Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—No hace falta que
llames
, Berko —dice Landsman—. Esto es una cárcel.
Se oye un traqueteo de llaves y luego el
noz
indio abre la puerta de golpe. Detrás de él está Berko Shemets. Se ha vestido como si fuera a un safari en las profundidades de la selva. Vaqueros, camisa de franela, borceguíes de cuero de cordones, un chaleco de pescador de color gris pardusco equipado con setenta y dos bolsillos, sub-bolsillos y sub-sub-bolsillos. A primera vista casi parece un típico, aunque más bien corpulento, contrabandista de la tundra. Apenas se distingue la insignia de jugador de polo que le adorna la camisa. El normalmente discreto solideo de Berko ha sido dejado de lado a favor de uno bordado y enorme, cilíndrico, un fez enano. Berko siempre se pasa un poco de judío cuando se ve obligado a viajar a las tierras de los
indianer
. Landsman no lo puede ver desde donde está, pero es probable que su compañero también esté llevando sus gemelos con la Estrella de David.
—Lo siento —le dice Landsman—. Sé que siempre me estoy disculpando, pero esta vez, créeme, no puedo sentirlo más.
—Eso ya lo veremos —dice Berko—. Vamos, quiere vernos.
—¿Quién?
—El emperador de Francia.
Landsman se levanta de la cama, se acerca al lavabo y se echa un poco de agua en la cara.
—¿Puedo irme? —le pregunta al
noz
indio mientras sale por la puerta de la celda—. ¿Me está diciendo que puedo irme?
—Es usted un hombre libre —dice el
noz
.
—Eso ni lo sueñe —dice Landsman.
Desde su oficina situada en una esquina de la planta baja de la comisaría de Saint Cyril, el inspector Dick tiene una bonita vista del aparcamiento. Seis contenedores de basura reforzados y rodeados de aros como si fueran doncellas de hierro para protegerlos de los osos. Más allá de los contenedores, un prado subalpino, y después la muralla coronada de nieve del gueto que impide la entrada de los judíos. Dick está repantingado en el respaldo de su silla de oficina tamaño dos tercios, con los brazos cruzados, la barbilla caída sobre el pecho, mirando por la ventana de bisagras. No mira las montañas ni tampoco el prado, que es de color verdegris bajo la luz vespertina, con penachos de niebla, ni siquiera los contenedores acorazados. Su mirada no viaja más allá del aparcamiento: no más allá de su Royal Enfield Crusader de 1961. Landsman reconoce la expresión de la cara de Dick. Es la misma expresión que acompaña a la sensación que tiene Landsman cuando mira su Chevelle Super Sport, o cuando mira a Bina Gelbfish a la cara. La expresión de un hombre que siente que nació en el mundo equivocado. Ha habido un error: este no es el lugar que le corresponde. De vez en cuando nota que el corazón se le engancha, como una cometa que se enreda en un cable telefónico, en algo que parece prometerle un hogar en el mundo o un medio para llegar al mismo. Un coche americano fabricado en los tiempos de su infancia, por ejemplo, o una motocicleta que una vez perteneció al futuro rey de Inglaterra, o la cara de una mujer que se merece ser amada más que uno mismo.
—Espero que estés vestido —dice Dick sin dejar de mirar por la ventana. El parpadeo nostálgico de sus ojos se ha extinguido. En su cara ya no sucede nada en absoluto—. Porque las cosas que he presenciado en ese bosque… Joder, casi he tenido que quemar mi puta piel de oso. —Finge que se estremece—. La Nación Tlingit no me paga ni de lejos lo bastante como para compensar tener que verte en calzoncillos.
—La Nación Tlingit —dice Berko Shemets, pronunciándolo como si fuera el nombre de una famosa estafa o una afirmación sobre la ubicación de la Atlántida. Impone su mole al mobiliario de la oficina de Dick—. ¿Qué me dices, que todavía pagan los salarios por aquí? Porque ahora mismo me estaba diciendo Meyer que podría ser que no.
Dick se gira, lento y perezoso, y levanta una comisura del labio superior para mostrar unos cuantos incisivos y colmillos.
—Johnny el Judío —dice—. Vaya, vaya. Con su gorrito y todo. Y está claro que últimamente no has tenido problemas para darle tus bendiciones al donut filipino.
—Vete a la mierda, Dick, enano antisemita.
—Vete a la mierda, Johnny, tú y tus insinuaciones de mierda sobre mi integridad como agente de policía.
Con su tlingit rico pero oxidado, Berko expresa el deseo de ver algún día a Dick tirado muerto y sin zapatos en la nieve.
—Vete a cagar en el océano —dice Dick en perfecto yiddish.
Se acercan el uno al otro y el grandullón envuelve al pequeño en un abrazo. Se aporrean mutuamente la espalda, en busca de los puntos tuberculosos de su amistad lentamente agonizante, haciendo sonar las profundidades de su antigua enemistad como si fueran un tambor. En el año de tristeza que precedió a su abandono del lado judío de su naturaleza, antes de que a su madre la aplastara un camión en plena huida cargado de judíos alborotadores, el joven John Oso descubrió el baloncesto y a Wilfred Dick, que por entonces era un base de metro treinta y cinco. Fue odio a primera vista, esa clase de odio romántico grandioso que para dos chicos de trece años es indistinguible del amor, o lo más cerca que pueden estar del mismo.
