado está el Enfermero Fligler, con el bastón colgando del brazo, mirando cómo muere un
papiros
bajo la custodia de su mano derecha, con la izquierda metida ominosamente en el bolsillo de su chaqueta de tweed—. ¿Por qué lo conoce usted?
Hay una panoplia de cuchillos, cuchillas de carnicero, hachas pequeñas y otras herramientas alineadas en un organizador magnético en la pared de la cocina, para comodidad del laborioso chef o
shlosser
.
—Este
yid
es un
shammes
que se llama Landsman.
—¿Este es policía? —dice Roboy. Parece que acaba de morder un bombón relleno de alguna pasta acre—. No lleva placa. Fligler, ¿este hombre tenía placa?
—Yo no le he encontrado placa ni tampoco ninguna otra forma de identificación policial —dice Fligler.
—Eso es porque yo hice que le quitaran la placa —dice Baronshteyn—. ¿No es verdad, detective?
—Soy yo quien hace las preguntas aquí —dice Landsman retorciéndose para encontrar una forma más cómoda de estar tumbado encima de sus manos esposadas—. Si no les importa.
—Da igual que tenga placa o que no la tenga —tercia Fligler—. Por aquí una placa judía no vale una mierda.
—No me gusta esa clase de lenguaje, amigo Fligler —dice Baronstheyn—. Creo que ya lo he mencionado antes.
—Es verdad, pero yo nunca me canso de oírselo decir —dice Fligler.
Baronshteyn contempla a Fligler. En los recovecos de su cráneo, una serie de glándulas escondidas segregan su veneno.
—El amigo Fligler aquí presente era partidario de pegarle a usted un tiro y tirar su cadáver en el bosque —le dice en tono amigable a Landsman, sin quitarle la vista de encima al hombre que tiene la pistola en el bolsillo.
—Bien adentro en el bosque —dice Fligler—. A ver qué es lo que viene a mordisquear su cuerpo.
—¿Ese es su plan de tratamiento, doctor? —dice Landsman estirando el cuello para intentar mirar a los ojos a Roboy—. No me extraña que Mendel Shpilman se marchara de aquí tan deprisa la primavera pasada.
Los demás se alimentan de la carne de ese comentario, evaluando su sabor y su contenido en vitaminas. Baronshteyn permite que se le infiltre un atisbo de reproche en la mirada venenosa. «Teníais al
yid
—dice la mirada que le dirige brevemente al doctor Roboy—. Y lo dejasteis escapar.»
Baronshteyn se le acerca más, estirando el cuello desde su taburete, y le habla con esa ternura amenazante que es característica de él. Su aliento es rancio y acre. Cortezas al queso, finales de bollos de pan, posos al fondo de una taza.
—¿Qué está haciendo aquí arriba, amigo Landsman? —dice—. Este no es sitio para usted.
Baronshteyn parece genuinamente perplejo. El judío desea ser informado. Es posible, piensa Landsman, que sea el único deseo que el hombre se permite sentir alguna vez.
—Yo podría preguntarle lo mismo —dice Landsman, pensando que tal vez Baronshteyn no tiene nada que ver con este sitio, que solamente es un visitante, igual que él. Tal vez esté siguiendo la misma pista, rastreando la trayectoria reciente de Mendel Shpilman, intentando encontrar el lugar donde el hijo del rabino cruzó la sombra que lo acabó matando—. ¿Qué es este sitio, un internado para
verbovers
díscolos? ¿Quiénes son estos personajes? Y, por cierto, se ha saltado usted una trabilla del cinturón.