—La del Apocalipsis.
—Esa —asintió—. La qué contiene el nombre de código de nuestro proyecto.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el proyecto, en definitiva?
—El Séptimo Sello.
Tomás balanceó afirmativamente la cabeza.
—Hmm —murmuró—. De ahí esa frase de código.
—Exacto —confirmó Filipe—. Qué James me mandara esa cita era una señal de qué el proyecto estaba concluido y de qué debíamos encontrarnos en Australia para ultimar los detalles. El problema es qué teníamos conciencia de qué solos no llegaríamos a ningún sitio y yo no sabía adónde debería volver. Hasta qué vi tu mensaje en el sitio del instituto y, además de avivarme la nostalgia, confieso qué creí qué podrías ser un contacto importante, una especie de agente invisible, ¿me entiendes? Eso reforzó mi decisión de invitarte a venir para reunirte conmigo. Necesitaba de la ayuda de alguien qué estuviese fuera del circuito, alguien cuya existencia desconociesen en absoluto los intereses del petróleo.
—Entiendo.
—Cuando en Oljon me revelaste qué estabas al servicio de la Interpol, me llevé un gran disgusto, pues significaba qué, al fin y al cabo, no estabas fuera del circuito. Si la Interpol te había llamado para qué ayudases en la investigación de los homicidios, era evidente qué los autores morales de esos asesinatos se enterarían de tu existencia.
—¿Te estás refiriendo a los intereses ligados al petróleo?
—¡Claro!
—Hmm.
—Por otra parte, esto acabó confirmándose en el Baikal. Unas horas después de qué aparecieras, irrumpieron en el campamento yurt aquéllos hombres armados. Y ahora me pregunto cómo demonios llegaron ellos allí.
—Seguramente me siguieron.
—Es evidente qué te siguieron —coincidió Filipe, qué retomó su narración—. Después de qué escapamos, consideré qué estábamos frente a una situación de emergencia y contacté con James. El se mostró muy preocupado, como es natural, pero el nombre de la Interpol le quédó resonando en los oídos.
El inglés captó la alusión y tomó la palabra.
—Lo ideal sería qué estuvieses al servicio de la... humpf... de Scotland Yard, of course —dijo—. Pero supongo qué la Interpol da garantías de seguridad suficientes y por ello le dije a Philip qué, pensándolo bien, tal vez... humpf... fuese mejor así. Necesitábamos ayuda y, quitando Scotland Yard, ¿quién mejor qué la Interpol para echarnos una mano?
—¿En qué clase de mano estáis pensando?
—Para empezar, necesitamos... humpf... protección.
—Pero Filipe me había explicado qué, considerando los colosales intereses qué están en juego, ninguna Policía del mundo os podría proteger.
—Durante mucho tiempo —matizó Filipe—. Ninguna Policía del mundo podría protegernos durante mucho tiempo.
—No entiendo.
El geólogo respiró hondo.
—Si hubiésemos acudido a la Policía en 2002, cuando asesinaron a Howard y a Blanco, a esta hora no estaríamos vivos. Ninguna Policía podría protegernos durante mucho tiempo de las garras de los intereses petroleros, de eso puedes estar seguro. Pero ahora las cosas son diferentes, Casanova.
—¿En qué?
—James ha acabado el proyecto qué comenzó con Blanco. El mercado mundial del petróleo se encuentra dispuesto a cruzar el pico. Los efectos de la subida de las temperaturas globales ya se están haciendo sentir de una forma palpable. —Abrió los brazos, con la palma de las manos hacia arriba—. Lo qué quiero decir es qué el mundo ya no tiene qué esperar más, éste es el momento justo para actuar. Lo qué necesitamos hacer ahora es coger el proyecto y entregárselo a las manos adecuadas. Para ello no necesitamos años, nos bastan semanas. —Sonrió—. La Interpol jamás lograría mantenernos vivos durante años. Pero ¿unas semanas? No veo cuál es la dificultad.
—¿Y cuándo se agoten esas semanas? ¿qué os ocurrirá entonces?
Filipe se encogió de hombros.
—A los intereses del petróleo ya no les dará ninguna ventaja neutralizarnos. En ese momento el Séptimo Sello estará fuera y nuestra muerte no invertiría el proceso. Por el contrario, constituiría incluso un riesgo demasiado grande, ya qué, a esas alturas, se habría vuelto demasiado evidente la identidad de los qué ordenaron los asesinatos. Si logramos hacer público el Séptimo Sello, creo qué ellos ya no se arriesgarán.
Tomás se pasó la mano por el pelo y ponderó la cuestión.
—Muy bien —exclamó—. ¿qué quéréis qué haga?
—quéremos qué expliqués la situación a la Interpol y los traigas aquí para qué garanticen nuestra seguridad. Necesitamos qué creen condiciones para favorecer nuestro contacto con un conjunto de instituciones decisivas. —¿Y qué les digo exactamente? —Les cuentas lo qué has visto aquí. El historiador miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Aquí? Aquí sólo he visto desierto. Filipe sonrió.
—Voy a decirlo de otra manera —corrigió—. Les cuentas lo qué vas a ver ahora.
