El sindicato de policía Yiddish (17 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—¿Jefe? —le pregunta el conductor al experto en demarcaciones, levantando la voz.

Al cabo de un momento, Zimbalist asiente con la cabeza y le hace un gesto al conductor para que se vaya.

—Pero ¿adónde tengo que ir? —le dice el conductor a Landsman.

—No lo sé —dice Landsman. Arrastra la portezuela de la furgoneta hasta cerrarla—. Ve a comprarme un regalo bien bonito.

Landsman da un golpe en la capota de la furgoneta y esta rueda marcha atrás y sale a la tormenta de líneas blancas que se entretejen como cuerdas del experto en demarcaciones frente a las réplicas de fachadas y al cielo gris resplandeciente. Landsman devuelve la puerta del garaje a su sitio y cierra el pestillo.


Nu
, ¿por qué no empieza otra vez? —le dice a Zimbalist tras sentarse de nuevo en la silla con respaldo de listones. Cruza las piernas y enciende
papiros
para todos—. Tenemos mucho tiempo.

—Vamos, profesor —dice Berko—. Conoce usted a la víctima desde que era niño, ¿verdad? Ahora mismo todos esos recuerdos tienen que estar dándole vueltas y más vueltas en la cabeza. Por mal que se sienta, se va a sentir mejor si empieza a hablar.

—No es eso —dice el experto en demarcaciones—. No… no es eso.

Coge el
papiros
encendido que le está ofreciendo Landsman y esta vez se fuma la mayor parte del mismo antes de empezar a hablar. Es un
yid
culto, y le gusta tener los pensamientos en orden.

—Se llama Menachem —empieza a decir—. Mendel. Tiene, o tenía, treinta y ocho años, un año más que usted, detective Shemets, pero nació el mismo día, el quince de agosto, ¿me equivoco? ¿Eh? Ya me lo parecía. ¿Ve usted?
Este
es el armario de los mapas. —Se da un golpecito en el cráneo calvo—. Los mapas de Jericó, detective Shemets, de Jericó y de Tiro.

Los golpecitos en el armario de los mapas se descontrolan un poco y hacen que se le caiga el
yarmulke
de la cabeza. Cuando lo recoge, le cae una cascada de ceniza sobre el jersey.

—A Mendele le calcularon un coeficiente de inteligencia de ciento setenta —continúa—. A los ocho o nueve años ya podía leer hebreo, arameo, judeoespañol, latín y griego. Los textos más difíciles y los enredos más espinosos de la lógica y la argumentación. Para entonces Mendele ya jugaba mucho mejor al ajedrez de lo que yo podía esperar jugar nunca. Tenía una memoria notable para las partidas registradas. Le bastaba con leer una transcripción una vez y ya era capaz de reproducirla sobre un tablero o en su cabeza, movimiento tras movimiento, sin una sola equivocación. Cuando se hizo mayor y ya no le dejaban jugar tanto, se dedicaba a repasar mentalmente partidas famosas. Debía de saberse trescientas o cuatrocientas partidas de memoria.

—Es lo mismo que contaban de Melekh Gaystik —dice Landsman—. Tenía esa misma clase de mente para el juego.

—Melekh Gaystik —dice Zimbalist—. Gaystik era una aberración. La forma en que jugaba no era humana. Tenía una mente que era como un bicho que lo único que sabía hacer era comerte. Era maleducado. Sucio. Mezquino. Mendele no era así en absoluto. Fabricaba juguetes para sus hermanas, muñecas hechas con pinzas para la ropa y felpa, una casa hecha con una caja de copos de avena. Siempre tenía pegamento en los dedos y una pinza para la ropa con una cara pintada en el bolsillo. Yo le daba alambre para hacer el pelo. Las ocho hermanitas iban colgadas de él todo el tiempo. Y tenía un pato de mascota que lo seguía a todas partes como si fuera un perro. —A Zimbalist se le elevan las comisuras de los labios finos y marrones—. Lo crean o no, una vez organicé una partida entre Mendel y Melekh Gaystik. Esas cosas eran factibles: Gaystik siempre estaba arruinado y endeudado, y habría sido capaz de jugar contra un oso medio borracho si hubiera habido el suficiente dinero de por medio. Por entonces el chico tenía doce años y Gaystik, veintiséis. Era el año antes de que ganara el campeonato en San Petersburgo. Jugaron tres partidas en mi trastienda, que por entonces, acuérdese, detective, estaba en la avenida Ringelblum. Le ofrecí a Gaystik cinco mil dólares por jugar contra Mendele. El chaval ganó la primera y la tercera. En la segunda partida tenía las negras y forzó a Gaystik a las tablas. Sí, Gaystik se alegró de mantener aquella partida en secreto.

—¿Por qué? —pregunta Landsman—. ¿Por qué había que mantener en secreto las partidas?

—Por el chico —dice el experto en demarcaciones—. El que ha muerto en una habitación de hotel de la calle Max Nordau. Me imagino que no es un hotel bonito.

—Es un saco de pulgas —dice Landsman.

—¿Se estaba inyectando heroína en el brazo?

