Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
El rabino sorprende a Landsman intentando escuchar a hurtadillas y acciona los músculos de sus cejas de forma más enérgica.
—Bueno —dice Landsman—. Pasa lo siguiente. Resulta, rabino Shpilman, que vivo en el Zamenhof. Es un hotel, bastante malo, que hay en la calle Max Nordau. Anoche el encargado llamó a mi puerta y me pidió si me importaría bajar a echar un vistazo a otro cliente del hotel. El encargado estaba preocupado por aquel cliente. Tenía miedo de que el judío pudiera haber sufrido una sobredosis. Así que entró con su llave en la habitación. Resultó que el hombre estaba muerto. Se había registrado con un nombre falso. No tenía identificación. Pero en su habitación había algún que otro indicio. Y hoy mi socio y yo hemos seguido uno de esos indicios y nos ha traído hasta aquí. Hasta usted. Creemos… estamos casi seguros… de que el muerto es su hijo.
Baronshteyn vuelve a entrar furtivamente en la sala mientras Landsman está dando la noticia. Toda huella o mancha de emoción ha sido limpiada de su cara, como si se hubiera pasado un paño.
—Casi seguros —dice el rabino en tono inexpresivo, sin que en su cara se mueva nada más que las luces de sus ojos—. Ya veo. Casi seguros. Algún que otro indicio.
—Tenemos una foto —dice Landsman.
Nuevamente saca como si fuera un prestidigitador lúgubre la fotografía que le hizo Shpringer al judío muerto de la 208. Hace el gesto de pasársela al rabino, pero la consideración, una repentina ráfaga de compasión, detiene su mano.
—Tal vez sería mejor —dice Baronshteyn— que yo…
—No —dice el rabino.
Shpilman coge la fotografía que le ofrece Landsman y, con ambas manos, se la acerca mucho a la cara, hasta la cuenca misma de su ojo derecho. Simplemente es miope, y sin embargo hay algo vampírico en su gesto, como si estuviera intentando drenar un licor vital de la fotografía con la boca de lamprea de su ojo. La mide de arriba abajo y de un lado a otro. Su expresión no se altera para nada. Luego baja la fotografía hasta el desorden de cosas de su escritorio y chasquea la lengua una vez. Baronshteyn da un paso adelante para echar un vistazo a la foto, pero el rabino lo disuade con un gesto de la mano y dice:
—Es él.
Landsman, con los instrumentos subidos a la máxima ganancia, y a la apertura más amplia, está sintonizado para percibir cualquier ligera radiación de tristeza o de satisfacción que pudiera escapar a las singularidades del corazón de los ojos de Baronshteyn. Y allí está: una mirilla láser de partículas los ilumina brevemente. Pero lo que Landsman detecta en ese instante, para su sorpresa, es decepción. Por un momento Aryeh Baronshteyn parece un hombre que acaba de sacar un as de picas y ahora contempla el abanico de diamantes inútiles que tiene en la mano. Deja escapar una breve exhalación, medio suspiro, y regresa caminando de vuelta a su atril.
—A tiros —dice el rabino.
—Un solo tiro —dice Landsman.
—¿Y quién lo disparó, por favor?
—Bueno, eso no lo sabemos.
—¿Algún testigo?
—Por ahora no.
—¿Móvil?
Landsman dice que no, después se vuelve hacia Berko en busca de confirmación, y Berko niega sombríamente con la cabeza.
—De un tiro. —El rabino niega con la cabeza como si se estuviera maravillando: «¿Qué te parece?». Y sin ningún cambio perceptible en la voz o en los modales, añade—: ¿Se encuentra usted bien, detective Shemets?
—No me puedo quejar, rabino Shpilman.
—¿Su mujer y sus hijos? ¿Sanos y fuertes?
—Podrían estar peor.
—Dos hijos, tengo entendido, uno de ellos pequeño.
—Correcto, como de costumbre.
