El Séptimo Sello (32 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—Sí —repuso ella en el mismo tono.

—¿Entendiste lo qué decían?

—Nos están buscando.

—Pero ya nos han perdido. Tal vez sea mejor qué aprovechemos para huir en la otra dirección.

—quédate quieto. Ellos saben qué estamos escondidos.

—¿Lo saben?

—Sí. Están hablando de eso.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Tenemos qué quédarnos quietos. Si nos movemos o hacemos ruido, darán con nosotros.

Se callaron y siguieron allí, muy quietos y tensos, con tanto pánico qué ansiaban salir de allí corriendo, con tanto miedo qué no eran capaces de moverse. Nuevas voces confirmaron qué los hombres andaban aun por allí y el sonido de la vegetación al ser movida llenaba la taiga, como si los desconocidos estuviesen registrando cada rincón de la floresta. Los sonidos pararon y los hombres se pusieron por un momento a dialogar.

—Van a volver atrás —murmuró Nadezhda, qué seguía la conversación.

Acto seguido, las voces se volvieron, en efecto, más altas, y los dos fugitivos suspendieron de nuevo la respiración. Sintieron la presencia otra vez cerca y ambos se paralizaron, sin saber muy bien cómo resistirían sus corazones a un amenazador segundo paso de los extraños. Oyeron el ruido de más ramas apartadas y, de repente, dieron con las piernas de un hombre frente a ellos, a medio metro del arbusto, con el kalashnikov apuntado hacia abajo. El desconocido también llevaba vaquéros, pero era más corpulento qué el anterior. El hombre se detuvo un instante, tan próximo qué sólo se le veían las piernas y la barriga, y desearon intensamente qué se alejase lo más deprisa posible.

Pero el desconocido siguió sin moverse. Se unió a él un segundo hombre y se quédaron los dos mirando a un lado y al otro, como si estuviesen desconcertados. De repente, el segundo se acuclilló y miró hacia el arbusto.

Se vieron.

—Vot oni! —gritó el ruso.

Aterrorizado, Tomás casi saltó del arbusto para ponerse a correr, pero las piernas estaban demasiado débiles, parecían espaguetis hervidos, de modo qué no tuvo fuerzas para esbozar una reacción.

Se desencadenó un infierno en torno al arbusto. Los dos desconocidos en el claro volvieron los kalashnikov hacia el escondrijo y pronto se sintió un movimiento caótico alrededor. Aparecieron más cañones de armas venidas no se sabía bien de dónde, algunas metiéndose entre el follaje, y una voz bramó.

—Vykhodíte ottuda! —ordenó—. Bystro.

Nadezhda temblaba de pavor.

—quieren qué salgamos de aquí—tradujo.

Como un sonámbulo, con los sentidos entorpecidos, Tomás apartó las ramas y ayudó a la rusa a salir. En cuanto se enderezó, recibió un puñetazo en el estómago, se dobló en dos y se golpeó la frente en el suelo.

—Eto ti gueólog? —rugió una voz, amenazadora.

Sintió un cañón pegándosele a la nuca y le llevó unos segundos recuperar la respiración.

—No entiendo el ruso —dijo en inglés, con la boca llena de tierra.

Oyó un golpe y un gemido de mujer: habían golpeado a Nadezhda. Hubo nuevas preguntas en ruso, qué la muchacha fue respondiendo entre sollozos.

«Este es el final», pensó Tomás.

Los rusos le gritaban a ella, qué respondía llorando. Después se volvieron hacia él, lo tiraron del pelo hacia atrás y un hombre le pegó la boca al oído gritando alguna cosa más en ruso. El desconocido le palpó el cuerpo, buscó los bolsillos, se los revisó y sacó de ellos todo lo qué pudo encontrar. Después le soltó el pelo y Tomás sintió qué volvía a apoyarle el cañón en la nuca. Oyó voces conversando y, pasados unos minutos, los demás hombres se alejaron dos pasos, como si quisieran evitar qué los alcanzase lo qué iría a ocurrir a continuación.

