1,73
mi
=
m
0
(Ecuación 5)
Cualquier expresión en la que aparezca
i
(es decir, √–1) se dice que es imaginaria; un mal nombre pero imposible de erradicar.
Como podrán comprobar por si mismos si toman algunos ejemplos al azar, resulta que cualquier objeto que se desplace a velocidades superlumínicas tiene una masa correcta imaginaria.
Una masa imaginaria no tiene ningún significado físico en nuestro universo sublumínico, por lo que existe la costumbre, establecida desde antiguo, de descartar inmediatamente las velocidades superlumínicas y afirmar que es imposible que existan partículas que se desplacen a una velocidad mayor que la de la luz porque es imposible que exista una masa imaginaria. Yo mismo lo he dicho en mis tiempos.
¿Pero es cierto que una masa imaginaria no tiene ningún significado? ¿O es
mi
simplemente una manera de expresar matemáticamente un conjunto de reglas distintas de aquellas a las que estamos acostumbrados, pero que
siguen
obedeciendo los dictados de la teoría de la relatividad especial de Einstein?
Del mismo modo, en el caso de juegos como el béisbol, el fútbol americano, el baloncesto, el fútbol, el hockey, etcétera, etcétera, etcétera, el ganador es el participante que obtiene una puntuación más alta. ¿Pero se puede decir basándose en esto que es impensable que exista algún juego en que gane el que obtenga la menor puntuación? ¿Y el golf? Lo esencial de cualquier juego de habilidad es que el participante que realiza la tarea más difícil, gana; por lo general, la tarea más difícil consiste en conseguir la puntuación más alta, pero en el golf se trata de conseguir la más baja.
Del mismo modo, para obedecer la ley de la relatividad especial, un objeto con una masa en reposo imaginaria ha de seguir unas pautas de comportamiento que parecerán paradójicas a aquellos que están acostumbrados al comportamiento de los objetos con masas en reposo reales.
Por ejemplo, es posible demostrar que si un objeto con una masa en reposo imaginaria sufre un aumento de energía, su velocidad
disminuye
; si sufre una disminución de energía, su velocidad
aumenta
. Es decir, un objeto con una masa en reposo imaginaria sufrirá una desaceleración al aplicársele una fuerza y una aceleración cuando encuentre alguna resistencia.
Además, cuando estas partículas reciben energía y reducen su velocidad, no pueden reducirla hasta llegar a alcanzar la velocidad de la luz. A la velocidad de la luz su masa se hace infinita. Pero cuando su energía tiende a cero, su velocidad aumenta ilimitadamente. Un cuerpo con una masa en reposo imaginaria y con energía cero tiene una velocidad infinita. Estas partículas siempre se desplazan a mayor velocidad que la luz, y Feinberg ha propuesto que se las llame «taquiones», de la palabra griega «rápido».
Bien, por tanto el universo tardiónico es sublumínico y las velocidades posibles en él van de 0, cuando la energía es igual a cero, a c cuando la energía es igual a infinito. El universo taquiónico es superlumínico, y las velocidades posibles en él van de c, cuando la energía es infinita, a ∞ cuando la energía es cero. Entre estos dos universos está el universo luxónico. cuya velocidad posible es únicamente c, ni más ni menos en ningún caso y sea cual sea la energía.
Podemos imaginarnos que el Universo está dividido en dos compartimientos separados por un muro infranqueable. De un lado, está el universo tardiónico, del otro el universo taquiónico, y entre ellos, el muro de luxón, infinitamente delgado, pero infinitamente rígido.
En el universo tardiónico la mayoría de los objetos tienen poca energía cinética. Aquellos objetos que se desplazan a grandes velocidades (como una partícula de rayos cósmicos) tienen una masa muy pequeña. Aquellos objetos que tienen grandes masas (como una estrella) se desplazan a velocidades muy bajas.
Es muy probable que ocurra lo mismo en el universo taquiónico. Los objetos con unas velocidades relativamente bajas (sólo ligeramente mayores que la de la luz) y, por tanto, con gran cantidad de energía, tienen que tener una masa muy pequeña y no ser demasiado diferentes de nuestras partículas de rayos cósmicos. Los objetos de gran masa tendrán muy poca energía cinética y por tanto se desplazarán a velocidades vertiginosas. Por ejemplo, una estrella taquiónica puede moverse a una velocidad billones de veces mayor que la de la luz. Pero eso significaría que la masa de la estrella se distribuiría a lo largo de enormes distancias durante pequeños intervalos de tiempo, y, por tanto, sólo una pequeña cantidad de esta masa estaría presente en un lugar determinado y en un momento determinado, por decirlo así.
Los dos universos sólo pueden entrar en contacto y ser perceptibles el uno para el otro en un lugar; el muro de luxón en el que se encuentran. (Ambos tienen en común los fotones, neutrinos y gravitones.)
