El sindicato de policía Yiddish (45 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Muy bien —dice Landsman—. Pero prefiero quedarme de pie.

—Como quiera. Pero es mejor que nos apartemos de la puerta.

Landsman se hace a un lado y le hace un gesto para que entre. Spade cierra la puerta.

—Detective Landsman. Tengo razones para creer —dice Spade— que ha estado usted llevando a cabo una investigación no autorizada y, dado que está usted suspendido de su cargo…

—Con paga —dice Landsman.

—…también ilegal de un caso que ha sido designado oficialmente como inactivo. Con la ayuda del detective Berko Shemets, también no autorizada. Y haciendo una conjetura arriesgada, no me sorprendería que resultara que usted también lo ha estado ayudando, inspectora Gelbfish.

—Ella no ha hecho más que tocarme los cojones, en realidad —dice Landsman—. Sinceramente. No me ha ayudado nada.

—Acabo de llamar a la oficina del fiscal federal —dice Bina.

—¿En serio?

—Puede que se vayan a hacer cargo de este caso.

—¿Ah, sí?

—Está fuera de mi jurisdicción. Ha habido, o puede que haya, una amenaza. A un objetivo extranjero. Por parte de residentes en el distrito.

—¡Ajá! —Spade parece al mismo tiempo escandalizado y complacido—. ¿Una amenaza? ¡No me diga!

Un fluido denso y frío llena la mirada de Bina, a medio camino entre el mercurio y el lodo.

—Estoy intentando encontrar a un hombre llamado Alter Litvak —dice ella con una gran fatiga arrastrándose en los rincones de su voz—. Puede que esté involucrado en esta amenaza o puede que no. En todo caso, me gustaría ver qué es lo que sabe del asesinato de Mendel Shpilman.

—Ajá —dice Spade en tono amigable, un poco distraído tal vez, como alguien que finge que se interesa por las minucias de tu vida mientras navega por alguna Internet interior de su mente—. De acuerdo, pero a ver, lo que pasa, señora… Hablando en calidad de… ¿cómo lo llaman? El hombre de la, ejem, funeraria que se sienta con el cadáver cuando este es judío…

—Lo llaman
shomer
—dice Bina.

—Eso es. Hablando en calidad de
shomer
local de este lugar, tengo que decir lo siguiente: no. Lo que va usted a hacer es dejar en paz este jaleo, y también al señor Litvak.

Bina espera un largo rato antes de decir nada. La fatiga de su voz parece fluir a sus hombros, su mandíbula y las líneas de su cara.

—¿Está usted mezclado en esto, Spade? —dice por fin.

—¿Yo personalmente? No, señora. ¿El equipo de transición? Para nada. ¿La Comisión de la Revocación de Alaska? Ni hablar. La verdad es que no sé mucho de todo este jaleo. Y lo que sé no estoy autorizado a revelarlo. Yo trabajo en recursos humanos, inspectora. Me dedico a eso. Y estoy aquí para decirle, con todos los respetos, que ya han desperdiciado ustedes suficientes recursos humanos en este asunto.

—Son mis recursos humanos, señor Spade —dice Bina—. Durante dos meses más, puedo hablar con los testigos con los que me dé la gana. Y puedo detener a quien me dé la gana.

—No si el fiscal federal le dice que se retire.

Suena el teléfono.

—Debe de ser el fiscal federal —dice Landsman.

Bina coge el teléfono.

—Hola, Kathy —dice. Escucha durante un minuto, asintiendo con la cabeza y sin decir nada. Luego dice—: Lo entiendo.

Y cuelga el teléfono. Su voz es tranquila y carece de sentimiento. Esboza una sonrisa tensa y agacha la cabeza con humildad, como si la acabaran de vencer de forma limpia. Landsman nota que está rehuyendo deliberadamente mirarlo a él, porque si lo mira a él, es posible que se derrumbe. Y sabe lo indignada que tiene que estar Bina Gelbfish antes de que haya ningún riesgo de llanto.

—Y yo que lo tenía todo tan bien organizado —dice ella.

—Y este sitio, déjame que te lo diga —dice Landsman—, antes de que llegaras tú, era un caos.

—Se lo iba a entregar todo a usted —le dice ella a Spade—. Todo bien atado. Sin desperdicios. Sin cabos sueltos.

Ella se aplicó con mucho cuidado, acumuló los créditos necesarios, besó los culos que había que besar. Barrió las caballerizas. Hizo un paquete con la División Central de Sitka y se añadió a sí misma encima como si fuera un lazo decorativo.

—Hasta me he librado de ese sofá de los demonios —dice ella—. ¿Qué demonios está pasando aquí, Spade?

—Sinceramente, no lo sé, señora. Y aunque lo supiera, le diría que no lo sé.

—Sus órdenes son no remover las cosas por este lado.

—Sí, señora.

—Y el otro lado es Palestina.

—No sé gran cosa de Palestina —dice Spade—. Yo soy de Lubbock. Mi mujer, sin embargo, es de Nacogdoches, que solamente está a unos sesenta kilómetros de Palestine, Texas.