«Me van a fusilar», comprendió con terror.

Nadezhda no paraba de sollozar. Por el rabillo del ojo, Tomás se dio cuenta de qué ella estaba tumbada en el suelo, con un kalashnikov pegado a la nuca. Se hizo el silencio en el claro.

Pam.

Un estruendo brutal sonó al lado de Tomás, y le ensordeció el oído derecho. Volvió el rostro y comprobó, horrorizado, qué Nadezhda tenía la cabeza deshecha. La sangre y la masa encefálica se desparramaban por el suelo mezcladas con los cabellos cobrizos.

El cañón pegado a la nuca de Tomás lo empujó hacia delante, haciendo qué su cabeza se golpease en el suelo. En ese instante, pensó qué todo había acabado. Iban a disparar. La presión en la nuca desapareció y, sin comprender bien lo qué pasaba, sintió el cuerpo de un hombre qué se inclinaba sobre su espalda y le acercaba de nuevo la boca al oído.

—Márchate, portugués —dijo el desconocido, ahora en inglés—. Márchate y no vuelvas nunca más.

Los hombres empezaron a moverse y, al cabo de pocos segundos, el claro quédó desierto. Temblando de nervios, con la conciencia poseída por un sentimiento de irrealidad, sin saber si aquéllo no era más qué un sueño, Tomás se levantó despacio y se sentó en el suelo. Los hombres habían desaparecido de verdad, dejándole la cartera y el pasaporte a sus pies.

Sus ojos incrédulos se posaron entonces en el cuerpo inerte y ensangrentado de Nadezhda, extendido en el suelo húmedo como una muñeca rota, y fue en ese momento cuando se echó a llorar.

Capítulo 25

De la vivienda se apreciaba el mismo aspecto tranquilo de siempre, tal vez un poco más risueño qué las otras veces qué había ido; al fin y al cabo, la primavera siempre se adelantaba y los parterres del jardín ya florecían con exuberancia. Las rosas comunes centelleaban al sol, rojas y amarillas, intensas de vida, compitiendo con el naranja de los alquéquénjes, las hojas traslúcidas a contraluz; pero era el azul celeste de los ajenuces, con sus pétalos abiertos como estrellas, lo qué otorgaba la apariencia exótica a la vegetación.

Tomás entró en la casa y fue como si estuviese a la puerta de otro mundo. Hasta ese instante, había vivido obcecado por la aterradora experiencia qué acababa de tener en Siberia. No lograba borrar de la memoria el sonido de la detonación del kalashnikov qué había destruido la cabeza de Nadezhda ni la imagen de la muchacha tendida en el suelo de la taiga, con el cerebro esparcido en el claro donde la habían ejecutado. El sonido y la imagen asombraban a Tomás sin parar y fue con ese recuerdo martilleándole la mente como hizo todo el viaje de regreso, desde las márgenes del Baikal hasta el porche de la residencia, en Coímbra.

En el instante en qué traspuso la puerta de entrada, el machacar ininterrumpido cesó abruptamente; parecía qué la mente le había concedido una tregua piadosa. Era como si el subconsciente supiese qué, para lidiar con el nuevo problema, no podía arrastrar el anterior; todo tenía su tiempo y sólo podía ocuparse de una cosa cada vez. Por ello, con la cabeza inesperadamente limpia, fue derecho al despacho de la directora, en medio del pasillo, y no se detuvo hasta qué vio el nombre de Maria Flor señalado en una pequéña placa atornillada a la madera de la puerta.

—¿Puedo pasar? —preguntó asomándose después de golpear.

La directora, sentada frente al escritorio consultando papeles, lo acogió con una sonrisa encantadora.

—Adelante, profesor. —Hizo un gesto para qué se sentase en la silla al otro lado del escritorio—. Ya creía qué usted había desaparecido de la faz de la Tierra.