Si un taquión tiene la suficiente energía y por tanto se mueve con la suficiente lentitud, es posible que la energía sea la bastante como para que se quede por ahí durante el tiempo suficiente como para producir una emisión de fotones perceptible. Los científicos están a la espera de detectar alguna de estas emisiones, pero la probabilidad de tener un instrumento de detección exactamente en el lugar preciso en el que aparecerá una de estas emisiones (que probablemente sean muy poco frecuentes) durante una milmillonésima de segundo, o menos, no es muy grande.
Desde luego, cabe preguntarse si no existirá alguna posibilidad de romper el muro de luxón por algún medio menos directo que atravesarlo con la aceleración suficiente, lo cual es imposible (no hay más que hablar). ¿Es posible transformar de alguna manera los tardiones en taquiones (probablemente por medio de los fotones), de forma que nos podamos encontrar de repente transportados de un lado al otro del muro sin haberlo atravesado en ningún momento? (De la misma forma que es posible combinar tardiones para producir fotones, con lo que un objeto empieza a moverse repentinamente a la velocidad de la luz sin haber sufrido una aceleración.)
La conversión de tardiones en taquiones sería el equivalente de la entrada en el «hiperespacio», un concepto muy estimado por los autores de ciencia-ficción. Una vez en el universo taquiónico, una nave espacial que dispusiera de la energía necesaria para desplazarse a una velocidad mucho menor que la de la luz se desplazaría (con la misma energía) a una velocidad muchas veces mayor que la de la luz. Podría llegar a una galaxia lejana en tres segundos, por ejemplo, y luego volver a transformar automáticamente los taquiones en tardiones y volver a estar en nuestro propio universo. Este sería el equivalente del «salto» interestelar al que siempre me refiero en mis novelas.
Pero tengo una idea relacionada con esto que, que yo sepa, es completamente original. No está basada en ninguna consideración de las leyes físicas; es puramente intuitiva y está basada únicamente en mi convicción de que la característica dominante en el Universo es la simetría, y que su principio dominante es la espantosa doctrina de «¡No puedes ganar!»
Creo que cada uno de los universos se considera a si mismo el universo tardiónico y al otro el universo taquiónico, de manera que a un observador imparcial (encaramado sobre el muro de luxón, por decirlo así) le parecería que el muro de luxón marca la separación entre gemelos idénticos.
Si consiguiéramos transportar una nave espacial al universo taquiónico, nos encontraríamos (según mi intuición) viajando todavía a velocidades sublumínicas según nuestros nuevos patrones, y considerando que el universo que acabamos de abandonar es el superlumínico.
Y si es así, entonces, hagamos lo que hagamos,
hagamos lo que hagamos
, con taquiones o sin ellos, alcanzar o sobrepasar la velocidad de la luz seguirá siendo imposible; no hay más que hablar.
NOTA
El articulo anterior me produce una cierta desazón. En la introducción explicaba que lo escribí sobre todo porque mi buen amigo y compañero Arthur Clarke me había hecho quedar como un conservador chapado a la antigua. Pues bien, no tendría que haber reaccionado así. No tendría que haberme lanzado de estampida a escribir un articulo sobre los taquiones con la única intención de demostrar que yo también estaba «en la onda».
Tendría que haber hecho caso de mi intuición de que los taquiones eran un mito matemático sin ninguna realidad física. Después de todo, en los veinte años transcurridos desde que se admitió por primera vez la posibilidad de su existencia, no ha aparecido ni una sola prueba que haya acercado esta posibilidad a la realidad. Lo que es peor, su existencia alteraría el principio de causalidad, y hay pocos científicos dispuestos a admitir la posibilidad de la existencia de los taquiones, ni siquiera en teoría.
Pero me las arreglé para salvar una cosa. Acababa el artículo con mi suposición de que si hay dos universos, uno tardiónico y otro taquiónico, entonces
cualquiera
que sea el que se habite realmente, éste parecerá ser el tardiónico. Siempre será en el
otro
donde aparentemente será posible desplazarse a mayor velocidad que la de la luz. Recibí una sorprendida carta del inventor de la teoría taquiónica en la que me decía que, efectivamente, mi intuición era acertada y que eso es exactamente lo que ocurriría.
Los racionalistas no lo tienen fácil, porque la opinión popular es que están obligados a «explicarlo» todo.
No es así. Los racionalistas sostienen que la manera correcta de dar con una explicación es razonando; pero no hay ninguna garantía de que un fenómeno determinado pueda ser explicado de esta forma en un momento determinado de la Historia o a partir de un cierto número de observaciones
[14]
.
Y, sin embargo, con cuánta frecuencia, ante la presencia de algún hecho extraño, yo (o cualquier racionalista) ha sido desafiado: «¿Cómo te explicas esto?» Se da por supuesto que, si no doy instantáneamente una explicación que satisfaga a quien ha formulado la pregunta, no hay ningún inconveniente en echar por tierra toda la estructura científica.