Las mejillas enormes experimentan un temblor de asentimiento, o tal vez de satisfacción. El rabino murmura una bendición convencional sobre las cabezas de los niños de Berko. Luego su mirada se desplaza hacia Landsman, y cuando lo tiene enfocado, este siente una punzada de pánico. El rabino lo sabe todo. Sabe lo del cromosoma mosaico y lo del niño que Landsman sacrificó para preservar sus ilusiones duramente ganadas sobre la tendencia de la vida a hacer que las cosas salgan mal. Y ahora le va a ofrecer una bendición también para Django. Pero el rabino no dice nada, y los engranajes del Reloj Verbover continúan con su avance. Berko se mira el reloj de pulsera. Es hora de irse a casa con las velas y el vino. Con sus niños bendecidos, que podrían estar peor. Con Ester-Malke, que lleva la hogaza trenzada de otra criatura metida en alguna parte de su vientre. Él y Landsman no tienen ninguna justificación para estar aquí después de la puesta de sol, investigando un caso que oficialmente ya no existe. No hay ninguna vida en peligro. No se puede hacer nada para salvarlos a ninguno de ellos dos, ni a los
yids
que hay en esta sala, ni tampoco al
yid
, pobre desgraciado, que los ha traído aquí.
—¿Rabino Shpilman?
—¿Sí, detective Landsman?
—¿Está usted bien?
—¿Le parece a usted que estoy «bien», detective Landsman?
—Acabo de tener el honor de conocerlo ahora mismo —dice Landsman con cautela, más en deferencia a las sensibilidades de Berko que al rabino o a su oficina—. Pero para serle sincero, parece que está bien.
—¿De una forma que resulta sospechosa? ¿O tal vez que parece inculparme?
—Rabino, por favor, nada de bromas —dice Baronshteyn.
—En cuanto a eso —dice Landsman, sin hacer caso del picapleitos—, prefiero no aventurar ninguna opinión.
—Mi hijo lleva muchos años muerto para mí, detective. Muchos años. Hace mucho que rasgué mi ropa y recité el
kaddish
y encendí una vela por su pérdida. —Las palabras en sí transmiten rabia y amargura, pero su tono está sobrecogedoramente vacío de emociones—. Lo que usted ha encontrado en el hotel Zamenhof… ¿era el Zamenhof…? Lo que usted ha encontrado allí, si es que es él, no es más que una cáscara. El grano ya se separó hace mucho tiempo y se echó a perder.
—Una cáscara —dice Landsman—. Ya veo.
Sabe lo duro que puede resultar ser padre de un adicto a la heroína. Ha visto antes esa misma frialdad. Pero algo le duele cuando se encuentra a esos
yids
que se arrancan las solapas y hacen el
shiva
por unos hijos que aún siguen con vida. A Landsman le parece que es burlarse tanto de los vivos como de los muertos.
—Pero vamos a ver. Por lo que yo he oído —continúa Landsman—, y ciertamente no pretendo entenderlo, el hijo de usted, de niño, mostró ciertos, bueno, indicios, o… de que podía ser… no estoy seguro de haberlo entendido del todo… el Tzaddik Ha-Dor, ¿no es verdad? Si las condiciones eran correctas, y si los judíos de su generación eran merecedores de ello, entonces podría revelarse como el, esto, el Mesías.
—Es ridículo,
nu
, detective Landsman —dice el rabino—. La idea misma le arranca a usted una sonrisa.
—En absoluto —dice Landsman—. Pero si el hijo de usted era el Mesías, entonces me temo que tenemos un problema. Porque ahora mismo está tumbado dentro de un cajón en el sótano del Hospital General de Sitka.
—Meyer —dice Berko.
—Con todos los respetos —añade Landsman.
El rabino no contesta de inmediato, y cuando habla por fin, lo hace con cautela evidente.
—Nos enseña el Baal Shem Tov, bendito sea su recuerdo, que en cada generación nace un hombre con potencial para ser Mesías. Ese es el Tzaddik Ha-Dor. En cuanto a Mendel… Mendele, Mendele.
