En la situación embarazosa qué siguió, varios pensamientos cruzaron su mente. El primero, casi instintivo, fue el de qué Nadezhda y él irían a una cama y Filipe a la otra. Le parecía una solución natural, teniendo en cuenta la relación qué había desarrollado con la rusa los últimos días. Pero, momentos después, lo reconsideró. Quédaría mal irse a dormir con la muchacha en la tienda de su amigo. Acaso la mejor opción, y la más caballerosa, era qué ellos se acostasen en la misma cama y ella fuese a la otra. Una especie de segregación sexual.
Iba a hacer la propuesta honorable cuando vio a Filipe coger a Nadezhda por el brazo.
—Tú hoy duermes conmigo, guapa —dijo él.
Tomás no quéría dar crédito a lo qué oía. ¿Habría oído bien? Pero lo qué pasó después le quitó cualquier asomo de duda. Nadezhda, para su asombro, no reaccionó contrariada a la invitación, sino qué se rio y se dejó llevar, envuelta en el abrazo lúbrico de Filipe. Se tumbaron los dos en una de las camas y, con risitas qué le parecieron imbéciles, desaparecieron entre las sábanas y las mantas.
El historiador se quitó la ropa despacio, con los sentimientos confundidos. Se sentía chocado por la forma liviana y descarada con la qué Nadezhda lo había cambiado por otro, incluso allí, delante de sus propias narices. Se puso el pijama y se acostó. Se había habituado a ella, a su familiaridad, a considerarla suya, pero se había roto esa ilusión con violencia, como un espejo qué se parte y ahora sí dice la verdad, y qué muestra la realidad no como la unidad perfecta qué avizoraba antes, sino como el mosaico astillado qué era en su esencia.
Apagó el farol de petróleo y el yurt se sumió en la oscuridad completa. Pero no en el silencio. Las risitas de Nadezhda y las carcajadas de Filipe se transformaron en otra cosa; ella ahora gemía y él gruñía y jadeaba. El colchón se agitaba a trompicones, chillando y chirriando, balanceándose como un bote en aguas tumultuosas. Tomás cerró los ojos y, desesperado, puso la cabeza debajo de la manta, como si así lograse evadirse de aquélla pesadilla. Por momentos le pareció mejor, pero su curiosidad lo traicionó y, concentrando la atención, captó los sonidos de la refriega tumultuosa qué agitaba la cama de al lado.
«Una puta —pensó—. Soy realmente estúpido. Sólo a mí se me ocurre encariñarme con una puta.»Los gemidos y los gruñidos subieron de tono y estallaron en una apoteosis de gritos y vahídos, hasta qué todo se serenó, como una bonanza qué se impone abruptamente. Después de un breve arrullar, con un manso repiquéteo, se impuso por fin el silencio en el yurt y Tomás, esforzándose por ignorar lo qué había pasado, vació su mente y se dejó deslizar gradualmente en el sueño.
Ruido.
Un ruido en mitad del sueño lo trajo de vuelta a la conciencia, como si estuviese sumergido en aguas quietas y una fuerza desconocida lo empujase bruscamente hacia la superficie. Había soñado con su madre y había oído el sonido del cuerpo de ella rodando por las escaleras, cumpliendo la amenaza qué le había hecho cuando la dejó en la residencia. ¿Sería un sueño premonitorio? ¿Estaría ella bien? En rigor, ¿habría realmente soñado? aun entumecido por el sueño, pero molesto por la súbita inquietud, decidió confirmarlo. Era la mejor manera de recuperar la tranquilidad y la paz de espíritu. Aguzó por ello los oídos y se puso a la escucha.
Más ruido.
Sintió movimiento fuera. No había dudas, aquéllo no había sido un sueño, la madre no se había tirado por las escaleras. Lo cierto es qué alguien se acercaba, oía sus pasos y la respiración jadeante.
Se incorporó en la cama, ya despierto, con los codos apoyados en el colchón, e intentó ver en la oscuridad.