—Johnny Oso —dice Dick—. ¿Qué coño pasa, enorme pedazo de judío?
Berko se encoge de hombros y se frota el pescuezo con un gesto avergonzado que le da aspecto de pívot de trece años que acaba de ver cómo algo pequeño y desagradable se escabulle de él en dirección a la canasta.
—Sí, qué tal, Willie D. —dice.
—Siéntate, gordo de mierda —dice Dick—. Y tú también, Landsman, tú y todas esas feas pecas que tienes en la raja del culo.
Berko sonríe y todos se sientan, Dick a su lado del escritorio y los policías judíos en el de ellos. Las dos sillas para visitantes son de tamaño estándar, igual que las librerías y todo lo demás que hay en el despacho salvo la silla y el escritorio de Dick. El efecto es de casa encantada de parque de atracciones, mareante. O tal vez sea otro de los síntomas del síndrome de abstinencia alcohólica. Dick saca sus cigarrillos negros y empuja un cenicero por la superficie de la mesa en dirección a Landsman. Se reclina en el respaldo de su asiento y pone las botas sobre la mesa. Sus antebrazos son correosos y marrones. Del cuello abierto de la camisa le salen pelos grises y rizados, y sus gafas chic están doblegadas en el bolsillo.
—Mira que hay gente a la que preferiría estar mirando ahora mismo —dice—. Millones, literalmente.
—Pues cierra los putos ojos —sugiere Berko.
Dick obedece. Sus párpados son oscuros y brillantes, de aspecto amoratado.
—Landsman —dice, como si disfrutara de su ceguera—, ¿qué tal estaba tu habitación?
—Las sábanas tenían una pizca más de agua de lavanda de lo que me gusta —dice Landsman—. Por lo demás, la verdad es que no tengo queja.
Dick abre los ojos.
—Como agente de policía en esta reserva he tenido la buena suerte de mantener relativamente poco trato con judíos a lo largo de los años —empieza a decir—. Ah, y antes de que ninguno de vosotros empiece a cinchar su esfínter sobre mí por mi supuesto antisemitismo, dejadme estipular ahora mismo que me importa una puta mierda si ofendo vuestros culos kosher o no, y en términos generales, confío en hacerlo. Ese gordo de ahí sabe perfectamente, o debería saber, que odio a todo el mundo por igual y sin favoritismos, independientemente de su credo o de su ADN.
—Entendido —dice Berko.
—Nosotros sentimos lo mismo por ti —dice Landsman.
—Lo que quiero decir es que los judíos son sinónimo de patrañas. Un millar de capas laminadas de política y mentiras pulidas hasta quedar bien relucientes. Por tanto, me creo exactamente el culo coma dos por ciento de nada de lo que me diga ese supuesto doctor Roboy, cuyas credenciales, por cierto, parecen ser legítimas, aunque con cierta cantidad de porquería en el fondo, de cómo has llegado a encontrarte corriendo por ese camino en gayumbos y con un vaquero judío haciendo prácticas de tiro contigo desde la ventanilla de su coche.
Landsman empieza a explicarse, pero Dick levanta una de sus manos de chica, con las uñas limpias y relucientes.
—Dejadme acabar. No, Johnny: esos caballeros no pagan mi salario, muchas gracias y vete a la mierda. Pero por medios que no me es dado entender, y sobre los cuales no tengo estómago para especular, esos caballeros tienen amigos, amigos tlingit, que sí que pagan mi salario, o para ser exactos, que ocupan puestos en el consejo que me lo paga. Y si se diera el caso de que esos sabios ancianos tribales me indicaran que no verían con malos ojos que yo trincara a tu compañero aquí presente, y que lo retuviera por cargos de allanamiento de morada y robo con escalo, por no mencionar el hecho de llevar a cabo una investigación ilegal y no autorizada, entonces eso es lo que yo tendría que hacer. Esas ardillas judías que viven ahí en el estrecho de Peril, y sé que tú sabes que me duele decir esto, para bien o para mal, son
mis
putas ardillas judías. Y su centro, mientras lo estén ocupando, queda bajo la bandera y la protección de la fuerza del orden Tribal. Por mucho que, después de que yo me haya tomado la molestia de salvar la vida de tu culo pecoso en ese lugar, Landsman, y de arrastrarte hasta aquí y alojarte con un gasto considerable, van esos judíos y de pronto parecen perder todo su puto interés por ti.
—Hablando de diatribas verbales —le dice Landsman a Berko. Y a Dick le dice—: Aquí tienen un médico, de verdad creo que tendrías que visitarlo.
—Pero por mucho que me gustaría mandarte de vuelta para que esa ex mujer tuya te cuelgue el culo de un gancho, Landsman —continúa disparado Dick—, y por mucho que lo intento, parece que no puedo dejarte ir sin hacerte una sola pregunta, aun sabiendo de antemano que los dos sois judíos, más o menos, y que cualquier respuesta que me deis únicamente se va a añadir a las capas de patrañas que ya me están cegando con su intenso resplandor judío.
