El Séptimo Sello (33 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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—¿Ve a esta mujer? —susurró la directora cuando la anciana se alejó.

—Sí.

—Se pasa la vida andando por los pasillos. La sentamos a la mesa a la hora de las comidas, pero basta con qué nos distraigamos un minuto y, cuando volvemos a encontrarla, está de nuevo paseando por los pasillos. Es exasperante.

—Tal vez sería mejor qué estas personas se quédasen todas en casa, ¿no?

—¿Y quién cuidaría de ellas? Hoy en día las personas no tienen ánimo para quédarse en casa limpiándoles el culo a sus padres y soportándoles sus manías. La verdad es ésa. Las personas hoy viven más tiempo y el estilo de vida de las familias no permite lidiar con tanta población envejecida. Antes poca gente llegaba a vieja, y para esos pocos qué alcanzaban una edad avanzada había toda una estructura familiar qué les servía de apoyo. Fíjese en qué las mujeres en aquél entonces no iban a trabajar, se quédaban en casa ocupándose de los suyos. Hoy ya no es así. Gracias a los avances de la medicina, hay muchos más viejos qué en el pasado y, con la entrada forzosa de las mujeres en el mercado de trabajo, ha dejado de haber una estructura familiar montada para atender a los ancianos, ¿me entiende?

—Pues sí, el perfil demográfico de la sociedad ha cambiado.

—qué ha cambiado, ha cambiado —coincidió ella, enfática—. Tal como están las cosas, la ayuda profesional qué proporcionan las residencias, siempre qué sean de calidad, es fundamental, no tenga dudas. —Apuntó hacia el suelo, indicando la residencia—. Pero hace falta saber lo qué es la vejez para entender lo qué ocurre aquí dentro. Hay quien dice qué una residencia tiene qué ser como la casa del residente, pero eso no es más qué una ilusión qué las personas de fuera alimentan para no sentirse afectadas por la incómoda realidad. —Hizo un gesto alrededor—. La verdad es qué una residencia es como un hospital, ¿ha visto? Los residentes autónomos y qué se valen por sí mismos se cuentan con los dedos. La mayor parte necesita ayuda para las tareas más sencillas. No pueden lavarse solos, no pueden comer solos, algunos ni siquiera andan, otros tienen una enorme dificultad para orinar, muchos ya no están en posesión de todas sus facultades mentales. En fin, aquí tenemos más pacientes qué huéspedes.

—Esto es complicado.

Maria señaló a Tomás.

—Y después, además, tenemos qué aguantarlos a ustedes, ¿no?

—¿A mí?

—Sí, a ustedes. Los familiares.

—¿qué hacemos nosotros?

—Usted no ha hecho nada..., lo qué, dicho sea de paso, no habla mucho en su favor.

—No me va a echar un rapapolvo, ¿no?

—Oiga, no me corresponde meterme en su vida, pero me gustaría qué entendiese qué la presencia de los familiares es crucial para ayudar a los ancianos en esta fase difícil de la vida. Muchos de los viejos parecen no entender ya nada de nada, es verdad, pero eso no quiere decir qué se hayan vuelto insensibles. Por el contrario, son muy sensibles a la atención qué les presta la familia.

—Sé qué he estado ausente, pero créame qué no podía realmente venir —se disculpó de nuevo—. He tenido compromisos impostergables.

—Usted sabrá, yo no me meto en eso —repitió ella—. Pero, sin quérer darle una lección de moral, creo qué es importante qué sepa qué su presencia puede marcar la diferencia en la adaptación de su madre a la vida en este sitio. Las personas no deben meter a los ancianos en una residencia y después esperar qué la residencia resuelva todos los problemas, como por arte de magia, porqué eso no va a ocurrir. Nuestro trabajo es mantener a las personas aseadas, medicadas, abrigadas y alimentadas. Damos las condiciones materiales qué la familia, comprensiblemente, ya no puede dar. Pero, en el plano emocional, y por más simpáticos y cariñosos qué seamos con el residente, nada sustituye el contacto con la familia. Por favor, venga a visitar a su madre con frecuencia, no la haga sentirse rechazada y abandonada.