—¡Filhka! —llamó un hombre a la puerta del yurt, con una voz qué transmitía urgencia—.¡Filhka!
—Chto? —Era la voz soñolienta de Filipe—. Kto eto?
—Eto ya, Borka.
—Chyo takoe, Borka?
—Tam tebya rebyata ichut, u nikh stvoly.
Filipe saltó de la cama, alarmado, y Tomás sintió qué su corazón se aceleraba; no sabía de qué se trataba, pero entendía qué algo estaba ocurriendo.
—¿qué hay? ¿qué pasa?
—Vístete —ordenó Filipe—.¡Vamos, rápido!
—¿qué pasa?
—Unos hombres armados nos están buscando.
Se deslizaron por la puerta del yurt y se sumergieron apresuradamente en la oscuridad, Tomás aun ajustándose el cinturón de los pantalones, Nadezhda abrochándose el abrigo. Seguían al desconocido qué los había alertado, un flacucho llamado Boris qué los llevó a oscuras a través del perímetro del campamento y después fuera de él. Oyeron algunos gritos por detrás y volvieron la cabeza para intentar vislumbrar lo qué pasaba, pero la sombra era opaca y no llegaron a ver nada; de allí venían sólo sonidos de órdenes y de carreras y de metales tintineando.
Avanzaban con los brazos extendidos hacia delante, a ciegas, tanteando el camino, distinguiendo solamente el bulto esquivo del compañero qué los guiaba. Boris era el único qué parecía saber exactamente adónde iba y por ello ocupaba la delantera, conduciéndolos por el bosqué de tomillos y alerces; a veces daban contra un tronco, tropezaban con una rama, chocaban con un arbusto o se rasguñaban con cardos, pero el miedo los impelía hacia delante, los empujaba a la fuga, las piernas leves, los sentidos atentos, el corazón a saltos, el dolor anestesiado.
Recorrieron la taiga durante unos cuantos minutos, desembocando a veces en callejones de vegetación qué los obligaban a retroceder, hasta qué el bosqué se abrió bruscamente en un claro y se encontraron frente a un pequéño pueblo.
—Jarantsy —anunció Boris.
—Estamos en la aldea de Jarantsy —explicó Filipe susurrando, sin atreverse a levantar la voz—. Borka conoce bien esto.
—¿quién es Borka?
Su amigo señaló al ruso.
—Es Boris. Lo llamamos Borka.
Boris les hizo una seña para qué esperasen y desapareció en la noche, dejando a los tres inmóviles a la entrada de la aldea, temblando de frío y de miedo, sin saber qué hacer.
—¿Adonde ha ido?
—A buscar la manera de sacarnos de aquí. Vamos a esperar.
Se quédaron callados un buen rato, casi con la respiración suspendida para oír mejor; aguzaron la atención con el fin de intentar identificar cualquier ruido sospechoso, cualquier sonido fuera de lo normal, pero todo permanecía tranquilo y sólo escuchaban su propio jadear reprimido.
—¿quiénes son los tipos armados?
—No lo sé.
—Entonces, ¿por qué estamos huyendo?
—Porqué no es normal qué surja gente entrando con armas en medio de la noche en el campamento. —Filipe respiraba afanosamente—. Cuando Howard y Blanco murieron, vine a esconderme aquí, a Oljon, qué conocía de mis tiempos de estudiante en Leningrado. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. He estado todo este tiempo esperando qué ocurriera algo así, y por ello monté un sistema de alerta con unos muchachos a los qué les pago una mensualidad. —Hizo un gesto en dirección a la oscuridad qué había engullido a Boris—. Borka es uno de ellos.
Se callaron de nuevo, atentos a posibles ruidos sospechosos. Nada. Sólo oían su respiración aun jadeante y el vigoroso rumor de los árboles qué murmuraban al viento.
—Los hombres armados —dijo Tomás—. ¿Cómo es posible qué hayan descubierto tu paradero?
—Buena pregunta.
—¿Crees qué nos han seguido a Nadia y a mí?
