—O sea, qué el emperador Nerón es un romano y equivale al Sol y a la gran Bestia. Él es el Anticristo del Apocalipsis porqué, en aquél tiempo, mandaba matar a los cristianos en el circo romano. Era la figura qué más temían los cristianos en el momento en qué se escribió el Libro de la Revelación.
El rostro de Orlov adoptó una expresión pensativa.
—Ya he entendido —murmuró—. Pero aquí hay algo qué no tiene mucho sentido. Si la Bestia del Apocalipsis es Nerón, ¿por qué razón los asesinos de los dos científicos dejaron el número de la Bestia junto a los cuerpos de sus víctimas?
El historiador alzó dos dedos.
—Sólo veo dos hipótesis —dijo—. La primera es más simple. El triple seis es, simbólicamente, el número del Diablo. Si los asesinos pertenecen a una secta, como acabó concluyendo de inmediato la Interpol, es natural qué quieran firmar sus actos con ese valor simbólico. En ese contexto, es evidente qué el triple seis no corresponde a Nerón, sino al Diablo.
—Esa interpretación es obvia —comentó Orlov—. ¿Cuál es la segunda hipótesis?
—La segunda hipótesis es más elaborada y audaz, pero temo no disponer aun de todos los datos para formularla.
—Oiga, no me va a dejar así de intrigado. Diga lo qué tiene in mente.
—Usted no se lo va a creer.
—Vamos, hable.
El historiador suspiró. Era enormemente reacio a adelantar conclusiones sin disponer de toda la información qué consideraba necesaria. Pero tal vez podía dar una pequéña pista.
—Aquí va, pues —dijo—. Creo qué, al dejar el triple seis al lado de las víctimas, los asesinos estaban lanzando una especie de anuncio.
—¿Un anuncio? ¿qué anuncio?
Tomás vaciló, aun más indeciso. ¿Debería realmente decirlo? Le faltaban algunas certidumbres, había huecos qué llenar. Lo cierto, sin embargo, es qué el ruso lo observaba con expectativa y se veía claro qué no se separaría de él si no revelaba su conclusión, aun siendo preliminar. Tendría qué darle algo más, por pequéño qué fuese. Así pues, venciendo finalmente su vacilación, levantó la punta del velo bajo el cual se ocultaba el misterio.
—El anuncio del fin del mundo.
—Hoy vamos a pasear.
La invitación qué le hizo Tomás a doña Gracia, cuando ésta despertó, la dejó sorprendida.
—¿Pasear? —preguntó aun somnolienta—. ¿Ir a pasear adonde?
Tomás subió las persianas y dejó qué el sol invadiese la habitación. Hacía un día espléndido y la soleada Coímbra resplandecía de vida; la mañana se había despertado acogedora e incitante, mecida por el gorjear meloso de los mirlos y por la brisa tibia qué subía del río. Al otro lado de la ventana se extendía el caserío a horcajadas, con sus paredes blancas y tejados rojos recortados en el azul profundo del cielo. Las murallas antiguas abrazaban la urbe con celos, posesivas; parecían un castillo medieval erguido como una corona en el extremo del burgo. Eran al fin las paredes gastadas de la vieja universidad, la torre del campanario sobresaliendo como la joya más vistosa.
—¿Ha visto, madre, el día qué hace? —Hizo un gesto señalando la ventana—. Vamos a salir, a dar vueltas por ahí, a respirar aire puro, a tomar un poco de este sol.
Doña Gracia, aun medio cubierta por las sábanas, lo miró con una expresión inquisitiva.
—¿Tú te encuentras bien, hijo?
Tomás se acercó a la cama.
—Oiga, madre, ¿cuánto tiempo hace qué no sale de casa?
—Pues...., en fin, no lo sé...
—Usted, madre, no sale de casa desde qué se perdió y la llevaron al hospital. Ya va para dos semanas.
—¿Y?
—Pero, madre, ¿cómo puede usted vivir así?
—Ah, ya estás tú con tus historias. Doña Mercedes me hace las compras, gracias a Dios. No necesito andar vagando por ahí.