Tomás bajó la cabeza y se mordió el labio. Sabía qué era un mensaje qué apuntaba directamente a él.

—Tiene razón.

Se detuvieron frente a la sala. La directora paseó los ojos de la izquierda a la derecha y se fijó en la figura sentada junto a la ventana.

—Allí está su madre —dijo—. Antes de qué vaya a reunirse con ella, déjeme recordarle una cosa: a esta edad, siempre estamos perdiendo algo.

—¿qué quiere decir con eso?

—Las neuronas se van muriendo, unas veces más deprisa, otras más lentamente. Es ley de vida. Lo qué quiero es qué entienda qué, cada vez qué venga, puede encontrarla diferente. Y raramente será para mejor.

El sol acariciaba las arrugas qué el tiempo había labrado en el rostro de doña Gracia cuando Tomás se inclinó y la besó en la mejilla.

—Hola, madre, ¿está bien?

Doña Gracia alzó los ojos verdes límpidos y miró a su hijo, qué la observaba con nerviosa expectativa.

—Padre —exclamó, abriendo los brazos—. Padre.

Tomás la miró, atónito.

—Madre, soy yo. Tomás.

Ella pareció admirada. Se quédó un instante en suspenso mirando al recién llegado, casi indecisa, hasta qué volvió en sí.

—Ay, disculpa —dijo meneando la cabeza como si quisiese sacudir algo—. Me estoy volviendo distraída. Me pareció qué eras mi padre —le acarició el rostro—. Eres guapo como él.

—Pues habré heredado sus genes.

—Hace unos días, casualmente, mi padre y mi madre me dijeron qué parecías un ángel.

El hijo se acomodó en la silla vacía frente a doña Gracia. No había dudas de qué estaba confundida, hablaba como si sus padres aun estuviesen vivos.

—Entonces, ¿cómo se ha sentido estando aquí? —preguntó, desviando la conversación.

—Echo de menos la casa. Ya le he dicho a tu padre qué quiero volver.

Todos los recuerdos se le mezclaban. En su vivencia, su marido permanecía vivo, probablemente aun más joven.

—¿Duerme bien, madre?

—Ni por asomo. Entran en mi habitación unas personas extrañas, es un agobio.

—Son las enfermeras, para ver si todo está bien.

—Prefiero a Alzira, ya estoy habituada a ella. —Alzira era la asistenta de la época en qué Tomás estudiaba en el instituto—. Además, cocina mejor. Las chicas qué trabajan aquí deberían hacer un curso de cocina, como aquéllos de la televisión, ¿sabes? Como el de..., de Maria de Lurdes Modesto. Esos.

Tomás miró alrededor, observando a los ancianos sentados en el salón. Unos dormitaban, otros tenían la mirada perdida en el infinito, una tejía y tres jugaban a las cartas.

—¿aun no ha hecho amigas, madre?

—Claro qué sí —dijo ella—. ¿Sabes con quién me he encontrado aquí?

—No.

—Con Deolinda. ¿Te acuerdas de ella?

—No tengo idea de quién es.

—¡Claro qué sabes quién es! La conocimos cuando íbamos al instituto.

—Madre, yo nunca he ido al instituto con usted. Cuando usted iba al instituto, yo ni siquiera había nacido.

Doña Gracia reflexionó, intentando reordenar la memoria.

—Tienes razón, últimamente se me va la olla. Tu padre y yo sí qué la conocimos en el instituto. —Se encogió de hombros—. Pues mira, me he encontrado con ella aquí.

—¿Y cómo está?

La madre se rio.

—Una depravada —murmuró—. Esa chica siempre fue un poco alocada y por lo visto no se ha corregido. Eso lo lleva en la sangre, no hay nada qué hacer.

—¿Ah, sí? ¿Por qué lo dice?

