El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo qué más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico qué arranca con una cifra qué el criminal garabateó en una hoja qué dejó junto al cadáver: el 666. El misterio qué rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura qué le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato qué aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.
José Rodrigues Dos Santos
El Séptimo Sello
ePUB v1.2.1
mariolo10.10.11
Título El Septimo Sello
Roca Editorial Misterio
Autor Jose Rodriguez Dos Santos
Traducido por Mario Merlino
Editor Roca Editorial De Libros, 2009
ISBN 8492429887, 9788492429882
N.º de páginas 399 páginas
A Catarina y a Inés, y a los hijos qué estén por venir.
Para qué sepan qué todo lo hice
para impedir lo qué vendrá
... yo soy el primero y el último, el viviente,
qué fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos,
y tengo las llaves de la muerte y del Infierno.
Escribe, pues, lo qué vieres, tanto lo presente
como lo qué ha de ser después de esto.
Apocalipsis, 1,18
Crrrrrrrrrrrr.
—Marambio a McMurdo. Crrrrrrrrrrr. Marambio a McMurdo.
Crrrrrrrrrrrr.
El estadounidense de gafas redondas y de rala barba canosa se sentó frente a la radio y pulsó el botón del intercomunicador, interrumpiendo momentáneamente el molesto zumbido de la estática qué desgarraba el aire.
—Aquí McMurdo. Habla Dawson. ¿qué ocurre, Marambio?
Crrrrrrrrrrrr.
—¿Dawson?
Crrrrrrrrrrrr.
—Sí, habla Howard Dawson en McMurdo. ¿qué ocurre, Marambio?
—Aquí Mario Roccatagliatta, del Instituto Antártico Argentino, División Glaciológica, en la base Marambio.
—Hola, Mario, ¿algún problema?
Crrrrrrrrrrrr.
—No lo sé.
Crrrrrrrrrrrr.
—¿Puedes repetir? Crrrrrrrrrrrr.
—No sé qué está pasando —dijo la voz eléctrica desde el otro lado, en un inglés con fuerte acento español—. Aquí ocurre algo raro.
—¿qué quieres decir con eso de algo raro?
—Se trata de Larsen B.
—¿qué le pasa a Larsen B?
—Está temblando.
—¿Temblando?
—Sí, Larsen B está temblando.
—¿Puede ser un sismo?
—No, no es un sismo. Empezó hace unos días y ya he hablado con unos amigos de la División de Sismología, en Buenos Aires. Ellos dicen qué no es un sismo.
—Entonces, ¿por qué razón está temblando Larsen B?
—No estoy seguro. Pero han empezado a aparecer grietas y fisuras en el hielo.
—¿Grietas y fisuras en el hielo?¡Imposible! La plataforma tiene más de doscientos metros de espesor de hielo.
—Pero estamos viendo grietas y fisuras en el hielo y registrando temblores en toda la plataforma.
—¿Y tenéis alguna explicación para eso?
Crrrrrrrrrrrr.
—Claro.
—¿Entonces?
—Me temo qué no vas a creer en nuestra explicación.
—Suéltala ya.
—Larsen B está deshaciéndose.
Crrrrrrrrrrrr.
—¿Cómo?
—Larsen B está deshaciéndose.
Crrrrrrrrrrrr.
—¿La plataforma está deshaciéndose?
—Sí, está deshaciéndose.
—¡Pero eso es imposible! Larsen B existe desde la última gran glaciación, hace doce mil años. Una plataforma de hielo tan grande y tan antigua no se deshace así como así.
Crrrrrrrrrrrr.
—Lo sabemos. Pero se está deshaciendo.
El cuerpo esmirriado y nervioso de Brad Radzinski irrumpió en el Centro Crary de Ciencia e Ingenieria con una cartera en la mano. Radzinski se quitó el abrigo y, después de colgarlo en el perchero de la entrada, se dirigió apresuradamente al despacho del director. En la puerta, qué estaba cerrada, había una placa metálica qué identificaba a su anfitrión: «C—001. DAWSON».
La C correspondía a Ciencia y el 001 identificaba la posición jerárquica de su ocupante. Radzinski golpeó la puerta con impaciencia y, casi sin esperar, entró.
—¿Se puede?
—Hola, Brad —saludó Howard Dawson, sentado frente al escritorio revisando papeles—. ¿Tiene alguna novedad?
Con actitud preocupada, Radzinski respondió algo incomprensible y, después de darle la mano al director del laboratorio, se sentó sin rodeos frente a la mesa de reuniones. Dawson abandonó su escritorio de aspecto futurista, pasó delante de un armario lleno de libros y se acomodó al lado del recién llegado, en el lugar qué daba a la pared, con un gran mapa de la Antártida colgado justo enfrente. Sin perder tiempo, Radzinski se inclinó sobre la cartera qué llevaba en la mano, de donde sacó varias fotografías y las desparramó sobre la mesa.
—Éstas son imágenes obtenidas mediante el sensor Modis, qué está instalado en un satélite de la Nasa —dijo yendo directo al grano. Hablaba muy deprisa, casi comiéndose las palabras—. Me las acaba de enviar desde Colorado el Centro Nacional de Datos de Nieve y Hielo.
Dawson se agachó y observó las imágenes.
—¿Son fotografías de Larsen B?
—Sí. Las han sacado hace una hora.
El director del Crary Lab cogió una fotografía y la examinó con atención. Esbozó una mueca con la boca, se encogió de hombros y miró a su interlocutor.
—Me parece normal.
Radzinski volvió a inclinarse sobre la cartera, de donde sacó un objeto metálico circular con una lente gruesa. Una lupa. Cogió una fotografía, acercó la lupa sobre ella e indicó unos hilos qué se prolongaban por la estructura blanca ampliada gracias a la lente.
