El sindicato de policía Yiddish (13 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Con el arte y la determinación de la peor clase de actores, los sombreros negros levantan la vista, sorprendidos.

—No queremos problemas —dice el
lubavitcher
.

—Mi expresión favorita del idioma yiddish —dice Berko sinceramente—. A ver, ¿y si los incluimos a ustedes en nuestra discusión? Háblennos de Frank.

—No lo conocíamos —dice el
lubavitcher
—. Frank… ¿qué?

El
bobover
no dice nada.

—Amigo
bobover
—dice Landsman con amabilidad—, ¿cómo se llama?

—Me llamo Saltiel Lapidus —dice el
bobover
. Tiene ojos tímidos de chica. Dobla los dedos sobre su regazo, encima de su sombrero—. Y no sé nada sobre nada.

—¿Habían jugado ustedes con Frank? ¿Lo conocían?

Saltiel Lapidus se apresura a decir que no con la cabeza.

—No.

—Sí —dice el
lubavitcher
—. Era conocido nuestro.

Lapidus fulmina con la mirada a su amigo, y el
lubavitcher
aparta la vista. Landsman capta la historia. A los judíos piadosos se les permite el ajedrez, incluso —y es el único juego permitido en sabbath. Pero el Club de Ajedrez Einstein es una institución resueltamente laica. El
lubavitcher
ha arrastrado al
bobover
a este templo profano un viernes por la mañana a pocas horas del sabbath y cuando los dos tenían cosas mejores que hacer. Le ha dicho que no les pasaría nada y que qué les podía pasar. Y mira ahora.

Landsman siente curiosidad, hasta se siente conmovido. Una amistad que cruza las fronteras entre sectas no es un fenómeno común, por lo que él sabe. En el pasado se ha llevado la impresión de que, aparte de los homosexuales, solamente los ajedrecistas han encontrado una forma fiable de salvar, intensamente pero sin violencia fatal, el abismo que separa a dos hombres cualesquiera.

—Lo he visto por aquí —declara el
lubavitcher
, sin quitarle la vista de encima a su amigo, como para demostrarle que no tienen nada que temer—. A ese tal Frank. Tal vez jugué contra él un par de veces. En mi opinión, era un jugador con mucho talento.

—Comparado contigo, Fishkin —dice el ruso—, Raúl Capablanca es un mono.

—Usted —le dice Landsman al ruso, con voz tranquila, siguiendo una intuición—. Usted sabía que Frank era adicto a la heroína. ¿Cómo?

—Detective Landsman —dice el ruso, casi en tono de reproche—. ¿No me reconoce?

Le había parecido que era una intuición. Pero solamente era un recuerdo fuera de lugar.

—Vassily Shitnovitzer —dice Landsman. No ha pasado tanto tiempo, solo una docena de años, desde que detuvo a un joven ruso con ese nombre por conspiración para vender heroína. Un inmigrante reciente, un antiguo convicto huido del caos que siguió al hundimiento de la Tercera República Rusa. Un hombre que hablaba yiddish macarrónico, aquel traficante de heroína, y que tenía unos ojos claros y demasiado juntos—. Y tú me has reconocido desde el principio.

—Es usted un tipo atractivo. Difícil de olvidar —dice Shitnovitzer—. Y viste con elegancia.

—Shitnovitzer pasó mucho tiempo en Butyrka —le dice Landsman a Berko, refiriéndose a la tristemente famosa prisión de Moscú—. Un tipo majo. Solía vender jaco desde la cocina de la cafetería de aquí.

—¿Tú le vendías heroína a Frank? —le dice Berko a Shitnovitzer.

—Estoy retirado —dice Vassily Shitnovitzer negando con la cabeza—. Sesenta y cuatro meses de condena federal en Ellensburg, Washington. Peor que Butyrka. Nunca más toco yo ese rollo, detectives, y aunque lo haga, créanme, no me acerco a Frank. Estoy loco, pero no soy lunático.