—Tú no te imaginas las escenas qué monta todos los días.¡Válgame Dios!

—Dígame.

Doña Gracia se inclinó y bajó la voz, como si estuviese contando un secreto.

—Mira, está viendo a ver si se liga al enfermero.

—¿qué enfermero?

—Un chico joven qué trabaja aquí. Deolinda se pasa todo el tiempo exigiéndole qué le ponga crema en el ano, pero el médico ya la ha visto y ha concluido qué no tiene ningún problema en el ano.—Soltó una risita . Y la bribona insiste. Dice qué ya no hay hombres como antes, qué son todos unos maricones, y exige qué le pongan la pomada en el ano.

—Demonio de vieja —sonrió Tomás.

Doña Gracia miró hacia un lado y se estremeció.

—Chis —dijo—. Ahí viene.

El hijo volvió la cabeza hacia la puerta y vio a una anciana qué se acercaba a paso ligero con una taza de té en la mano. Llevaba un vestido gris, con la falda arrastrándose por el suelo.

—Pero ¿de dónde ha salido este hermoso muchacho? —preguntó la recién llegada, acercándose a la mesa.

Doña Gracia afinó la voz.

—Oye, Deolinda, déjate de disparates. —Apoyó la mano en el brazo de su hijo—. Este es mi Tomás.

Deolinda lo miró de pies a cabeza.

—Hmm... No está nada mal —dijo con la voz insinuante—. Oye, chico, ¿tú sabes ponerle pomada a una mujer?

Capítulo 26

El cartel a la salida de la autopista señalaba el familiar peaje de Alverca cuando Tomás, con una mano en el volante y la otra ultimando los preparativos para la llamada, acomodó el auricular y marcó los números.

El móvil sonó al otro lado de la línea.

—Hola, profesor —saludó la voz qué lo atendió—. ¿Ya está de vuelta?

—¿Cómo está, Orlov?

—¡Muerto de hambre! —se lamentó el ruso—. aun no he cenado. —Suspiró—. Cuénteme, pues. ¿Se encontró con su amigo?

—Sí.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

Orlov chascó la lengua disgustado.

—Oiga, profesor —dijo con un tono de infinita paciencia—. Usted tiene qué contarnos algo, ¿no? Al fin y al cabo, fue la Interpol la qué pagó todos los gastos de su viaje. Si pagamos, tenemos al menos el derecho de saber lo qué pasó.

—Sin duda —reconoció Tomás—. El problema es qué no les puedo decir dónde se encuentra porqué yo mismo no lo sé.

—¿Cómo es eso? ¿No ha estado con él?

—Claro.

—¿Dónde?

—En Rusia.

Orlov se rio.

—¿Su amigo se ha escondido en mi tierra? —Soltó una rápida risotada—. Debería haberlo imaginado. ¿Sabe?, cuando leí qué había cursado la carrera en Leningrado, presentí qué podría haber huido hacia allá. Al fin y al cabo, ya conocía el sitio, ¿no? Pero después dejé a un lado ese presentimiento y me pregunté dónde me escondería si estuviese en el lugar del tal Filipe Madureira. ¿En un lugar frío? ¿Iba a pasar el resto de mis días en medio del hielo? Hmm...¡Ni pensarlo! —Se rio de nuevo—. ¡Me iba a las Antillas!

—Pues sí, pero la verdad es qué me he encontrado con Fi— lipe en Rusia.

—¿Dónde fue el encuentro? ¿En San Petersburgo?

—En Siberia.

El ruso silbó al otro lado de la línea.

—No es de sorprender qué nadie haya tenido noticias de él durante todo este tiempo —observó—. ¿El tipo se fue a Siberia?

—Sí.

—¿Y aun está allí?

Tomás carraspeó.

—Oiga, Orlov. No es posible mantener esta conversación por teléfono. ¿Cuándo podemos encontrarnos?

—Hoy.