Bina permanece un momento con cara inexpresiva y luego la comprensión parece ruborizarle las mejillas como si fuera furia.

—No se atreva a tomarse esto a broma delante de mí —dice—. No se atreva.

—No se atreva —dice Spade, y ahora le toca a él ruborizarse un poco.

—Yo me tomo este trabajo muy en serio,
señor
Spade. Y será mejor, déjeme que se lo diga, será mucho mejor que usted me tome en serio a mí.

—Sí, señora.

Bina se levanta de su sitio en la mesa y descuelga su parka naranja del gancho.

—Voy a traer a Alter Litvak. A interrogarlo. Tal vez a detenerlo. Si quiere usted impedírmelo, inténtelo. —Entre susurros de la parka, pasa rozando a Spade, a quien su movimiento ha pillado con la guardia baja—. Pero si intenta impedírmelo, las cosas van a estar
revueltas
por su lado. Eso se lo prometo.

Y se marcha durante un segundo. Luego vuelve a asomar la cabeza por el umbral, tirando de su chaqueta de color naranja fosforescente.

—Eh,
yid
—le dice a Landsman—. Me iría bien un poco de apoyo.

Landsman se pone el sombrero y va detrás de ella, saludando a Spade con la cabeza mientras sale.

—Alabado sea el Señor —dice Landsman.

38

El Instituto Moriah es el único ocupante de la séptima y última planta del hotel Blackpool. Las paredes del pasillo han sido pintadas hace poco y hay una alfombra de color malva impoluta en el suelo. Al final del mismo, junto a la puerta del 707, en una discreta placa metálica está escrito el nombre del instituto en americano y en yiddish con caracteres pequeños y negros, y debajo, en caracteres romanos: «
CENTRO DE SOL Y DOROTHY ZIEGLER
». Bina pulsa un timbre. Levanta la vista hacia la lente de la cámara de seguridad que los observa desde lo alto.

—Te acuerdas del trato, ¿verdad? —le dice Bina—. No es una pregunta.

—Me tengo que callar.

—Eso es solo una parte muy pequeña del trato.

—Ni siquiera estoy aquí. No existo.

Ella vuelve a pulsar el timbre y justo cuando levanta los nudillos para llamar, Buchbinder abre la puerta. Lleva puesto otro jersey-chaqueta enorme distinto, este de color azul aciano con motas de color verde claro y salmón, por encima de unos chinos anchos y una sudadera de la Universidad de Bronfman. Tiene la cara y las manos manchadas de tinta o de grasa.

—Soy la inspectora Gelbfish —dice Bina enseñándole la placa—. De la Central de Sitka. Estoy buscando a Alter Litvak. Tengo razones para creer que puede estar aquí.

Los dentistas no son hombres de gran astucia, por lo general. En la cara de Buchbinder se puede leer un mensaje simple y con claridad: los estaba esperando.

—Es muy tarde —prueba a decir—. A menos que tengan…

—Alter Litvak, doctor Buchbinder. ¿Está aquí?

Landsman puede ver a Buchbinder luchando con la mecánica, las trayectorias y la cizalladura del viento de contar una mentira.

—No, no está.

—¿Y sabe usted dónde está?

—No. No, inspectora, no lo sé.

—Ajá. De acuerdo. ¿Hay alguna posibilidad de que me esté mintiendo usted, doctor Buchbinder?

Hay una pausa breve y densa. Luego él les cierra la puerta en la cara. Bina llama, con el puño convertido en la cabeza y el pico implacables de un pájaro carpintero. Un momento más tarde, Buchbinder abre la puerta y se guarda el
shoyfer
en un bolsillo del jersey. Asiente con la cabeza, sus mejillas, carrillos colgantes, y el centelleo de su ojo se organizan para crear un efecto cordial. Alguien le ha vertido una pequeña tolva de hierro fundido en el espinazo.

—Por favor, entren —dice—. El señor Litvak los recibirá. Está arriba.

—Pero ¿este no es el piso más alto? —dice Bina.

—Hay un apartamento en el tejado.

—Los hoteles de mala muerte no tienen apartamentos en el tejado —dice Landsman.

Bina lo fulmina con la mirada. Se supone que es invisible e inaudible, un fantasma.

Buchbinder baja la voz.

—Creo que antes se usaba para el empleado de mantenimiento. Pero lo reformaron. Por aquí, por favor, hay una escalera de atrás.

Las paredes interiores han sido derribadas, y Buchbinder los conduce por la galería del Centro Ziegler. Se trata de un espacio fresco y en penumbra, pintado de blanco, en nada parecido al mugriento local que antes había sido una papelería de la calle Ibn Ezra. La luz emerge de una cuadrícula de cubos de cristal o de plexiglás colocados encima de pedestales enmoquetados. Dentro de cada cubo hay un objeto en exposición: una pala de plata, un cuenco de obre, una prenda inexplicable parecida a algo que llevaría el embajador zorvoldiano en un serial ambientado en el espacio. Debe de haber más de un centenar de objetos en exposición, muchos de ellos trabajados en oro y piedras preciosas. Cada uno anuncia los nombres de los judíos americanos cuya generosidad ha hecho posible su construcción.