Landsman siente la sacudida y el patinazo de las ruedas al bloquearse. Acaban de chocar con algo.

—¿Por qué no? —dice Berko, amable y sabio—. ¿Por qué venderle caballo a Frank lo convierte a uno no solamente en un criminal sino también en un lunático, señor Shitnovitzer?

Se oye un clic suave pero firme, un poco hueco, como de una dentadura falsa al cerrarse. Velvel derriba a su rey.

—Me rindo —dice Velvel.

Se quita las gafas, se las mete en el bolsillo y se pone de pie. Se ha olvidado de que tenía una cita. Llega tarde al trabajo. Su madre lo está llamando por la frecuencia de ultrasonidos que el gobierno tiene reservada para las madres judías cuando se acerca el almuerzo.

—Siéntese —dice Berko sin darse la vuelta.

El chaval se sienta.

A Shitnovitzer le ha dado un calambre en los intestinos; o eso le parece a Landsman.

—Mala
mazel
—dice por fin.

—Mala
mazel
—repite Landsman dejando entrever su duda y su decepción.

—Como un abrigo. Como un sombrero de mala
mazel
en su cabeza. Tanta mala
mazel
que uno no quiere tocarlo ni compartir el oxígeno que hay cerca de él.

—Una vez lo vi jugar cinco partidas a la vez —interviene Velvel—. Por cien dólares. Las ganó todas. Luego lo vi vomitar en el callejón.

—Detectives, por favor —dice Saltiel Lapidus con voz compungida—. Nosotros no tenemos nada que ver con esto. No sabemos nada de ese hombre. Heroína. Vomitar en callejones. Por favor, ya estamos bastante incómodos.

—Avergonzados —sugiere el
lubavitcher
.


Arrepentidos —
concluye Lapidus—. Y no tenemos nada que decir. Así que, por favor, ¿nos podemos marchar?

—Claro —dice Berko—. Lárguense. Pero antes de irse apunten sus nombres y direcciones de contacto para nosotros.

Saca lo que él llama su cuaderno, un fajo pequeño y grueso de papeles sujetos entre sí con un clip extragrande. En un momento cualquiera se pueden encontrar dentro del mismo tarjetas de visita, tablas de mareas, listas de cosas pendientes, listados cronológicos de los reyes de Inglaterra, teorías garabateadas a las tres de la mañana, billetes de cinco dólares, recetas de cocina apuntadas, servilletas de cóctel dobladas con el croquis de un callejón del Sitka sur donde mataron a una puta. Ahora hojea su cuaderno hasta encontrar un trozo en blanco de tarjeta de biblioteca y se la da a Fishkin el
lubavitcher
. Le ofrece su lápiz gastado, pero no, gracias, Fishkin tiene un bolígrafo. Apunta su nombre y dirección y su número de
shoyfer
y se lo pasa a Lapidus, que hace lo mismo.

—Pero no nos llame —dice Fishkin—. Y no venga a nuestra casa. Se lo suplico. No tenemos nada que decir. No le podemos decir nada sobre ese judío.

Todos los
noz
del distrito aprenden a respetar el silencio del sombrero negro. Se trata de una negativa a contestar que puede extenderse y acumularse e intensificarse hasta llenar como una niebla las calles de un vecindario entero de sombreros negros. Los sombreros negros emplean abogados hábiles, e influencia política, y periódicos bulliciosos, y son capaces de envolver a un inspector desafortunado o incluso a un inspector jefe de un enorme hedor a sombrero negro que no se va hasta que el testigo o el sospechoso queda en libertad de una patada o se retiran los cargos. Landsman necesitaría todo el peso del departamento detrás de él, y por lo menos la aprobación de su capitán, antes de poder invitar a Lapidus y a Fishkin a la sala de interrogatorios del barracón de homicidios.

Se arriesga a mirar brevemente a Berko, que se arriesga a decir que no suavemente con la cabeza.