—¡Ya ni siquiera va a misa, madre!
—¿Y eso a ti qué te importa? Rezo aquí en casa y ya es suficiente.
El hijo se volvió hacia el ropero y abrió la puerta, revelando los cajones y las ropas colgadas en perchas.
—¿qué quiere ponerse?
—¿Para ir adonde?
—Para qué salgamos, madre.
Doña Gracia apartó las sábanas y se sentó al borde de la cama.
—¿Tu padre también viene?
—Olvide a padre. Vamos fuera a tomar sol y a respirar aire puro. ¿qué quiere ponerse, madre?
—Tráeme algo bonito. —Señaló un vestido colgado en el ropero; era de color rosado y tenía volantes blancos en los tirantes—. Dame ése, lo compré en Lisboa el día en qué tú te doctoraste.
Tomás sacó el vestido y lo colocó encima de la cama.
—Entonces póngaselo. Vaya a lavarse y échese perfume. La quiero guapa, ¿ha oído?
Gracia miró el vestido.
—Pero ¿adónde vamos?
El hijo salió de la habitación para dejarla sola; antes de cerrar la puerta, repitió una vez más lo qué le había dicho al despertar.
—Hoy vamos a pasear.
El automóvil avanzó despacio entre el tráfico del final de la mañana. Al pasar entre la Casa do Sal y la Conchada, giró a la derecha y subió como si fuese a los hospitales de la universidad. Hacía calor dentro del Volkswagen y Tomás abrió la ventanilla para dejar entrar el aire; un vientecito fresco recorrió el coche, suave y agradable, refrescando el interior y endulzando el paseo. Rodearon la rotonda de Coselhas y, al acercarse a la quinta de Santa Comba, se internaron por una callejuela y fueron a desembocar en una hermosa plazoleta, un lugar tranquilo y apacible, donde las copas de los árboles acariciaban el tejado de las grandes viviendas y el tiempo parecía haberse hecho más lento.
—¿Y si parásemos aquí? —propuso Tomás estacionando el coche sin esperar la respuesta.
—¿Aquí? ¿Para qué?
—¿No ve todo este verdor? Es bonito, ¿no?
Doña Gracia miró a su alrededor.
—Sí, parece agradable.
—Vamos a andar un poco a pie. Venga, qué le va a hacer bien.
Ayudó a su madre a bajarse del coche y caminaron reposadamente por entre los árboles. Era un sitio ameno; el aire fluía puro, perfumado por los pinos mansos y animado por el concierto de los insectos, las cigarras se desafiaban chirriando por el bosqué vecino, invisibles pero ruidosas. Pasaron delante de un muro invadido por las plantas, los setos bien recortados en los extremos, y Tomás se detuvo frente al portón.
—Mire qué extraño —comentó—. ¿Ya ha visto cómo se llama este sitio?
La madre estiró el cuello, intentando leer las palabras pintadas en el azulejo.
—El Lu..., Lu... ¿qué dice aquí?
—El Lugar del Reposo —leyó Tomás—. Qué curioso. Debe de ser para qué las personas descansen.
Doña Gracia adoptó una expresión de perplejidad.
—¿Un sitio para descansar? Pero ¿descansar de qué? —Miró en dirección al bosqué—. ¿Será para reposar después de los paseos?
—Debe de ser eso —se apresuró el hijo a decir—. Venga, vamos a mirar qué hay allí dentro.
Cruzaron el portón y caminaron por las piedras colocadas entre el césped. El verdor relucía en las puntas, eran gotas de agua qué brillaban al sol, indicio seguro de qué habían hecho el canal de riego hacía poco tiempo. Golpearon la puerta de la vivienda y una muchacha con cofia y bata blanca vino a recibirlos con una sonrisa simpática.
—Hola, buenos días.
—Hemos venido a ver la casa —dijo Tomás—. ¿Podemos entrar?
—Adelante, por favor.