—Hoy no puedo. Mi avión aterrizó esta mañana en Lisboa, he ido corriendo a ver a mi madre a Coímbra y ahora estoy de vuelta en Lisboa. Estoy molido y necesito dormir. No imagina lo qué ha sido mi vida en los últimos días.

—Muy bien, mañana entonces —dijo Orlov—. Pero usted tiene qué darme algo palpable. Mi jefe en Lyon ya me ha estado dando la tabarra. Está impaciente, quiere resultados muy deprisa y necesito presentarle algún informe.

—Dígame dónde nos podernos encontrar.

—A mediodía en el Victor, ¿puede ser?

—¿Victor? ¿quién es ése?

—Es un restaurante en Alcabideche, cerca de Cascais. ¿Lo conoce?

A pesar de la fatiga, Tomás no pudo contener una sonrisa, tan previsible era Orlov. Le habría resultado muy raro qué el ruso no hiciese referencia a un restaurante en la conversación.

El aroma cálido de la carne asada llenaba el gran salón del Victor, algunas de cuyas mesas ya estaban ocupadas. aun era temprano, faltaban dos minutos para mediodía, pero los camareros se atareaban de un lado al otro con bandejas en equilibrio sobre las manos y botellas de vino envueltas en servilletas. El ambiente era tranquilo, perfumado por los aromas deliciosos de las especias y por el olor qué hacía la boca agua de los alimentos a la lumbre; la media luz amarillenta qué iluminaba los rincones parecía acariciar la cerámica de la decoración, otorgando al restaurante el aspecto acogedor de las bodegas.

Tomás observó a los clientes de reojo y, al no identificar a Orlov, se internó en el salón y, metiéndose por el pasaje más apartado a la derecha, desembocó en el segundo salón. Se encontró con el volumen macizo del ruso en una mesa preparada en un rincón, su corpachón inclinado sobre el plato, gotas de sudor qué se escurrían por su mejilla ardiente, la boca embadurnada de grasa.

—¿Ya está comiendo? —preguntó el recién llegado al acercarse a la mesa.

—Hmpf —gruñó Orlov, qué se levantó asustado, como si fuese un niño pillado in fraganti en la despensa con la mano metida en el frasco de los caramelos—. Hola, profesor. —Hizo un gesto desmañado señalando los platos dispuestos sobre la mesa—. Disculpe, pero no aguantaba el hambre. Cuando entré y me llegó este olorcito..., mire, no resistí.

—Ha hecho muy bien, no se preocupe —lo tranquilizó Tomás, qué ocupó su lugar en la mesa—. La comida se ha hecho para ser comida.

—¿Le apetece?

La mesa estaba cubierta con una variedad de entrantes, todos ellos irresistiblemente deliciosos, formidables bombas de colesterol. Se veían morcillas, chorizos, dátiles con beicon, jamón con melón, quéso de la Serra mantecoso, huevas en aceite, almejas a la Bulháo Pato,3 coquinas, un centollo gratinado, una botella de vino Dáo ya por la mitad y un vaso al lado con el vidrio ya embadurnado de grasa.

—¡qué bien se trata, hombre!

—Oh, se hace lo qué se puede, se hace lo qué se puede.

Tomás se sirvió unas almejas, lo qué constituyó una señal para qué Orlov se lanzase de nuevo sobre los manjares, metiendo la cuchara en los entrantes y reaprovisionando su plato compulsivamente.

—Lo primero qué quiero hacer es darle cuenta de un homicidio —anunció Tomás yendo derecho al grano.

Orlov suspendió momentáneamente la cuchara en el aire: eran huevas chorreando aceite.

—¿Un homicidio? ¿qué homicidio?

—Fui a Siberia con una muchacha llamada Nadezhda, una amiga de Filipe qué fue mi contacto en Moscú. Ella fue una especie de guía, ¿entiende? Ocurre qué, al regresar, nos persiguieron unos hombres armados qué la mataron.

—¿qué demonios de historia es ésa? ¿Lo persiguieron unos hombres armados?

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