Ellos esperan la pregunta, y cuando esta llega, los modales de Dick se endurecen. Todo rastro de verbosidad y de burlas se desvanece.
—¿Estamos hablando de un homicidio? —dice.
—Sí —dice Landsman al mismo tiempo que Berko dice:
—Oficialmente, no.
—Dos —insiste Landsman—. Dos, Berko. También les cuelgo a Naomi.
—¿Naomi? —dice Berko—. ¿Qué coño dices?
Landsman lo cuenta todo desde el principio, sin dejarse nada relevante, desde el momento en que llamaron a la puerta de su habitación del Zamenhof hasta su entrevista con la señora Shpilman, desde la hija del vendedor de tartas que lo mandó a los archivos de la AFA hasta la presencia de Aryeh Baronshteyn en el estrecho de Peril.
—¿Hebreo? —dice Berko—. ¿Mexicanos que hablan hebreo?
—Eso es lo que me pareció oír —dice Landsman—. Y tampoco era hebreo de sinagoga.
Landsman reconoce el hebreo cuando lo oye. Pero el hebreo que conoce es el tradicional, el que sus antepasados conservaron durante los milenios de su exilio en Europa, aceitoso y salado como un trozo de pescado ahumado para conservarlo, con una carne fuertemente aderezada por el yiddish. Esa clase de hebreo nunca se usa en conversaciones mundanas. Solo para hablar con Dios. Si fue hebreo lo que Landsman oyó en el estrecho de Peril, no era la vieja lengua de arenque ahumado sino algún otro dialecto puntiagudo, un idioma de álcali y de rocas. A él le sonó al hebreo que trajeron los sionistas después de 1948. Aquellos duros judíos del desierto intentaron ferozmente aferrarse a él en el exilio, pero, igual que les había pasado antes a los judíos alemanes, se vieron abrumados por el ingente tumulto del yiddish, y por la dolorosa asociación de su idioma con el fracaso y el desastre recientes. Por lo que sabe Landsman, esa clase de hebreo está extinguido salvo entre un puñado de irreductibles que se reúnen cada año en locales solitarios.
—Solo pillé un par de palabras. Era muy rápido y no pude seguirlo. Supongo que esa era la idea.
Les cuenta la historia de cuando se despertó en la habitación donde Naomi había escrito su epitafio en una pared, de los barracones y la pista de entrenamientos y de los grupos de jóvenes ociosos con pistolas.
Mientras les cuenta todo eso, Dick va cobrando más y más interés a su pesar, haciendo preguntas y hurgando con el hocico en el asunto con un amor instintivo y testarudo por los asuntos feos.
—Yo conocí a tu hermana —dice cuando Landsman termina con el rescate en los bosques del estrecho de Peril—. Lo sentí mucho cuando murió. Y ese marica sagrado parece exactamente la clase de chucho perdido por el que ella habría arriesgado su culo.
—Pero ¿qué querían de Mendel Shpilman, esos judíos y su visitante a quien no le gustan los líos? —dice Berko—. Esa es la parte que no entiendo. ¿Qué están
haciendo
ahí arriba?
A Landsman esas preguntas le parecen inevitables, lógicas y cruciales, y sin embargo parecen enfriar el ardor de Dick por el caso.
—No tenéis nada —dice, con la boca convertida en un guión lívido—. Y déjame que te diga, Landsman, a esos judíos del estrecho de Peril les pasa todo lo contrario. Tienen tanto peso detrás de ellos, caballeros, dejadme que os lo diga, que podrían convertir un cagarro fosilizado en un diamante.
—¿Qué sabes de ellos, Willie? —dice Berko.
—Yo no sé una mierda.
—El hombre del Caudillo —dice Landsman—. Al que te acercaste y con quien te pusiste a hablar. ¿También era un americano?
—Yo diría que no, era un
yid
arrugado como una pasa. No me quiso decir su nombre. Y se supone que yo no tengo que preguntar. Dado que la política oficial de la Policía Tribal en ese lugar, creo que ya lo he mencionado, es «Yo no sé una mierda».
—Vamos, Wilfred —dice Berko—. Estamos hablando de Naomi.
—Lo entiendo. Pero conozco lo bastante a Landsman… joder, conozco lo bastante a los detectives de homicidios, punto, como para saber que, con hermana o sin ella, aquí no se trata de descubrir la verdad. No se trata de llegar a entender la historia. Porque vosotros y yo sabemos, caballeros, que la historia es lo que nosotros decidamos que es, y que por muy pulcra y ordenada que la pongamos, al final la historia les va a seguir sudando la polla a los muertos. Lo que tú quieres, Landsman, es vengarte de esos cabrones. Pero eso no va a pasar nunca. Nunca los vas a coger. Ni hablar, cojones.
—Willie —dice Berko—. Dinos la verdad. No lo hagas por él si no quieres. No lo hagas porque su hermana, Naomi, era una tía de puta madre.