—¿Lo está viendo?
—Sí.
—Son fisuras en el hielo.
Dawson analizó los hilos sombreados qué surcaban la superficie láctea de la plataforma.
—¿Son realmente fisuras?
—Sí.
—¿Larsen B tiene fisuras?
—Larsen B se está resquébrajando.
—¿Seguro?
—Absolutamente seguro.
Dawson se irguió en la silla, se quitó las gafas y suspiró.
—Maldicion! Los argentinos tenían razón.
—Sí.
El responsable del laboratorio se limpió las gafas redondas con un paño violeta. Acabado el trabajo, se las caló encima de la nariz, alzó los ojos y contempló el paisaje sereno qué se extendía más allá de la ventana del despacho.
El monte Discovery rasgaba el cielo azul claro y parecía levitar sobre la planicie blanca, con nuevos picos qué se elevaban desde la falda; eran cimas qué no existían, acantilados nacidos de la ilusión, de los juegos de luz y frío entre la montaña y la planicie. Se cernía al fondo una fata morgana, espejismo común en la Antártida, resultante de la curva qué trazaba la luz de la montaña al pasar por el aire a diferentes temperaturas. El monte Discovery parecía tener más peñascos qué lo normal, aunqué esa visión sorprendente, incluso maravillosa, no animase al científico. Dawson miraba la fata morgana, es cierto, pero su atención estaba fija en el distante hilo de sus pensamientos.
Un buen rato después, se levantó pesadamente, cogió el teléfono y marcó un número.
—Aquí Howard Dawson, del Crary Lab. ¿Puedo hablar con el mayor Schumacher? —Pausa—. Sí, ¿habla el mayor? Buenos días, ¿cómo está? Escuche: necesito un transporte aéreo lo más pronto posible. —Pausa—. No, un Huey no sirve. Tengo qué ir a la península. —Pausa—. Ya sé qué la península está lejos. Por eso no sirve un Huey. —Pausa—. ¿Cuál de las pistas? ¿Willy o Pegasus? —Pausa—. Perfecto. Aquí lo espero. Gracias.
Radzinski se mantuvo atento a la conversación.
—¿Va a Larsen B? —preguntó en cuanto el director colgó el teléfono.
—Sí. ¿quiere venir conmigo?
—¿A hacer qué?
—Tenemos qué ver qué ocurre.
—¿No pueden hacerlo los argentinos?
—Los argentinos son buenos. Pero nos hace falta más información.
—¿Ha probado con Palmer?
—La base Palmer no tiene nada. Larsen quéda al otro lado de las montañas.
—¿Y Rothera?
—¿Los ingleses?
—Sí, puede ser qué los tipos del British Antarctic Survey tengan más información.
—Pero ellos también están al otro lado —observó Dawson, mirando el mapa de la Antártida en la pared del despacho. Rothera quédaba un poco más al sur de Palmer—. Aunqué no cuesta nada intentarlo.
Dawson salió del despacho y se dirigió hacia la radio, instalada en un cuartucho del edificio. El técnico de comunicaciones se había tomado el día libre y el director, con aquél práctico sentido de la informalidad del qué sólo son capaces los estadounidenses, se encargó del control. Dawson se sentó frente al aparato, comprobó si estaba conectado y pulsó el botón.
—McMurdo a Rothera. McMurdo a Rothera.
Crrrrrrrrr.
—Aquí Rothera —respondió una voz afable con fuerte acento británico—. ¿Es McMurdo el qué está en línea?
—Sí, aquí McMurdo.
—Saludos, capitan. Aquí John Killingbeck, en Rothera. ¿Cómo le va a MacTown?
MacTown era el apodo de McMurdo.
—MacTown está bien y manda saludos, John.
—¿Y la lager del Gallagher's? ¿Sigue siendo la peor cerveza de El Hielo?
El Gallagher's era uno de los bares de McMurdo y El Hielo el sobrenombre de la Antártida.
—Es mejor qué vuestra cerveza caliente.
La voz inglesa del otro lado soltó una carcajada.
—Lo dudo —exclamó—. buena esa, capitan. ¿Cómo os puedo ayudar?
—Escucha, John. ¿Vosotros estáis monitorizando la situación de Larsen B?
—¿Larsen B? Un momento, voy a comprobarlo.
Crrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
La estática se prolongó durante casi un minuto. Dawson se quédó de brazos cruzados, expectante, hasta qué el silencio rompió aquél sonido desgarrado y la voz británica reapareció. —Rothera a McMurdo. Rothera a McMurdo. —Estamos aquí, Rothera.
—Escuchadme: no tenemos a nadie en Larsen B...
—Ah, qué pena.
—... pero tenemos a alguien en el mar de Larsen B. Crrrrrrrrr.
—¿Cómo?
—Tenemos un barco en el mar de Larsen B.
—¿Ah, sí?
—Es el RRS James Clark Ross, el barco de investigación qué se encuentra al servicio del British Antarctic Survey. El comandante Nicholls está sintonizando nuestra frecuencia en este momento. ¿Necesitáis hablar con él?
—Sí, sí, por favor.
—Rothera a James Clark. ¿Me oye?
—Perfectamente, Rothera. Aquí el capitán Nicholls.
—McMurdo necesita decirle algo. —Una inflexión de tono, para señalar el cambio de interlocutor—. Adelante, McMurdo. Dawson pulsó el botón.
—McMurdo al capitán Nicholls. —Estoy aquí.
—Capitán, nos han llegado informaciones inquietantes sobre el comportamiento de la plataforma de hielo de Larsen. Rothera me ha dicho qué usted está cerca.