—Ha ascendido usted en la vida —dice Landsman.

—Sí, es maravilloso —dice Buchbinder—. Un milagro.

Hay una docena de cajones de embalaje de gran tamaño alineados en el otro extremo de la sala, en medio de un desparrame de virutas espirales de madera de pino para embalar. De las virutas sobresale un delicado mango de plata, unido a algo de oro. En el centro de la sala, sobre una mesa baja y ancha, un modelo a escala de una colina desnuda y surcada de rocas absorbe el resplandor de una docena de focos halógenos. La cima de la colina, donde Isaac esperó a que su padre le arrancara el músculo de la vida del cuerpo, es tan plana como un mantelito individual sobre una mesa. En sus laderas, casas de piedra, callejones de piedra, diminutos olivos y cipreses de follaje musgoso. Judíos diminutos con chales de rezar diminutos contemplan el vacío que hay sobre la colina, como si ilustraran o representaran el principio, cree Landsman, de que todos los judíos tienen un mesías personal que no llega nunca.

—No veo el Templo —dice Bina, aparentemente a pesar de sí misma.

Buchbider emite un gruñido extraño, animal y satisfecho. Luego pulsa un botón en el suelo con la punta de un mocasín. A continuación se oye un clic suave y el zumbido de un ventilador diminuto. Y entonces, construido a escala, el Templo, erigido por Salomón, destruido por los babilonios, reconstruido, restaurado por el mismo rey de Judea que condenó a Jesucristo a morir, destruido por los romanos, sellado y sepultado bajo otras construcciones por los abásidas, recupera el lugar que le corresponde en el ombligo del mundo. La tecnología que genera la imagen le imparte un resplandor milagroso a la maqueta. Resplandece como una fata morgana. En términos de diseño, la propuesta de Tercer Templo es un despliegue contenido de poderío picapedrero, cubos y pilares y plazas amplias. Aquí y allí un monstruo sumerio esculpido incorpora un toque de barbarie. Este es el papel que Dios les encomendó a los judíos, piensa Landsman, la promesa acerca de la que llevamos desde entonces tocándole las narices. La torre que asiste al rey en el final de partida del mundo.

—Ahora encienda el chu-chu —dice Landsman.

Al fondo del lugar hay una escalera estrecha, abierta por un lado y alineada con la pared por el otro. La escalera conduce a una puerta de acero negro esmaltado. Buchbinder llama con suavidad.

El joven que abre la puerta es uno de los resobrinos del Einstein, el conductor del Caudillo, el chaval americano gordezuelo y de espaldas anchas que tiene el cogote sonrosado.

—Creo que el señor Litvak me está esperando —dice Bina en tono jovial—. Soy la inspectora Gelbfish.

—Tiene usted cinco minutos —dice el joven en un yiddish convincente. No puede tener más de veinte años. Tiene el ojo izquierdo desviado hacia dentro y más acné que barba en las mejillas de bebé—. El señor Litvak es un hombre ocupado.

—¿Y tú quién eres?

—Puede llamarme Micky.

Ella se le acerca y apunta con su barbilla hacia la carne de la garganta de él.

—Micky, sé que esto me convierte en una mala persona a tus ojos, pero la verdad es que no me importa cómo de ocupado esté el señor Litvak. Necesito hablar con él durante todo el tiempo que haga falta. Ahora llévame con él, encanto, o tú no vas a estar nada ocupado durante mucho tiempo.

Micky clava una mirada en Landsman como diciendo: «Menudo coñazo de mujer». Landsman finge no entender.

—Si me disculpan, por favor —dice Buchbinder haciendo una reverencia en dirección a cada uno de ellos—. Tengo mucho trabajo.

—¿Se marcha usted a alguna parte, doctor? —dice Landsman.

—Ya se lo dije —dice el dentista—. Tal vez tendría que probar a apuntar las cosas.

El apartamento del tejado del hotel Blackpool no es nada del otro mundo. Una suite de dos habitaciones. La habitación exterior tiene un sofá cama, un minibar con mininevera, un sillón de brazos y hay siete jóvenes con trajes oscuros y peinados cutres. La cama está plegada en su sitio, pero se huele que en la habitación ha habido jóvenes durmiendo, tal vez hasta siete de ellos. Por el resquicio que deja el cojín del asiento asoma la esquina doblada de una sábana como si fuera el faldón de una camisa asomando por una bragueta.

Los jóvenes están mirando un televisor muy grande sintonizado con un canal de noticias por satélite. En la pantalla, el primer ministro de Manchuria les está dando la mano a cinco astronautas manchures. La caja en que vino el televisor está posada en el suelo junto a sus antiguos contenidos. Bebidas para deportistas embotelladas y bolsas de pipas de girasol sobre la mesilla del café, esparcidas entre montones de cáscaras de pipas. Landsman divisa tres pistolas, automáticas, dos de ellas metidas en cinturas de pantalones y una en un calcetín. Tal vez la culata de una cuarta debajo del muslo de uno de los presentes. Nadie está contento de ver a los detectives. De hecho, los jóvenes parecen huraños y nerviosos. Ansiosos por estar en cualquier sitio menos aquí.

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