Pero a mí también me ocurren cosas. Un día de abril de 1967 mi coche tuvo una avería y hubo que remolcarlo hasta un taller. Era la primera vez en los diecisiete años que llevaba conduciendo que tenia que soportar la humillación de ser remolcado.
¿Cuándo creen que fue la segunda vez?… Dos horas más tarde, el mismo día y por una razón completamente diferente.
¡Diecisiete años sin ser remolcado, y de repente dos veces en un mismo día! ¿Y cómo se explica
eso
, doctor Asimov? (¿Los gremlins? ¿Una deidad vengativa? ¿Una conspiración de extraterrestres?)
En la segunda ocasión, de hecho le propuse estas tres alternativas a mi imperturbable mecánico.
Su
teoría (él también era un racionalista) fue que mi coche era tan viejo que se estaba cayendo a pedazos. Así que me compré un coche nuevo.
¡Considerémoslo de esta manera! Todos los días le ocurren un gran número de cosas, importantes, pequeñas e insignificantes, a cada uno de los habitantes de este planeta. Cada uno de estos acontecimientos tiene una determinada probabilidad de ocurrir, aunque no siempre es posible determinar la probabilidad exacta en cada caso. Sin embargo, podemos imaginar que, por término medio, uno de cada mil acontecimientos sólo tiene una probabilidad de ocurrir de uno sobre mil; uno de cada millón de acontecimientos sólo tiene una probabilidad de ocurrir de uno sobre un millón, y así sucesivamente.
Esto quiere decir que cada uno de nosotros vive continuamente acontecimientos cuya probabilidad de ocurrencia es bastante baja. Es el resultado normal de la casualidad. Si cualquiera de nosotros se pasara una temporada bastante larga sin que le ocurriera nada fuera de lo normal, eso sería
muy poco
corriente.
Y supongamos que no nos limitamos a considerar a una sola persona, sino todas las vidas que han sido vividas alguna vez. Entonces el número de acontecimientos se multiplica por unos sesenta mil millones, y podemos suponer que en algún momento a alguien le ocurrirá algo que es sesenta mil millones de veces más improbable que cualquier otra cosa que le pueda ocurrir a un hombre determinado. Ni siquiera es necesario explicar un acontecimiento así. Forma parte de la marcha normal de los asuntos en un Universo normal.
¿Ejemplos? Todos hemos oído hablar de coincidencias muy extrañas que le han ocurrido al primo segundo de alguien, extraños acontecimientos que exigen una concatenación de circunstancias tan poco común que sin duda
tenemos
que admitir la existencia de la telepatía o de los platillos volantes o de Satán o de
algo
.
Permítanme que yo también les cuente una cosa. No algo que le pasó a mi primo segundo, sino a una notable figura del pasado, cuya vida está muy bien documentada. Le ocurrió algo verdaderamente extraño, sobre lo que nunca he visto que se llamara la atención en ninguna de mis variadas y diversas lecturas históricas. Por tanto, tengo la intención de llamar su atención sobre un hecho más extraordinario y sorprendente que cualquiera de los que yo mismo he presenciado, y aun así,
ni siquiera
esto debilita mi creencia en la superioridad de la concepción racional del Universo. Aquí lo tienen…
El hombre en cuestión era Gnaeus Pompeius, más conocido como Pompeyo.
Pompeyo nació en el 106 a. C. y los primeros cuarenta y dos años de su vida se caracterizaron por su continua buena suerte. Bueno, me atrevo a suponer que de vez en cuando se daría un golpe en el dedo del pie y que sufriría indigestiones en momentos inoportunos y que perdería dinero en las apuestas de las peleas de gladiadores; pero en los aspectos fundamentales de la vida siempre estuvo del lado de los ganadores.
Pompeyo nació en una época en la que Roma estaba desgarrada por la guerra civil y el desorden social. Los aliados italianos que no eran ciudadanos romanos se alzaron en rebelión contra una aristocracia romana que se negaba a ampliar el derecho al voto. Las clases bajas, que sufrían las consecuencias de una economía restrictiva, ahora que Roma había terminado de saquear la mayor parte de los países mediterráneos, estaban en lucha contra los senadores, quienes se habían quedado con la mayor parte del botín.
Cuando Pompeyo era un adolescente su padre estaba haciendo equilibrios sobre la cuerda floja. Era un general que fue nombrado cónsul en el 89 A. C. y que había vencido a los italianos no romanos, por lo que fue agasajado con un triunfo. Pero no era aristócrata de nacimiento, e intentó negociar con los radicales. Esto podría haberle traído serios problemas, ya que se había colocado en una posición en la que ninguno de los dos bandos se fiaba de él, pero murió en el 87 a.C., durante una epidemia que diezmó a su ejército.