Cierra los ojos. Es posible que esté recordando algo. Es posible que esté conteniendo el llanto. Luego los abre. Están secos, y se pone a recordar.
—Mendel tenía una naturaleza notable cuando era niño. No hablo de milagros. Los milagros son una carga para un
tzaddik
, y no son prueba de que lo sea. Los milagros no demuestran nada salvo a aquellos que venden su fe muy barata, señor. Mendele
tenía
algo. Tenía un fuego. Este es un lugar frío y oscuro, detectives. Un lugar gris y húmedo. Mendele emitía luz y calor. Daban ganas de ponerte cerca de él. Para calentarte las manos y derretirte el hielo de la barba. Para alejar la oscuridad durante un par de minutos. Pero cuando después te alejabas de Mendele,
seguías notando
calor, y parecía que en el mundo había un poco más de luz, aunque solamente fuera la luz de una vela. Y era entonces cuando te dabas cuenta de que el fuego llevaba todo el tiempo dentro de ti. Y ese era el milagro. Nada más que eso. —Se acaricia la barba, dándose tirones a la misma, como si intentara pensar en algo que se le había pasado por alto—. Nada más.
—¿Cuándo lo vio usted por última vez? —dice Berko.
—Hace veintitrés años —dice el rabino sin dudarlo un momento—. El veinte de Elul. Desde entonces nadie en esta casa lo ha visto ni ha hablado con él.
—¿Ni siquiera su madre?
La pregunta les horroriza a todos, incluso a Landsman, el
yid
que la ha formulado.
—¿Acaso supone usted, detective Landsman, que mi mujer intentaría subvertir mi autoridad en relación con este asunto o con cualquier otro?
—Yo lo supongo todo, rabino Shpilman —dice Landsman—. Y no lo decía con segundas.
—¿Han venido ustedes aquí con alguna idea —dice Baronshteyn— de quién puede haber matado a Mendel?
—La verdad… —empieza a decir Landsman.
—La verdad —dice el rabino
verbover
, interrumpiendo a Landsman. Saca una hoja de papel del caos de su escritorio, de entre los tratados, promulgaciones, prohibiciones, documentos clasificados, cintas de máquina de sumar e informes de vigilancia a ciertos hombres señalados. Hay un par de segundos de tocar el trombón mientras mueve el papel hacia delante y hacia atrás hasta enfocarlo bien con los ojos. La carne de su brazo derecho chapotea dentro del odre de su manga—. Se supone que estos detectives de homicidios no deberían estar investigando este asunto. ¿Me equivoco?
Deja el papel en la mesa, y Landsman no puede evitar preguntarse cómo puede haber visto en los ojos del rabino nada más que diez mil millas de mar congelado. Landsman está horrorizado, tirado por la borda a esas aguas frías. Para mantenerse a flote, se agarra al lastre de su cinismo. ¿Acaso la orden de ponerle la bandera negra al caso Lasker ha venido directamente de la isla de Verbov? ¿Acaso Shpilman ha sabido todo el tiempo que su hijo está muerto, que ha sido asesinado en la habitación 208 del hotel Zamenhof? ¿Acaso ha sido él quien ha ordenado el asesinato? ¿Acaso le envían de forma rutinaria los asuntos y directivas de la sección de Homicidios de la División Central de Sitka para que los inspeccione? Son preguntas que podrían ser interesantes si Landsman fuera capaz de sacarse el corazón de la boca para formularlas.
—¿Qué es lo que hizo? —dice por fin Landsman—. ¿Exactamente por qué ya había muerto para usted? ¿Qué es lo que sabía? Y ya que sale el tema, ¿qué es lo que sabe
usted
, rabino? ¿Y el rabino Baronshteyn? Sé que ustedes tienen la cosa amañada. No sé qué clase de jaleo tienen montado. Pero cuando miro esta bonita isla que tienen, puedo ver, y perdónenme la expresión, que tiene usted la sartén bien agarrada por el mango.