Landsman asiente, y al cabo de un par de segundos nada fáciles, Zimbalist asiente también.

—Sí, por supuesto.
Nu
. La razón por la que me vi obligado a organizar las partidas en secreto es que a aquel chaval se le había prohibido jugar al ajedrez con gente de fuera. Pero de alguna forma, nunca descubrí cómo, el padre de Mendele se enteró de la partida contra Gaystik. A mí me fue por muy poco. Pese al hecho de que mi esposa era pariente del padre, casi perdí su
haskama
, que por entonces era la base de mi negocio. Con ese aval construí toda esta empresa.

—El padre. No estará diciendo… que era Heskel Shpilman —dice Berko—. Que el hombre que hay en la foto es el hijo del rabino
verbover
.

Landsman se fija en el silencio que reina en la isla de Verbov, bajo la nieve, dentro de una casa de piedra, mientras se acerca el crepúsculo, mientras la semana profana y el mundo que la ha profanado se preparan para sumergirse en la llama de dos velas idénticas.

—Pues sí —dice Zimbalist por fin—. Mendel Shpilman. Su único hijo. Tenía un hermano gemelo que nació muerto. Más adelante, esto se interpretaría como una señal.

Landsman dice:

—¿Una señal de qué? ¿De que sería un prodigio? ¿De que se convertiría en un yonqui que viviría en un motel barato del Untershtat?

—No —dice Zimbalist—. Eso no se lo imaginaba nadie.

—Decían… solían decir… —empieza a decir Berko. Frunce la cara, como si supiera que lo próximo que va a decir irritará a Landsman o le dará un motivo de burla. Luego desfrunce sus ojos marrones y lo deja estar. No tiene valor para repetirlo—. Mendel Shpilman. Dios bendito. He oído historias de él.

—Muchas historias —dice Zimbalist—. Historias y más historias hasta que cumplió veinte años.

—¿Qué clase de historias? —dice Landsman debidamente irritado—. ¿Historias sobre qué? Decídmelo de una vez, maldita sea.

14

Así que Zimbalist les cuenta una historia de Mendel.

Había una mujer, les dice, que se estaba muriendo de cáncer en el Hospital General de Sitka. Una mujer que él conocía, digamos. Esto pasó en 1973. La mujer había enviudado dos veces: su primer marido había sido un jugador profesional a quien unos
shtarkers
asesinaron a tiros en Alemania antes de la guerra y el segundo, un tirador de cuerdas a sueldo de Zimbalist que se enredó con un cable eléctrico. Fue debido a que era la viuda de su empleado muerto y él la tenía que mantener con dinero y favores como Zimbalist conoció a aquella mujer. No es imposible que se enamorara de ella. Los dos ya habían dejado atrás la edad de las pasiones bobas, así que se limitaban a ser apasionados sin ser unos bobos. Ella era una mujer morena y esbelta que ya estaba acostumbrada a controlar sus apetitos. Los dos escondieron su aventura de todo el mundo, y en especial de la señora Zimbalist.

Para visitar a aquella amiga suya en el hospital cuando ella enfermó, Zimbalist recurrió al subterfugio, el sigilo y el soborno a los camilleros. Dormía sobre una toalla en el suelo del hospital, encogido entre su cama y la pared. En la penumbra, cuando su amante lo llamaba desde la lejanía de la morfina, él le vertía agua en los labios agrietados y le refrescaba la frente con un paño mojado. El reloj de la pared del hospital zumbaba para sí mismo, se ponía impaciente y no paraba de arrancar trocitos de noche con su minutero. Por la mañana Zimbalist regresaba con sigilo a su tienda de la avenida Ringelblum —a su mujer le decía que se quedaba a dormir allí por lo mucho que roncaba— y esperaba al chico.

Casi todas las mañanas después del oficio y del estudio, Mendel Shpilman iba a jugar al ajedrez. El ajedrez le estaba permitido, aunque el rabinato
verbover
y la comunidad en general de los piadosos lo consideraban un desperdicio de tiempo para el chico. Cuanto mayor se hacía Mendel —cuanto más deslumbrantes eran sus gestas estudiantiles y más brillaba la reputación de su inteligencia impropia de su edad—, más doloroso parecía aquel desperdicio. No eran solamente la memoria de Mendel, la agilidad de su razonamiento y su comprensión del pasado, la historia y la ley. No, ya de niño, Mendel Shpilman parecía intuir el desordenado flujo humano que alimentaba la Ley y a la vez necesitaba su elaborado sistema de desagües y compuertas. El miedo, la duda, la lujuria, la falta de honradez, los juramentos rotos, el asesinato y el amor, la incertidumbre acerca de las intenciones tanto de Dios como de los hombres, el pequeño Mendel veía todo aquello no solamente en la abstracción del arameo, sino cada vez que aparecía en el estudio de su padre, vestido con la sarga negra y la jugosa lengua materna de la vida cotidiana. Si alguna vez aparecían conflictos en la mente del chico, dudas sobre la relevancia de la Ley que estaba aprendiendo en el tribunal
verbover
a los pies de un puñado de
ganefs
y de maleantes como la copa de un pino, nunca se hacían visibles. Ni mientras era un niño que creía ni tampoco cuando llegó el día en que le dio la espalda a todo. Tenía esa clase de mente que podía albergar y tener en cuenta aserciones contradictorias sin perder el equilibrio.

