Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
Yossele se gira hacia Shmerl, con la masa de cocinar de su frente toda fruncida y agarrando a Zimbalist con esa ternura inconsciente de los hombres brutales. Shmerl dirige otro puñado de sílabas al corazón de la casa del rabino
verbover
. Mira al este y al oeste. Le hace una señal al hombre de la mandolina que está en el tejado. Siempre hay un hombre en el tejado con una mandolina semiautomática. Luego abre la puerta de paneles de madera. Yossele deja ir al viejo Zimbalist con un tintineo de las hebillas de sus chanclos y le da una palmadita en la mejilla.
—Adelante, por favor, detectives —dice.
Dentro hay un vestíbulo revestido de paneles de madera, con una puerta en el extremo más alejado y a la izquierda una escalera de madera que lleva al segundo piso. La escalera y las contrahuellas, el revestimiento de las paredes y hasta los tablones del suelo, todo está construido a base de plafones enormes de alguna clase de madera de pino, nudosa y del color de la mantequilla. A lo largo de la pared opuesta a la escalera hay un banco bajo, también de pino nudoso, cubierto con un cojín de terciopelo púrpura, reluciente en algunas partes de tan gastado que está y provisto de seis huecos redondos dejados allí por los muchos años de nalgas
verbovers
.
—Los apreciados detectives tienen que esperar aquí, por favor —dice Shmerl.
Él y Yossele regresan a sus puestos, dejando a Landsman y a Berko bajo el escrutinio firme pero indiferente de un tercer Rudashevksy fornido que permanece ocioso y apoyado en el balaustre del pie de las escaleras.
—Siéntese, profesor —dice el Rudashevksy del interior.
—Gracias —dice el profesor—, pero no me apetece sentarme.
—¿Se encuentra bien, profesor? —dice Berko, poniéndole una mano sobre el brazo al experto.
—Una pista de frontón —dice Zimbalist, como si con eso respondiera a la pregunta—. Pero ¿quién juega hoy día al frontón?
Algo que Zimbalist tiene en el bolsillo del abrigo llama la atención de Berko. Landsman se toma un interés repentino en un pequeño estante de madera que hay en la pared de al lado de la puerta, bien provisto de dos folletos vistosos y coloridos. Uno se titula «¿Quién es el rabino
verbover
?», y le informa de que se encuentran ahora en la entrada formal o ceremonial de la casa, y que la familia entra y sale y hace su vida en la otra punta, igual que en la casa del presidente de América. El otro folleto que hay a disposición del público se titula: «Cinco grandes verdades y cinco grandes mentiras sobre el hasidismo
verbover
».
—He visto la película —dice Berko, leyendo por encima del hombro de Landsman.
La escalera cruje. El Rudashevsky balbucea, como si estuviera anunciando un cambio en el menú de la cena:
—El rabino Baronshteyn.
Landsman solamente conoce a Baronshteyn por su reputación. Otro niño prodigio, con un título en derecho además de su
smikha
de rabino, casado con una de las ocho hijas del rabino. Nunca ha sido fotografiado y nunca sale de la isla de Verbov, a menos que uno dé crédito a las historias que cuentan que se escabulle a un motel cochambroso de South Sitka para aplicar castigos personales a algún empleado corrupto de la lotería de números, o a algún
shlosser
que ha errado el tiro.
—Detective Shemets, detective Landsman, soy Aryeh Baronshteyn, el
gabay
del rabino.
A Landsman le sorprende lo joven que es, treinta años como mucho. La frente alta y estrecha, los ojos negros y duros como un par de piedras dejadas sobre el indicador de una tumba. Lleva su boca de chica escondida en la espesura viril de una barba estilo rey Salomón, provista de pulcras vetas de color gris para sugerir madurez. Los tirabuzones cuelgan inertes y ordenados. Tiene el aire de alguien que se niega a sí mismo, pero su ropa deja ver el viejo amor de los
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por la ostentación. Sus tobillos son gordezuelos y musculosos dentro de sus ligas de seda y sus medias blancas. Lleva los largos pies enfundados en zapatillas de terciopelo negro bien cepilladas. La levita parece recién salida de la confección a medida de Moses and Sons, en la calle Asch. Únicamente el solideo de punto sin adornos tiene un aire modesto. Debajo del mismo, su pelo cortado a cepillo suelta destellos como el extremo operativo de un rotor para quitar pintura. Su cara no muestra ningún signo de recelo, pero Landsman puede ver las zonas de las que el recelo ha sido cuidadosamente borrado.
—Rabino Baronshteyn —murmura Berko, quitándose el sombrero.
Landsman hace lo mismo.
Baronshteyn mantiene las manos en los bolsillos de la levita, que es de satén con solapas de terciopelo y faldones en los bolsillos. Está haciendo lo posible para parecer cómodo, pero hay hombres que simplemente no saben estar sin más con las manos en los bolsillos y aparentar naturalidad.
—¿Qué buscan aquí? —dice. Finge que mira el reloj, sacándolo de debajo del puño de su camisa de algodón acordonado durante el tiempo suficiente para que ellos puedan leer el nombre de Patek Philippe en su esfera—. Es muy tarde.