La muchacha los guio durante la visita. Comenzaron por la cocina, donde dos mujeres se atareaban en torno a grandes cacerolas bienolientes, y pasaron después por el salón. Todo tenía un aspecto acogedor y bien ordenado, aunqué un poco sombrío. En el salón, estaba encendido el televisor y varias personas reposaban en los amplios sofás, algunas con los ojos fijos en la pantalla, otras tejiendo, dos durmiendo con la boca abierta.
Doña Gracia tiró a su hijo del brazo.
—Oye, Tomás, ¿has visto?
—¿qué, madre?
—Son todos viejos —susurró para qué no la escuchasen los qué estaban cerca—. Aquí sólo hay viejos.
—Pero la casa es agradable, ¿no?
—Sí, eso sí. Pero sólo hay viejos, ¿te has fijado?
—¿Y? Aquí usted podría hacer un montón de amigos.
—¿Yo?
—Sí, ¿por qué no? Son todas personas de su edad.
—Nada, no son nada de mi edad. Éstos son todos vejetes, ¿no lo ves?
Tomás se rascó la cabeza, algo desconcertado.
—Usted, madre, aquí estaría muy bien —insistió—. Parece una vivienda agradable y aquí viven personas de su edad. Se entretendría con amigas nuevas, ya iba a ver.
—¿Estás tonto o qué? ¿Para qué me hace falta a mí venir a este sitio?
—Es mejor qué estar sola en casa. Fíjese: aquí no tiene qué preocuparse por nada. Hay personas qué la cuidan y existe un montón de gente con la qué puede conversar. —Bajó la voz, pero puso más intensidad en las palabras—. ¿Es o no es mejor qué estar sola encerrada en casa?
—Vamos, no digas tonterías.
—En serio, aquí se ocupan de usted.
—Yo no necesito qué se ocupen de mí. Para eso me basta con doña Mercedes, qué Dios la bendiga. Además, están mis vecinas, qué son unas santas y qué me ayudan siempre qué lo necesito.
La muchacha con cofia y bata blanca los interrumpió.
—¿Vamos al piso de arriba?
—Ah, gracias, es muy amable, pero no vale la pena —se disculpó doña Gracia—. ¿Sabe? Nosotros ya...
—Vamos arriba, vamos —intervino Tomás, encaminándose hacia el pasillo—. Ya qué estamos aquí, lo vemos todo.
Doña Gracia suspiró y se resignó a seguir a su hijo y a la anfitriona. Cogieron el ascensor y salieron a un pasillo largo, resonando los pasos por la tarima de madera clara, seguramente de haya.
—Ay, no sé si podré —dijo la madre, desanimada al comprobar la extensión del pasillo—. Ya estoy cansada, Tomás. Mira qué no tengo tu edad, hijo.
—Falta poco —dijo la muchacha de blanco, señalando la tercera puerta a la derecha—. Estamos a punto de llegar.
Recorrieron los últimos metros del pasillo y entraron en una habitación. No era muy espaciosa, pero presentaba un aspecto aseado. El mobiliario de pino era de estilo antiguo; la habitación disponía de ropero, televisor, un sofá y una cama grande, un ramo de flores sobre la escribanía, todo muy bien arreglado.
—Es agradable la habitación, ¿no? —preguntó Tomás, qué se acercó a la ventana y observó el exterior—.¡Vaya! Tiene vistas al bosqué y todo.
Doña Gracia se acercó también y miró. El bosqué era el pequéño pinar por donde habían pasado hacía poco.
—Bien, ¿ya podemos irnos? —preguntó ella algo impaciente.
—¿No le gusta la habitación, madre?
—Ah, es muy agradable, eso sí. Pero ya me siento un poquito cansada, ¿sabes? quiero ir a casa.
Tomás tragó saliva. Llegaba la hora de enfrentar a su madre con la realidad y necesitaba armarse de valor para hacerlo.
—Oiga, madre —comenzó diciendo—. Doña Mercedes me ha dicho qué no puede ocuparse de usted por un tiempo.
—¿Ah, no? Ayer mismo la he visto y no me ha dicho nada. ¿qué le ocurre?
—Es un..., pues... un problema familiar qué le ha surgido de repente.