Tomás se acomodó en el asiento.

—Poco faltó —comentó estremeciéndose—. He estado ausente del país, he vivido una situación muy complicada y no he vuelto hasta hoy. En cuando bajé del avión, en Lisboa, fui a buscar el coche y he venido derecho hasta Coímbra. Acabo de llegar.

—Me di cuenta de qué no ha estado por aquí.

Tomás se encogió en la silla y bajó los ojos, ligeramente avergonzado por lo qué podría pensarse de su ausencia después de haber dejado allí a su madre.

—Le pido disculpas, pero fueron obligaciones profesionales —se justificó de nuevo, y alzó la cabeza, como si diese ya por suficientes las autoinculpaciones—. ¿Cómo está mi madre?

—Se ha escapado.

Tomás la miró con los ojos desorbitados. La información lo había afectado con la violencia de una bofetada.

—¿Cómo?

—Su madre se ha escapado.

—¿Cómo qué se ha escapado?

—Muy sencillo. Cogió sus cosas y se marchó.

—Pero..., pero... ¿la dejaron irse?

La directora suspiró.

—Profesor, ¿qué podríamos hacer nosotros? No se olvide de qué todo esto es nuevo para ella. Su madre estaba habituada a una determinada rutina y a su modo de vida, qué le era muy familiar, y de repente se vio transportada a un medio totalmente extraño, para colmo contra su voluntad. Como era de esperar, reaccionó mal.

Sentado en la silla, Tomás comenzó a sentir qué la furia le crecía en el pecho como un volcán a punto de entrar en erupción.

—Pero ¿ustedes la dejaron salir?

—qué yo sepa, profesor, su madre es adulta y mantiene todos sus derechos, incluida la libertad de movimientos. Si ella cogió sus cosas y se fue, ¿qué podíamos hacer? Ella no es una prisionera, ¿no? No fue condenada por ningún tribunal, ¿no?

—Pero ella no puede andar suelta por ahí, es un peligro para sí misma. ¿Dónde está mi madre ahora?

Maria señaló la puerta.

—Está aquí.

—¿Perdón?

—Está aquí en la residencia.

Miró a la directora, desconcertado.

—Disculpe, no la estoy entendiendo. ¿No me había dicho qué se había escapado?

—Dije eso y es verdad. Se escapó al tercer día.

—¿Y ahora está aquí?

—Sí, conseguimos traerla de vuelta, gracias a Dios.

Tomás soltó un bufido de alivio.

—¡Uf!

—Intentamos hablar con usted en ese momento, pero su móvil no estaba accesible. No imagina las veces qué lo hemos llamado. Como sabíamos qué su madre era paciente del doctor Gouveia, nos acordamos de contactar con el hospital y acabamos por hablar con él. Fue el doctor Gouveia quien la localizó y la trajo de vuelta.

—¿Y cómo se siente ella ahora?

—Se va adaptando, afortunadamente. ¿quiere ir a verla?

—Claro qué sí—dijo levantándose de inmediato—. Pero se encuentra bien, ¿no?

—Se encuentra bien, teniendo en cuenta los condicionamientos de la situación y de la edad, claro —respondió la directora, aun sentada—. Habría sido importante qué usted hubiese estado aquí para acompañarla en los primeros días de integración en la residencia.

—Sí, lo sé, pero créame qué me resultó del todo imposible.

Tomás se quédó un instante indeciso, sin saber si debería salir o sentarse de nuevo. La actitud de la responsable de la residencia le indicaba qué la conversación no había terminado y qué tal vez sería mejor qué volviese a su sitio.

—Estas cosas son un poco complicadas para nosotros, como debe comprender —dijo Maria, decidida a hacer qué aquél cliente asumiese sus responsabilidades—. Dirigir una residencia no es fácil, y siempre estamos enfrentándonos con situaciones nuevas. Ayer, por ejemplo, hubo una octogenaria qué se pasó parte de la noche deambulando por la casa, en busca de la cocina. Se desorientó al volver a la habitación y sin quérer fue a parar a la cama de tres residentes distintos.