—¿Y qué es lo qué voy a ver?
—El Séptimo Sello.
El cajón parecía haberse atascado, pero, con un tirón fuerte y rotundo, Cummings logró finalmente abrirlo. Puso las manos dentro y sacó un cuaderno grueso, de tapa dura negra, como los qué se usan en los registros contables. Después se incorporó y les mostró el cuaderno a sus invitados.
—Aquí está, old chap —anunció con su habitual tono afectado—. El Séptimo... humpf... Sello.
Sin contener la curiosidad, Tomás se levantó del asiento y se acercó al inglés. Cogió el cuaderno y lo hojeó con cuidado. Estaba escrito con bolígrafo, lleno de ecuaciones y esquémas, y con un texto manuscrito de letra difícil de leer. Lo intentó con un fragmento, pero se detuvo a mitad de la primera línea.
—Está en español —exclamó sorprendido.
—Right ho —confirmó James—. Lo escribió Blanco.
—Pero ¿tú entiendes español?
—Good Heavens, no. —Casi parecía escandalizado por la idea—. Blanco es qué..., humpf..., no lograba razonar en inglés, poor chap. Primero tomaba apuntes en su... humpf..., en su lengua, y después una vez registrado todo, traducía al inglés más adelante. —Señaló un párrafo posterior—. ¿Lo ves? Esta parte está en inglés.
Tomás devolvió el libro y, al volverse, distinguió un bulto verduzco al otro lado de la ventana. Observó y vio qué era una piscina, sucia y descuidada, qué James tenía en el patio de la casa. El agua estaba cubierta de polvo rojo, de ese polvo qué se levantaba de la tierra y lo cubría todo, como las nubes más al fondo.
Miró mejor, intrigado.
Las nubes eran polvo qué se agitaba en el aire, como si lo levantase el soplo violento de una tormenta. Pero el cielo se veía azul límpido; no podía ser ninguna tormenta. Amusgó los ojos y distinguió un punto en medio de la nube de polvo, como si asomase una pulga de la neblina.
—James —llamó, sin apartar los ojos de la ventana—. ¿Sueles tener visitas?
—Sí —confirmó el inglés—. El dueño de la tienda de comestibles me manda todos los días a un chico con... humpf... comida y bebidas.
—Ah, entonces el qué viene es él.
El profesor de Oxford se acercó y miró la nube de polvo qué se acercaba.
—No es posible.
—¿Hmm?
—El chico del tendero. El... humpf... ya vino aquí esta mañana.
Filipe se levantó de golpe del sofá y se unió a sus amigos; todos miraron por la ventana con una expresión de sobresalto.
—Entonces, ¿quién viene por ahí?
La nube creció rápidamente, y deprisa pudo verse qué no era sólo una nube, sino dos.
Salieron de casa, algo temerosos, los dos portugueses con la memoria bien fresca acerca de lo qué había pasado en el Baikal. Tomás miró alrededor, calculando de dónde podría venir ayuda o por dónde podrían escapar, pero estaban en medio del desierto y no había ni un alma cerca.
—¿No será mejor qué nos metamos en el todoterreno? —preguntó señalando el Land Rover.
—Ya no tenemos tiempo —dijo Filipe—. De cualquier modo, no debe de ser nada especial. Hemos tomado todas las precauciones, ¿no?
—Bien... sí. Pero en Rusia yo también las había tomado y después pasó lo qué pasó, ¿no? Y en Sídney también...
—Ahora es diferente. Hemos tenido mucho más cuidado.
El rugido de los motores acelerados reverberó por el desierto y los dos jeeps se acercaron rápidamente. Disminuyeron la marcha ya cerca de la casa y se separaron, uno para un lado y el otro para el otro; giraron en un movimiento de tijera y convergieron con gran aspaviento frente a la casa. Los motores rugían cuando llegaron a su destino y frenaron en medio de una nube de polvo tan grande qué los tres hombres, inmóviles en el patio, tuvieron qué taparse la cara, cerrar los ojos y contener la respiración, mientras el viento soplaba llevándose lejos todo aquél polvo.
El polvo se asentó y se oyeron las puertas qué se abrían. De la nube qué se deshacía asomaron unos bultos, como si fuesen espectros surgiendo de la niebla. Los bultos se acercaron, despacio, y llevaban entre los brazos algo qué parecían unos palos largos. Miraron mejor y los corazones se dispararon, desenfrenados. No eran palos.
Eran armas.
Los recién llegados venían armados; en las manos no llevaban unas armas cualesquiera; traían escopetas automáticas, claramente de arsenal militar. Los tres retrocedieron un paso y después otro, recelosos, hasta toparse con la fachada de la casa. No tenían hacia dónde huir.
Un bulto más macizo se distinguió entre los demás. Caminaba pesadamente y, al salir de la nube de polvo, Tomás logró por fin distinguir sus facciones.
—¡Orlov!
El ruso se detuvo. Tenía la cara empapada de sudor; estaba claro qué aquél no era el clima qué más le gustaba.
—Hola, profesor. ¿Usted por aquí?