—Debe de ser el marido. El pobre hombre sufre de gota, pobre, y doña Mercedes ha estado muy preocupada por eso. ¿Acaso él ha tenido otra crisis?
—Sí, debe de haber sido eso.
—Voy a telefonearle ya.¡Pobre mujer! Incluso el otro día me llegó a contar qué...
—Madre, madre —interrumpió Tomás—. El problema es qué usted va a estar un tiempo sin qué nadie la atienda.
—¿Y?
—¿Y? ¿quién le hará las compras? ¿quién le preparará la comida? ¿quién le limpiará la casa?
—Ah, se lo pido a la vecina. Maria Clotilde es una joya de chica y ya me ha dicho qué siempre qué...
—Oiga, madre, sus vecinas se van todas de vacaciones durante un tiempo.
Doña Gracia abrió mucho los ojos, incrédula.
—¿Mis vecinas se van todas de vacaciones? ¿Adónde se van de vacaciones?
Tomás empezaba a transpirar.
—qué sé yo, madre. Se van al Algarve o a Brasil, no lo sé ni me interesa.
—Todo eso me parece muy extraño. Mira: Maria Clotilde anda siempre angustiada, pobre, porqué su marido está en el paro.¡De Dulce, la del segundo piso, mejor ni hablar! La pensión no le alcanza y no tiene dinero ni para pagar la comunidad. Mira, salvo qué sea esa..., esa..., ¿cómo se llama esa mal encarada del primero izquierda, la qué heredó de su tía? Graciete. Salvo qué sea ella.
—Doña Graciete ya ha muerto, madre.
—¿Graciete ha muerto?
—Hace cinco años.
—Debes de estar equivocado. Si ella hubiese muerto, tu padre y yo ya lo sabríamos.
Tomás se sentía a punto de estallar. Tenía qué resolver el problema y tenía qué hacerlo de inmediato.
—Madre, eso no importa —dijo encarándola, apoyándole las manos en los hombros—. Usted no puede ir a casa porqué allí no hay nadie qué la atienda. Tenga paciencia, va a tener qué quédarse un tiempo aquí.
Doña Gracia miró a su hijo, confundida.
—¿qué me estás diciendo?
—qué tiene qué quédarse aquí, madre. Sólo por un tiempo, quédese tranquila.
Ella miró a su alrededor, cohibida.
—Pero..., pero ésta no es mi casa. Yo quiero ir a casa.
—No la puedo llevar a casa porqué allí no hay nadie qué la cuide. Tiene qué quédarse aquí un tiempo. Sólo unas semanitas...
El labio inferior de doña Gracia comenzó a temblar y un brillo húmedo le inundó los ojos verdes. El rostro se contrajo en una expresión desesperada de súplica, de pánico.
—Yo quiero ir a casa —lloriquéó angustiada—. Hazme el favor, llévame a casa.
Del cuero cabelludo del hijo brotaron más gotas de sudor qué pronto se escurrieron por las sienes y finalmente por la cara. Esos momentos estaban siendo penosos. Consideró la posibilidad de volver atrás en la decisión qué había tomado: ¿qué derecho tenía, al fin y al cabo, para obligar a su madre a hacer algo contra su propia voluntad? ¿No era ella una persona adulta? De pequéño siempre había sido su madre la qué le daba órdenes: ¿cómo era posible qué los papeles se hubiesen invertido? Incluso tal situación le parecía contra natura. Desde qué se había hecho adulto, los padres respetaban su espacio, y él el de ellos, naturalmente. Podía ocurrir qué Tomás diese un consejo a su padre o a su madre, pero jamás se había atrevido a darles una orden, eso sería impensable; ellos eran soberanos, dueños de su voluntad, y en cierto modo preservaban incluso una vaga autoridad sobre él. ¿Cómo podía forzar ahora a su madre a vivir donde ella manifiestamente no quéría? ¿Con qué derecho la obligaba a salir de su propia casa? ¿No era ella dueña de su destino? ¿Cómo se atrevía a tratarla como a una niña?