—Meyer —dice Berko en tono de advertencia.
—No vuelva por aquí, Landsman —dice el rabino—. No moleste para nada a nadie de esta casa ni a nadie de esta isla. No se acerque a Zimbalist. Y no se acerque a mí. Si me entero de que le ha pedido usted a alguien de los míos aunque sea que le enciendan un cigarrillo, me lo cargaré a usted y a su insignia. ¿Hablo claro?
—Con todos los respetos… —empieza a decir Landsman.
—Está claro que en su caso se trata de un mero formulismo.
—Pese a todo —dice Landsman recobrándose—, si me dieran un dólar por cada vez que un
shtarker
con un problema glandular ha intentado asustarme para que dejara un caso, con todos los respetos, no tendría que estar aquí sentado oyendo las amenazas de un hombre que ni siquiera consigue derramar una lágrima por el hijo al que estoy seguro empujó a la tumba antes de tiempo. Da igual que muriera hace veintitrés años o anoche.
—Por favor, no me confunda con un mafioso de medio pelo de la avenida Hirshbeyn —dice el rabino—. No le estoy amenazando.
—¿No? ¿Qué está haciendo, bendecirme?
—Lo estoy mirando, detective Landsman. Entiendo que, igual que le pasó a mi pobre hijo, puede que a usted el Nombre Sagrado no le proporcionara precisamente el más admirable de los padres.
—¡Rabino Heskel! —exclama Baronshteyn.
Pero el rabino no hace caso a su
gabay
y continúa antes de que Landsman pueda preguntarle qué demonios cree saber él sobre el pobre Isidor.
—Veo que hubo un tiempo, y nuevamente le pasó lo mismo a Mendel, en que usted fue mucho más de lo que es hoy. Puede que incluso fuera un buen
shammes
. Pero dudo que alguna vez haya sido un gran sabio.
—Al contrario —dice Landsman.
—Así pues, créame por favor cuando le digo que necesita usted encontrar otro uso para el tiempo que le queda.
Dentro del Reloj Verbover, un viejo sistema de martillos y carillones emprende una melodía, todavía más antigua, que da la bienvenida a todo hogar y casa de rezos judíos a esa novia que es el fin de semana.
—Se acabó el tiempo —dice Baronshteyn—. Caballeros.
Los detectives se ponen de pie y los hombres se desean los unos a los otros un feliz sabbath. Luego los detectives se ponen los sombreros y se vuelven hacia la puerta.
—Necesitaremos que alguien identifique el cadáver —dice Berko.
—A menos que quieran que se lo dejemos en la acera —dice Landsman.
—Mandaremos a alguien mañana —dice el rabino. Se gira en su silla, mostrándoles la espalda. Inclina la cabeza y coge un par de bastones que cuelgan de un gancho en la pared que tiene detrás. Los bastones tienen empuñaduras de plata con cincelados de oro. Ensarta la moqueta con ellos y luego, con un resuello de maquinaria antigua, se iza a sí mismo hasta ponerse de pie—. Después del sabbath.
Baronshteyn los sigue escaleras abajo hasta el Rudashevsky que hay junto a la puerta. Por encima de sus cabezas, los tablones del suelo del estudio emiten un crujido doloroso. Oyen los golpes secos y el chapoteo de barril de lluvia de los pasos del rabino. La familia se habrá reunido en la parte de atrás de la casa, esperando a que él vaya a bendecirlos a todos.
Baronshteyn abre la puerta principal de la casa-réplica. Shmerl y Yossele entran en el vestíbulo, con nieve en los sombreros y en los hombros y nieve en los ojos de color gris invernal. Los dos hermanos, o primos, o primos-hermanos, forman los vértices de un triángulo junto con su versión de interior, un puño de tres dedos de solidez Rudashevsky que se cierra en torno a Landsman y a Berko.