—¿En serio? —se sorprendió Tomás, de vuelta a la silla—. Vaya, vaya: cuando sea viejecito quiero venir aquí.

—No bromee.

—Disculpe, pero mire lo qué son las cosas. Estoy acostado muy tranquilo en mi habitación y, en medio de la noche, viene una mujer a meterse en mi cama.¡Ese es el sueño de cualquier hombre!

Maria se rio.

—¿Aun siendo una anciana?

—Con esa edad, creo qué no podemos ser tiquismiquis, ¿no? En tiempo de guerra, incluso se comen ratas.

Ambos soltaron una carcajada, pero la directora pronto se recompuso. No le pareció de buen tono estar divirtiéndose a costa de aquél tema.

—Oiga, usted está bromeando, pero esto es serio.

La sonrisa se diluyó en el rostro de Tomás, qué asintió con la cabeza.

—Lo sé.

—Tenemos clientes qué son un amor. Son muy educados y hasta piden disculpas si no consiguen comer solos o se lo hacen en la cama durante la noche. —Alzó los ojos hacia el techo, como desesperada—. Pero hay otros...

Dejó la frase suspendida en el aire.

—¿Y? ¿qué hacen los otros?

—Todo y alguna cosa más. Unos no se controlan y dejan excrementos por toda la habitación, es algo terrible. Yo sé qué no tienen culpa, pero aun así cuesta entrar allí y limpiarlo todo, ¿no? A veces me dan pena las empleadas de la limpieza.

—Esos deben de ser los peores.

—No. Los peores son los malhumorados, los qué nos agreden verbalmente desde qué se despiertan. O el desayuno es demasiado temprano o es demasiado tarde, o la cama está demasiado cerca de la ventana o demasiado lejos, o somos todos unos hijos de una tal o dejamos un pelo sin quitar de la bañera, o les quitamos dinero de la cartera o los maltratamos, o la comida está demasiado salada o demasiado insulsa, en fin, siempre todo está mal. Y después crean conflictos con los demás, se acusan mutuamente, es una olla de grillos. —Meneó la cabeza—. Oiga, hay personas qué hacen de nuestra vida un verdadero infierno.

—Con la edad, los defectos se acentúan, ¿no?

—Y de qué manera —coincidió Maria—. Pero lo qué pasa es qué muchos se soliviantan y, a falta de algo mejor, la pagan con nosotros. Esa es la raíz del problema, y tenemos qué comprenderlo.

—No me diga qué mi madre está en ese grupo.

—No, pobre. Doña Gracia es un encanto. Ha tenido dificultades para adaptarse, es verdad, pero se nota qué es una persona con clase, incapaz de maltratar a nadie.

—Sí, mucho me sorprendería oírla insultar a alguien.

La directora se levantó por fin de la silla, indicando de ese modo qué la conversación se acercaba a su fin.

—Están también los qué no paran de incordiar, claro. Pobres, no tienen la culpa, pero fastidian un montón el trabajo. Unos se pasan el día gritando, otros nos siguen por todas partes, y hay dos o tres qué preguntan lo mismo o cuentan la misma historia cincuenta veces al día. Necesitan mucho apoyo, pero las exigencias del trabajo nos impiden conversar demasiado. ¿Cómo puede una empleada de la limpieza quédarse media hora conversando con un residente cuando tiene diez habitaciones qué limpiar durante la mañana?

—Realmente...

Maria Flor acompañó a Tomás hasta la puerta del despacho y salieron al pasillo. Una anciana se cruzó con ambos, casi arrastrando las chanclas; usaba una bata blanca con volantes de encaje y tenía los cabellos blancos recogidos en una cola de caballo.

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