—Hemos venido para hablar con el rabino Shpilman, rabino —dice Landsman—. Si su tiempo es tan precioso, está claro que no queremos desperdiciarlo hablando con usted.
—No es mi tiempo el que me temo que van a desperdiciar, detective Landsman. Y ya le puedo decir ahora que si trata de desplegar en esta casa la actitud poco respetuosa y la conducta deshonrosa por la cual es usted tristemente famoso, entonces tendrá usted que marcharse. ¿He sido claro?
—Creo que me confunde usted con el otro detective Meyer Landsman —dice Landsman—. Yo soy el que se está limitando a hacer su trabajo.
—¿Eso quiere decir que se encuentra usted aquí como parte de la investigación de un asesinato? ¿Y puedo preguntarles de qué manera concierne al rabino?
—De verdad que necesitamos hablar con el rabino —dice Berko—. Si él nos dice que quiere que usted se encuentre presente, será bienvenido. Pero con todos los respetos, rabino, no hemos venido a responder a sus preguntas. Y tampoco hemos venido a hacer perder el tiempo a nadie.
—Además de ser su consejero, detective, también soy el abogado del rabino. Ya lo saben.
—Nos damos cuenta de eso, señor.
—Mi oficina está al otro lado de la plaza —dice Baronshteyn, dirigiéndose a la puerta principal y sosteniéndola abierta como un amable portero. La nieve entra por la puerta abierta, reluciendo bajo la luz de gas como una lluvia interminable de monedas de una máquina tragaperras—. Estoy seguro de que podré contestar a todas las preguntas que tengan.
—Baronshteyn, chaval. Apártate del medio.
Zimbalist se acaba de poner de pie, con el sombrero caído sobre una oreja, enfundado en su abrigo enorme y raído y en su miasma de naftalina y tristeza.
—Profesor Zimbalist. —El tono de Baronshteyn transmite advertencia, pero su mirada se afina mientras contempla la ruina que es el experto en demarcaciones. Puede que nunca haya visto a Zimbalist próximo a una emoción. Está claro que el espectáculo le interesa—. Tenga cuidado.
—Intentaste ocupar su lugar. Bueno, pues ya lo tienes. ¿Cómo te sientes? —Zimbalist da un paso tambaleante en dirección al
gabay
. Debe de haber toda clase de cordeles y cables-trampa cruzando el espacio que los separa. Pero por una vez el experto en demarcaciones parece haber perdido su mapa de cuerdas—. Está más vivo ahora de lo que nunca estarás tú, pedazo de eperlano, pedazo de museo de cera.
Pasa a trompicones junto a Berko y Landsman, con la mano extendida hacia la barandilla o bien hacia la garganta del
gabay
. Baronshteyn ni se inmuta. Berko agarra el cinturón del abrigo de piel de oso y tira de Zimbalist hacia atrás.
—¿
Quién
lo está? —dice Baronshteyn—. ¿De quién está hablando? —Mira a Landsman—. Detective, ¿acaso le ha pasado algo a Mendel Shpilman?
Landsman revisará lo sucedido más adelante con Berko, pero su primera impresión es que Baronshteyn parece sorprendido por esa posibilidad.
—Profesor —dice Berko—, apreciamos su ayuda. Gracias. —Le sube la cremallera del jersey a Zimbalist y le abotona la chaqueta. Pasa una solapa del abrigo de piel de oso por encima de la otra y ata el cinturón con fuerza—. Ahora, por favor, váyase a casa. Yossele, Shmerl, que alguien acompañe al profesor a casa antes de que su mujer se preocupe y llame a la policía.
Yossele coge a Zimbalist del brazo y los dos empiezan a bajar las escaleras.
Berko cierra la puerta para que no entre frío.
—Llévenos con el rabino, abogado —dice—. Ahora.
El rabino Heskel Shpilman es una montaña deforme, un postre gigante en ruinas, una casa de dibujos animados con las ventanas cerradas a cal y canto y el grifo del fregadero abierto. Lo armó torpemente un niño, una banda de niños, huérfanos ciegos que nunca habían visto un hombre en su vida. Pegaron la masa de cocinar de sus brazos y piernas a la masa de cocinar de su cuerpo y luego le encajaron la cabeza encima de todo. Con la cantidad de seda y terciopelo negros y finos que se ha empleado para hacer la levita y pantalones del rabino, le bastaría a un millonario para cubrir todo su Rolls-Royce. Haría falta la fuerza cerebral de los dieciocho sabios más grandes de la historia para elucubrar los argumentos a favor y en contra de clasificar el gigantesco trasero del rabino bien como una criatura del abismo, como una estructura construida por el hombre o como un acto inevitable de Dios. Da igual que se ponga de pie o que se siente, no hay ninguna diferencia en lo que uno ve.
—Sugiero que prescindamos de formalidades —dice el rabino.