—Váyanse —dice Landsman.

Lapidus se pone de pie de un salto como un hombre derrotado por sus tripas. El proceso de ponerse el abrigo y los chanclos es realizado con gran exhibición de dignidad herida. Devuelve la tapa de hierro de su sombrero muy despacio y con cautela hasta su coronilla, igual que se coloca la tapa de una boca de alcantarilla. Con mirada compungida, observa cómo Fishkin guarda la mañana que no han jugado dentro de una caja de madera con tapa de bisagra. Codo con codo, los sombreros negros se alejan por entre las mesas y por entre los demás jugadores, que levantan la vista para verlos marcharse. Justo cuando están llegando a la puerta, a la pierna izquierda de Saltiel Lapidus se le sale una cuerda a la altura de la llave de afinación. Se tuerce, pierde pie y estira un brazo para apoyarse en el hombro de su amigo. El suelo que están pisando es liso y está vacío. Por lo que puede ver Landsman, no hay nada con que tropezar.

—Nunca he visto a un
bobover
tan triste —observa—. El judío estaba a punto de romper a llorar.

—¿Quieres empujarlo un poco más?

—Solo un par de centímetros.

Echan a andar apresuradamente por entre los
patzers
: un sórdido violinista del Sitka Odeon; un podólogo cuya foto se puede ver en las marquesinas de los autobuses. Berko sale enérgicamente detrás de Lapidus y Fishkin, y Landsman está a punto de seguirlo cuando cierta sensación de nostalgia le da un tirón de la memoria: una ráfaga de alguna marca de loción para el afeitado que ya nadie lleva, el estribillo tintineante de una canción que fue moderadamente popular en un mes de agosto de hace veinticinco años. Landsman se vuelve hacia la mesa que hay más cerca de la puerta.

Sentado a ella hay un anciano encogido como un puño sobre un tablero de ajedrez, enfrentado a una silla vacía. Tiene las piezas colocadas en sus casillas de inicio y le han tocado o bien se ha adjudicado a sí mismo las blancas. En espera de que aparezca su oponente. Un cráneo reluciente con briznas de un pelo gris que parece esa pelusa que se forma en los bolsillos. La parte inferior de su cara escondida por la inclinación de su cabeza. Landsman puede ver las cavidades de sus sienes, su halo de caspa, el puente huesudo de su nariz y los surcos de su ceño, que parecen las ranuras que dejan los dientes de un tenedor en la corteza cruda de una tarta. Y la joroba furiosa de sus espaldas, concentrada en el problema que le plantea el tablero de ajedrez y en planear su brillante campaña. En alguna época debieron de ser unas espaldas anchas, las espaldas de un héroe o de alguien que trasladaba pianos.

—Señor Litvak —dice Landsman.

Litvak elige al caballo de su rey igual que un pintor elige un pincel. Sus manos siguen siendo ágiles y correosas. Traza una pincelada en forma de parábola hacia el centro del tablero. Siempre le ha gustado el estilo hipermoderno de juego. Al ver ahora la Apertura Réti y las manos de Litvak, a Landsman le inundan, hasta el punto de casi derribarlo, el viejo miedo al ajedrez, el tedio, la irritación, la vergüenza de aquellos días que pasó rompiéndole el corazón a su padre entre los tableros de la cafetería del Einstein.

Y repite en voz más alta:

—Alter Litvak.

Litvak levanta la cabeza, perplejo y miope. Había sido un hombre pendenciero, fornido, cazador, pescador y soldado. Cada vez que extendía la mano para coger una pieza de ajedrez, se veía el destello de un relámpago en su enorme anillo de oro de ranger del ejército americano. Ahora parece encogido, agotado, el rey del cuento reducido por la maldición de la vida eterna a vivir como un grillo en las cenizas de la chimenea. Solamente la nariz abovedada permanece como testimonio de la antigua grandiosidad de su cara. Mirando lo que queda del tipo, Landsman se lleva la impresión de que si su padre no se hubiera quitado la vida, lo más probable es que ahora pareciera muerto de todas maneras.