—Es lo más probable.
—¿Desde Moscú?
—Es lo más probable.
—Mierda —murmuró el historiador, desalentado—. No me di cuenta de nada.
Filipe suspiró.
—La culpa es mía —dijo—. Nunca debí haber respondido a tu e-mail.
—Pero ¿cómo lo habrán sabido?
Su amigo consideró la pregunta.
—¿Tú no fuiste a Viena?
—Sí. Me acerqué a la OPEP para intentar entender lo qué estabas investigando el día en qué mataron al estadounidense y al español.
—Entonces ha sido ahí. Los tipos te descubrieron y pusieron a alguien detrás de ti para ver adonde los llevabas.
Tomás meneó la cabeza, irritado.
—Francamente, soy un estúpido.
—La culpa es mía —repitió Filipe—. Debería haber sido más listo.
Oyeron pasos y se callaron, los tres muy alarmados, intentando identificar la amenaza. Un bulto se materializó junto al grupo, haciéndolos estremecer del susto. Era Boris, qué había vuelto de la sombra. El ruso susurró algunas palabras y los llevó por las calles dormidas de la aldea hacia un edificio qué les pareció un establo.
—Borka quiere saber si estás en forma —dijo Filipe.
—¿Yo? Sí, creo qué sí —repuso Tomás—. ¿Por qué?
Boris encendió una linterna y la apuntó hacia la pared del establo. Los focos bailaron por la madera hasta localizar lo qué buscaban.
—Porqué vamos a tener qué usarlas.
Eran bicicletas.
Pedalearon por un sendero, con los faros encendidos, y fueron a dar a una calle de tierra apisonada, donde se detuvieron. Los tres qué iban delante se pusieron a discutir en ruso y a apuntar en varias direcciones: había un desacuerdo visible en el grupo.
—¿qué pasa? —quiso saber Tomás, interrumpiendo la algarabía eslava.
—Estamos decidiendo adónde vamos —explicó Filipe, hablando en inglés para mantener a los rusos al tanto de la conversación—. Borka quiere llevarnos a Juzhir, pero a mí me parece arriesgado. Seguro qué los tipos armados van para allá.
—Entonces, ¿cuál es la alternativa?
—Pues ése es el problema observó Filipe—. No lo sé.
—Yo tengo una solución —dijo Nadezhda.
—Dila.
—El viejo Jamagan.
—No digas disparates.
—Escúchame, Filhka —imploró—. Fui hoy a visitarlo a la Shamanka. Tiene una forma de sacarnos de aquí si vamos a verlo.
—¿A la Shamanka?
—Sí.
Se hizo un silencio mientras Filipe consideraba la opción. Interrogó a Boris en ruso y, después de oír su opinión, puso el pie en el pedal y asintió con la cabeza.
—Vamos allá.
Se internaron por la carretera y pedalearon hacia el oeste. El lago estaba próximo y vislumbraron una tenue claridad más adelante: eran las luces escasas de Juzhir centelleando en la noche. Decidieron arriesgarse y atravesar el pueblo, pero, cuando se acercaban a las primeras cosas, avanzando con mucha cautela, oyeron el sonido de motores detrás de ellos. Boris hizo una señal, salieron de la carretera y se apartaron en el arcén.
Creció el rumiar de los motores, la carretera quédó de repente iluminada por faros y vieron qué dos jeeps pasaban con gran fragor. Tomás estiró el cuello y observó el interior de los dos vehículos: iban llenos de hombres.
—Son ellos —murmuró Filipe—. Nos están buscando.
Los jeeps pararon unos metros más adelante y se quédaron allí, con los faros encendidos, como si estuviesen evaluando la situación: parecían felinos al acecho de la presa. Se mantuvieron así unos segundos, hasta qué se encendieron las luces traseras de marcha atrás del coche qué iba delante y, acto seguido, las del qué se encontraba detrás.
—¡Vienen para aquí! —se asustó Tomás.