Su voz suena aguda, chistosa, la voz del académico bien proporcionado que debió de ser algún día. Landsman ha oído decir que sufre un desorden glandular. Ha oído decir que el rabino
verbover
, pese a su mole, mantiene la dieta de un mártir, a base de caldo, raíces y un mendrugo de pan diario. Pero Landsman prefiere pensar que lo que le ha pasado al hombre es que lo ha distendido el gas de la violencia y la corrupción. Que tiene la barriga llena de huesos y zapatos y de corazones de hombres, a medio digerir por el ácido de su Ley.
—Siéntense y díganme lo que han venido a decirme.
—No hay problema, rabino.
Cada uno de ellos ocupa una silla delante del escritorio del rabino. La oficina es puro imperio austrohúngaro. Las paredes están abarrotadas de monstruosidades de caoba, ébano y arce ojo de pájaro, tan llenas de adornos como catedrales. En la esquina de al lado de la puerta está el famoso Reloj Verbover, sobreviviente de la antigua casa en Ucrania. Saqueado cuando cayó Rusia, y enviado de vuelta a Alemania, sobrevivió a la bomba atómica que tiraron sobre Berlín en 1946 y a todas las confusiones de la época que vino después. Avanza en la dirección contraria a las agujas del reloj, y en vez de números tiene las doce primeras letras del alfabeto hebreo en orden inverso. Su recuperación fue un momento decisivo en la fortuna de la corte de los
verbover
y marcó el principio del ascenso de Heskel Shpilman. Baronshteyn ocupa su puesto detrás y a la derecha del rabino, en un atril donde puede mantener un ojo en la calle, un ojo sobre cualquier volumen que esté siendo peinado en busca de precedentes y justificaciones y otro ojo, un ojo interior y sin párpado, sobre el hombre que constituye el centro de su existencia.
Landsman carraspea. Él es el detective principal y este trabajo le corresponde a él. Echa otro vistazo al Reloj Verbover. Faltan siete minutos para que acabe este desastre de semana.
—Antes de que empiecen ustedes, detectives —dice Aryeh Baronshteyn—, permítanme que diga, para que conste, que estoy aquí en calidad de abogado del rabino Shpilman. Rabino, si tiene usted alguna duda acerca de si tiene que contestar o no una pregunta que le planteen los detectives, por favor no la conteste y permítame que sea yo quien la aclare o la replantee.
—Esto no es un interrogatorio, rabino Baronshteyn —dice Berko.
—Eres bienvenido aquí, más que bienvenido, Aryeh —dice el rabino—. Es más, insisto en que estés presente. Pero en calidad de mi
gabay
y mi yerno. No como abogado. Para esto no necesito abogado.
—Si me permite, rabino. Estos hombres son detectives de homicidios. Usted es el rabino
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. Si usted no necesita un abogado, entonces no lo necesita nadie. Y créame, todo el mundo necesita un abogado. —Baronshteyn saca un cuaderno de hojas amarillas del interior del atril, donde no hay duda que guarda sus ampollas de curare y sus collares de orejas humanas cortadas. Desenrosca el tapón de una estilográfica—. Por lo menos voy a tomar notas. En un cuaderno de abogado —bromea con cara inexpresiva.
El rabino
verbover
contempla a Landsman desde las profundidades del fortín de su carne. Tiene los ojos claros, de un color a medio camino entre el verde y el dorado. No se parecen en nada a los guijarros abandonados por los familiares del difunto sobre la tumba de la jeta de Baronshteyn. Unos ojos paternales que sufren y perdonan y saben divertirse. Que saben lo que Landsman ha perdido, saben lo que ha despilfarrado y lo que ha dejado escapar por culpa de la duda, la falta de fe y los intentos de ser un tipo duro. Que entienden el bamboleo furioso que tuerce la trayectoria de las buenas intenciones de Landsman. Que comprenden la relación de amor que tiene Landsman con la violencia, su voluntad salvaje de sacar su cuerpo a la calle para romper y que se lo rompan. Hasta este momento Landsman no entendía a qué se estaban enfrentando él y todos los
noz
del distrito, y los
shtarkers
rusos y los mafiosos de poca monta, y el FBI, y Hacienda, y la Oficina de Control del Alcohol, el Tabaco y las Armas de Fuego. Nunca había entendido cómo era posible que las otras sectas toleraran e incluso respetaran la presencia de aquellos gángsters piadosos en medio de su ciudad de sombreros negros. Con unos ojos como aquellos se podía ser líder. Se podía mandar a los hombres a la misma boca del abismo que uno eligiera.
—Dígame por qué está aquí, detective Landsman —dice el rabino.
A través de la puerta de la oficina exterior se oye el timbre amortiguado de un teléfono. No hay ningún teléfono sobre el escritorio ni en ningún sitio a la vista. El rabino lleva a cabo un prodigio de la señalización con media ceja y un músculo menor del ojo. Baronshteyn deja su pluma. Los timbrazos se dilatan y luego se reducen mientras Baronshteyn hace pasar la misiva negra de su cuerpo por la ranura de la puerta del despacho. Un momento más tarde, Landsman le oye contestar. Las palabras son poco claras, el tono seco, tal vez incluso cortante.