Litvak hace un gesto de petición o de impaciencia con la mano. Se saca del bolsillo de la pechera un cuaderno de tapas negras marmoladas y una gruesa pluma estilográfica. Lleva la barba muy corta, como siempre. Un blazer de pata de gallo, zapatos náuticos con borla, un pañuelo de adorno y un fular echado sobre las solapas. El tipo no ha perdido su aire de deportista. En los pliegues de su garganta hay una cicatriz reluciente, una coma blanquecina con matices rosados. Mientras escribe en su cuaderno con su enorme Waterman, a Litvak le sale el aire por la enorme nariz carnosa en forma de ráfagas pacientes. El rascar de la pluma es lo único que queda de su voz. Le pasa el cuaderno a Landsman. Su caligrafía es uniforme y clara.

«¿Le conozco?»

Afila la mirada, después inclina la cabeza a un lado, estudiando a Landsman, leyendo el traje arrugado, el sombrero porkpie, la cara parecida a la del perro Hershel, conociendo a Landsman sin reconocerlo. Vuelve a coger el cuaderno y añade una palabra a su pregunta.

«¿Le conozco, detective?»

—Meyer Landsman —dice Landsman, y le entrega al anciano una tarjeta de visita—. Usted conocía a mi padre. Yo venía aquí con él a veces. En los tiempos en que el club estaba en la cafetería.

Los ojos de rebordes rojos se ensanchan. El asombro se mezcla con el horror mientras el señor Litvak intensifica su examen de Landsman, en busca de alguna prueba de esa afirmación inverosímil. Pasa una página de su cuaderno y presenta sus descubrimientos en relación con la cuestión.

«Imposible. No puede ser que Meyerle Landsman pueda haberse convertido en semejante saco contrahecho de cebollas.»

—Me temo que sí —dice Landsman.

«¿Qué está haciendo usted aquí, ajedrecista espantoso?»

—No era más que un niño —dice Landsman, horrorizado de encontrar un chirrido de autocompasión en el tono de su voz. Qué lugar tan horrible, qué hombres tan abyectos, qué juego tan cruel y absurdo—. Señor Litvak, ¿no conocerá usted por casualidad a un hombre, creo que juega aquí a veces, un judío al que tal vez llaman Frank?

«Sí, lo conozco. ¿Ha hecho algo malo?»

—¿Cómo de bien lo conoce?

«No todo lo bien que me gustaría.»

—¿Sabe usted dónde vive, señor Litvak? ¿Lo ha visto hace poco?

«Meses. Por f., dígame que no es usted un det. de homicidios.»

—Nuevamente —dice Landsman—, me temo que sí.

El anciano parpadea. Si está horrorizado o entristecido por la inferencia, no se puede leer en ninguna parte de su cara ni de su lenguaje corporal. Pero bien pensado, un hombre que no controlara sus emociones nunca llegaría a ninguna parte con la Apertura Réti. Tal vez haya un ligerísimo temblor en la palabra que escribe a continuación en su cuaderno.

«¿Sobredosis?»

—Disparo —dice Landsman.

La puerta del club se abre con un chirrido y entran dos
patzers
procedentes del callejón y con aspecto gris y frío. Un espantapájaros descarnado y apenas salido de la adolescencia, con una barba dorada y muy corta y un traje que le va pequeño, acompañado por un tipo bajito y gordezuelo, moreno y de barba rizada, ataviado con un traje que le va muy grande. Los dos llevan el pelo al rape mal cortado, como si se lo hubieran cortado ellos mismos, y
yarmulkes
idénticos de ganchillo negro. Vacilan un momento en la entrada, avergonzados, y miran al señor Litvak como esperando que este se ponga a reñirlos.

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