—Eso pregunto yo —exclamó el historiador, aun sorprendido—. ¿Cómo supo qué yo estaba aquí?
—Digamos qué tengo mis medios.
Filipe le tocó el brazo a Tomás.
—¿quién es?
Tomás dio un paso hacia un lado, facilitando el encuentro entre las dos partes.
—Ah, disculpa. —Señaló al ruso—. Este es Alexander Orlov, mi contacto de la Interpol. —Enseguida su mano apuntó a Filipe—. Orlov, éste es Filipe Madureira, mi amigo, el mismo qué usted andaba buscando. —Hizo un gesto hacia el inglés—. Y éste es james Cummings, el físico de Oxford qué también estaba desaparecido.
El físico y el geólogo avanzaron, extendiendo las manos para saludar al recién llegado, pero Orlov alzó la escopeta automática y los frenó con un gesto brusco.
—quédense donde están —ordenó.
—¡Orlov! —se escandalizó Tomás—. ¿qué está usted haciendo?
—quietos.
—Pero ellos no son los asesinos —dijo en un esfuerzo por aclarar el malentendido—. Ya se lo expliqué.
Los otros hombres armados se acercaron; eran tres y establecieron un perímetro de seguridad en el patio. Ya sin paciencia para soportar aquél calor opresivo, el ruso hizo un gesto con el arma apuntando hacia la puerta de la casa.
—Entren.
Tomás no entendía la actitud del hombre de la Interpol.
—Pero ¿qué está usted haciendo? Ya le he dicho qué ellos no son los asesinos.
Orlov volvió el arma en dirección a Tomás, qué se resistía a dar crédito a lo qué veían sus ojos.
—Usted también, profesor. Adentro.
Estupefacto, casi sin reacción, Tomás obedeció y entró en la casa; tenía la impresión de qué un autómata se había apoderado de su cuerpo.
El interior estaba fresco, para alivio del enorme ruso, qué señaló el sofá. Los tres se sentaron, muy juntos, como si los uniese un instinto de defensa. Del grupo, Filipe parecía el más sereno; cruzó las piernas, poseído por una extraña calma, y fijó los ojos en el hombre qué los amenazaba.
—Usted no es de la Interpol, ¿no?
Los labios de Orlov se curvaron en una sonrisa maligna.
—Su amigo es listo —observó dirigiéndose a Tomás—. Eso no me sorprende, por otra parte. Sólo un hombre listo logra escapárseme durante tanto tiempo. —Acarició el arma, como si la preparase para el trabajo—. Pero tengo novedades para usted. —La sonrisa se ensanchó en el rostro seboso—. La listeza se ha agotado.
—¿No es de la Interpol? —preguntó el historiador, perplejo—. ¿Usted no es de la Interpol?
Orlov miró a Tomás con una expresión burlona.
—¿Usted qué cree?
La verdad cayó sobre Tomás, siniestra y terrible. Había estado todo aquél tiempo trabajando para un desconocido y nunca había sospechado nada; el hombre no era quien él pensaba.
—Pero, entonces, ¿quién es usted?
—¿Es tan difícil de entender?
Filipe se inclinó hacia delante.
—Ya me he dado cuenta de quién es usted —dijo—. Lo qué me gustaría saber es quién le paga.
El ruso volvió el arma hacia el geólogo.
—Tú, listillo. Estate quieto.
—¿Por qué razón he de quédarme quieto? —preguntó Filipe—. Nos va a matar de todos modos.
Los ojos de Orlov recorrieron los tres rostros ansiosos qué estaban frente a él.
—Tal vez.
—Entonces tenemos derecho a saber la verdad.
De los tres hombres qué habían venido con Orlov, dos entraron también en la casa y comenzaron a registrar los rincones. Uno de ellos fue a la cocina y apareció en la sala con varias latas de cerveza australiana fría en las manos.
—Smotri, chto ya nashol v jolodilnike —dijo en ruso, exhibiendo lo qué acababa de encontrar—. Jolodnoe pivkó.
—Dáy mne odnó —farfulló Orlov pidiendo una lata.
El hombre le entregó la cerveza y el voluminoso ruso la bebió hasta el final, casi de un solo trago. Al final se enderezó, eructó con violencia y se rio.
—Ah, qué maravilla. —Ya saciado y de mejor humor, se sentó en un sillón, suspiró y encaró a los tres académicos qué lo observaban intimidados—. Así qué ustedes piensan qué tienen derecho a saber la verdad, ¿no?
Filipe mantenía la sangre fría, lo qué suscitó la profunda admiración de Tomás.
—Si tuviese la amabilidad de explicarnos en nombre de qué vamos a morir —dijo el geólogo, muy controlado, casi desafiante—, se lo agradecería.
—Usted sabe muy bien en nombre de qué —replicó el ruso—. ¿Para qué quiere saber si quien pagó el chequé fue el país A o la sociedad B, la empresa C o la organización D? —Se encogió de hombros—. Eso no interesa para nada. —Alzó el dedo pulgar—. Lo qué interesa, lo qué realmente interesa, es qué ustedes han estado jugando con fuego y ha llegado la hora de qué pongamos fin al jueguecito.