Fue debido a lo orgullosos que estaban los Shpilman de la excelencia de Mendel como hijo y como estudiante judío que toleraban la vertiente de su carácter a la que solamente le encantaba jugar. Mendel siempre estaba urdiendo complejas bromas y engaños burlones, montando obras teatrales donde actuaban sus hermanas, sus tías y hasta el pato. Había quien pensaba que el mayor milagro que alguna vez hizo Mendel fue convencer a su formidable padre, año tras año, para que hiciera el papel de la reina Vashti en el
purimshpiel
. ¡Qué imagen la de aquel sombrío emperador, la de aquella montaña de dignidad, la de aquella temible mole caminando amaneradamente con zapatos de tacón! ¡Y peluca rubia! ¡Pintalabios y colorete, pulseras y lentejuelas! Debió de ser la más horrible gesta de travestismo que jamás produjo el pueblo judío. A la gente le encantaba. Y amaban a Mendel por conseguir que se produjera todos los años. Pero aquello era una simple prueba más del amor que Heskel Shpilman le profesaba a aquel chico. Y se trataba de la misma indulgencia amorosa que permitía a Mendel desperdiciar una hora todos los días jugando al ajedrez, con la condición de que eligiera a su oponente en el seno de la comunidad de Verbov.

Y Mendel eligió al experto en demarcaciones, aquel único individuo de fuera que vivía entre ellos. Fue un pequeño despliegue de rebelión o de perversidad que algunos, en años posteriores, tendrían ocasión de rememorar. Pero en la órbita de Verbov, únicamente Zimbalist tenía alguna posibilidad de derrotar alguna vez a Mendel.

—¿Cómo está ella? —le dijo Mendel a Zimbalist una mañana, cuando la amiga de este ya llevaba dos meses muriéndose en el Hospital General de Sitka y estaba a punto de pasar a mejor vida.

Zimbalist experimentó un shock al oír la pregunta: nada comparado con el destino del segundo marido de la viuda, claro, pero lo bastante grande como para que se le parara el corazón un instante o dos. Se acuerda de todas y cada una de las partidas que él y Mendel Shpilman jugaron el uno contra el otro, dice, salvo de aquella. De aquella partida solamente consigue recordar un único movimiento. La mujer de Zimbalist era una Shpilman, prima de aquel chico. El sustento de Zimbalist, su honor, tal vez su vida misma, exigían que su adulterio se mantuviera en secreto. Y no le cabía ninguna duda de que así es como se había mantenido hasta entonces. A través de sus cables y cuerdas, el experto en demarcaciones percibía hasta el último susurro y rumor igual que una araña oye en sus patas las sacudidas de una mosca. Era imposible que Mendel Shpilman se pudiera haber enterado sin que Zimbalist lo supiera antes.

Y dijo:

—¿Cómo está quién?

El chico se lo quedó mirando. Mendel no era un chico guapo. Tenía un rubor perpetuo, los ojos muy juntos, una papada y los primeros indicios de otra sin que se le notara mucho la barbilla. Pero los ojos, aunque demasiado pequeños y demasiado cerca del puente de la nariz, eran intensos y estaban llenos de colores intermitentes, como las manchas del ala de una mariposa, azules, verdes y doradas. Lástima, burla y perdón. Ningún enjuiciamiento. Ningún reproche.

—No importa —dijo Mendel con gentileza.

Luego movió su alfil de reina, devolviéndolo a su posición original en el tablero.

Zimbalist no pudo verle ninguna finalidad a aquel movimiento. En un momento dado pareció contener o implicar escuelas fantásticas enteras de ajedrez. Y al momento siguiente pareció ser solo lo que probablemente era: una especie de retractación.

Zimbalist pugnó durante la hora siguiente por entender aquel movimiento, y también por ser lo bastante fuerte como para resistir confiarle a un chico de diez años cuyo universo estaba delimitado por la escuela, el
shul
y la puerta de la cocina de su madre, la tristeza y el éxtasis oscuro del amor que sentía por aquella viuda agonizante, así como el hecho de que una sed secreta que él mismo sentía quedaba saciada cada vez que vertía agua fría en los labios cuarteados de ella.

Jugaron durante el resto de la hora sin que hubiera más conversación. Pero cuando el chico tuvo que irse, se dio la vuelta en el umbral de la tienda de la avenida Ringelblum y cogió a Zimbalist de la manga. Vaciló, como si lo hiciera a regañadientes o con vergüenza. O tal vez lo que sentía era miedo. Luego su cara adoptó una expresión dura y fruncida que Zimbalist reconoció como la voz interiorizada del rabino recordándole a su hijo el deber de servir a la comunidad.

—Cuando la vea usted esta noche —dijo Mendel—, dígale que le mando mi bendición. Transmítale mi saludo.

—Lo haré —dijo Zimbalist, o por lo menos recuerda haberlo dicho.

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