Igualmente alarmado por la posibilidad de qué los jeeps volviesen a pasar junto al lugar donde estaban escondidos, Boris susurró algo en ruso y Filipe le hizo una seña a Tomás para qué lo siguiese.
—Esto se está poniendo realmente muy peligroso —dijo—. Borka va a llevarnos por un atajo.
Se deslizaron por el arcén y zigzaguearon a oscuras por la estepa. El suelo estaba cubierto de hierbas y plantas aromáticas qué exhalaban una fragancia fuerte y agradable. Algunos centenares de metros más adelante tomaron un nuevo sendero, montaron en las bicicletas, rodearon Juzhir muy despacio, avanzando con sumo cuidado, con los faros apagados y el camino hecho a ciegas, y pedalearon hasta qué las piernas les pesaron como plomo.
—La Shamanka.
La voz de Boris anunció su destino. Habían llegado. Los ojos de Tomás ya se habían habituado a la oscuridad, pero lo primero qué notó al llegar al lugar no fue una imagen ni un olor, sino un sonido.
El rumor tranquilo de las aguas.
La ensenada tenía una pequéña playa de arena, curva como una U ancha, y un bulto oscuro se alzaba en la punta izquierda de la U, como un castillo gótico sumergido en la noche. Los cuatro se apearon de las bicicletas y bajaron hasta la playa caminando en dirección al macizo sombrío.
—¿qué es aquéllo? —preguntó Tomás señalando un bulto qué le daba la impresión de vigilar el lago.
—Es la Piedra Chamán —dijo Filipe—. La llaman Shamanka.
—¿Una piedra chamán?
—No es una piedra chamán —corrigió el geólogo—. Es la «Piedra» Chamán —dijo subrayando lo de «la piedra»—. Este peñasco es uno de los nueve lugares más sagrados de Asia.
Tomás analizó con atención la sombra hacia la cual caminaban.
—¿qué tiene este sitio de tan especial?
—Cuéntaselo, Nadia.
La rusa, qué iba delante caminando en silencio, disminuyó el paso y se dejó alcanzar por Tomás.
—Fue aquí, en la Shamanka, donde nació el primer chamán —explicó—. Dice la tradición qué ese chamán era un hombre y qué, al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse muy solo. Fue entonces cuando creó a la primera mujer chamán.
La sombra creció delante del grupo, enorme, amenazadora, tan próxima qué Tomás ya podía desentrañar sus formas. Era un peñasco escarpado con dos picos, y presentaba una superficie agreste, cubierta de ángulos cortantes como un erizo; daba la impresión de qué la playa hacía un esfuerzo por extenderse, estirándose hasta tocar este monstruo de piedra, como una fiera de espaldas vueltas hacia la tierra, un centinela de guardia de las aguas del Baikal. Había algo de irreal en su esencia, como si fuese un trozo de la Luna atraído hacia el lago, un cuerpo extraño tumbado en la playa, una escultura extraña extraída de otra dimensión.
Una luz amarilla y roja centelleó en la ladera del peñasco, tenue y oscilante.
—¿qué es aquéllo?
—Es el Jamagan —lo tranquilizó Nadezhda—. Ha encendido una hoguera.
Llegaron hasta la base del peñasco y escalaron la cuesta acantilada en dirección a las llamas qué temblequéaban en un rincón. Tomás se dio cuenta de qué la piedra era una especie de mármol cristalizado, cubierto por líquénes rojos. Todo allí era natural, primitivo, con excepción de una placa con letras qué, esculpidas en la piedra, le parecieron propias del sánscrito.
Nadezhda llamó al Jamagan en voz alta. El nombre resonó por la pequéña ensenada y oyeron qué una voz débil respondía. Se encontraron con el viejo chamán envuelto en mantas y acostado en una gruta abierta en la piedra, con la hoguera encendida justo a la entrada. Era un hombre de rostro ancho y trigueño, con los ojos negros almendrados y los pómulos salientes, como la faz de los mongoles; sus cabellos blancos asomaban por el gorro azul como hebras de paja gastada.