Read El Santuario y otras historias de fantasmas Online
Authors: E. F. Benson
Yo estaba demasiado satisfecho por haber conseguido el deseo de mi corazón como para analizar cualquier otra consideración.
—Oh, no puedo perder el tiempo en detalles sin importancia —dije—. Mira qué espléndida habitación. Ahí, el piano; la pared, recubierta de estanterías; el sofá, enfrente de la chimenea; Perseo, en el nicho. Vaya, si es que estaba hecha para mí.
Transcurridos los dos días especificados, la casa ya fue mía, y tras un mes de empapelar y templar, modificar la instalación eléctrica y colocar persianas y barras para las cortinas, empecé a mudarme. Dos días bastaron para trasladar todos mis bienes, y al finalizar el segundo mi casa estaba completamente vacía excepto por mi dormitorio, cuyos contenidos serían trasladados al día siguiente. Mis criados ya estaban instalados en la nueva residencia, y aquella noche, tras una apresurada cena con Hugh, regresé a ella para trabajar un par de horas más, acarreando y ordenando libros en la habitación grande, ya que era mi propósito acomodarla en primer lugar. Para estar en mayo la noche era inusualmente fría, por lo que había ordenado que se encendiese un fuego en la chimenea, al cual de cuando en cuando agregaba leños, en los intervalos que quedaban al quitarle el polvo a mis volúmenes y colocarlos. Finalmente, cuando las dos horas se hubieron alargado hasta tres, decidí dejarlo por el momento y, realmente cansado, me senté en el borde del sofá para descansar a la vez que contemplaba con satisfacción el resultado de mis esfuerzos. En aquel momento fui consciente de que la habitación olía a cerrado, aunque de un modo aromático que me recordaba a los curiosos efluvios que flotan en el interior de los templos egipcios. Pero lo atribuí a mis polvorientos libros y a los leños que estaban ardiendo en el hogar.
La mudanza se completó al día siguiente, y una semana más tarde ya estaba instalado allí tan cómodamente como lo había estado en la otra casa durante años. Mayo pasó de largo, y tanto junio como mi nueva casa no dejaron de darme un gran placer; siempre era un lujo regresar a ella. Entonces llegó aquella tarde en la que algo extraño sucedió.
Aunque el día había sido húmedo, el ambiente se había despejado un poco hacia media tarde y las aceras pronto se secaron, si bien la calzada permaneció ligeramente mojada y resbaladiza. Me hallaba cerca de mi casa, a la cual estaba regresando, cuando vi aparecer en el adoquinado, a un par de metros por delante de mí, la huella de un zapato húmedo, como si alguien invisible acabara de pisar allí. Después otra, y otra más, se imprimieron con vigor, dirigiéndose hacia mi casa. Por un momento permanecí paralizado; después, con el corazón latiéndome con fuerza, las seguí. Aquellas extrañas huellas me precedieron hasta la puerta; había una apenas visible justo en el umbral.
Entré cerrando la puerta a mis espaldas con, debo confesar, suma celeridad. Mientras estaba allí oí un fuerte estruendo procedente de mi habitación, el cual, por decirlo de algún modo, ahuyentó mi miedo, y corrí por el pequeño pasillo irrumpiendo en ella. Allí, en el extremo más alejado de la habitación, estaba mi Perseo de bronce, caído en el suelo. Y supe, por algún sexto sentido que no puedo explicar, que no estaba solo en la habitación, y que aquella presencia no era humana.
El miedo es una cosa bien extraña; a menos que sea tan arrollador que anule la voluntad, siempre produce una reacción: cuanto coraje tengamos se alza para enfrentarse a él, acompañado de la rabia por haber permitido la entrada a tan molesto intruso. Sin lugar a dudas, ése era mi caso en aquel momento, por lo que conseguí oponer una resistencia emocional efectiva. Mi criado llegó corriendo para ver qué había sido aquel ruido, y juntos levantamos a Perseo y examinamos la causa de su caída. Estaba claro: un gran fragmento de yeso se había desprendido del nicho y debería ser reparado y reforzado antes de volver a reinstalar la estatua. Simultáneamente, el miedo y el sentimiento de una presencia inexplicable en la habitación se desvanecieron. Las pisadas en el exterior seguían sin explicación, pero me dije a mí mismo que ponerme a temblar por cada cosa que no entendiera habría representado el fin de mi tranquila existencia para siempre.
Aquella noche cené con Hugh; había pasado fuera la última semana y había regresado aquel mismo día, anunciando su llegada y proponiendo una cena antes de que hubieran acontecido aquellos sucesos ligeramente inquietantes. Noté que mientras estuvo allí charlando durante un par de minutos, había olfateado el aire en una o dos ocasiones, pero no había hecho ningún comentario, ni yo le había preguntado si percibía el extraño y débil aroma que de vez en cuando se manifestaba también ante mí. Sabía que su regreso representaba un gran alivio para una temblorosa y secreta parte de mí mismo, ya que estaba convencido de que se estaba desarrollando alguna perturbación psíquica, bien subjetivamente en mi mente o bien real y desde el exterior. En cualquier caso, su presencia era reconfortante, no porque él pertenezca a esa obstinada raza que no cree en nada más allá de los hechos materiales de la vida y se burla de esas misteriosas fuerzas que rodean y tan extrañamente penetran la existencia, sino porque, creyendo completamente en ellas, tiene el firme convencimiento de que los poderes mortales y malvados que ocasionalmente irrumpen en la aparente seguridad de la existencia, en realidad no deben ser temidos, ya que son mantenidos a raya por fuerzas aún más poderosas, preparadas para ayudar a todos aquellos que conocen su cuidado protector. Respecto a si pensaba contarle lo que me había ocurrido aquel día, aún no estaba completamente seguro.
No fue hasta después de cenar que dichos temas aparecieron en la conversación, pero ya había visto que estaba pensando en algo de lo que todavía no me había hablado.
—¿Qué tal tu nueva casa? —dijo finalmente—. ¿Sigue siendo tan ideal como te la imaginabas?
—Me pregunto por qué se te habrá ocurrido eso —dije.
Me echó un rápido vistazo.
—¿No debería interesarme por tu bienestar? —preguntó.
Sabía que se preparaba algo, si le dejaba que continuase.
—Me parece que no te ha gustado mi casa desde un primer momento —dije—. Creo que piensas que hay algo raro en ella. Te reconoceré que el modo en que la encontramos, completamente vacía, fue un poco extraño…
—Fue
muy
extraño —dijo él—. Pero mientras permanezca igual de vacía, salvo por los objetos que tú hayas llevado, todo irá bien.
Ahora quería presionarle un poco más.
—¿Qué es lo que has olido esta tarde en la habitación grande? —dije—. Te he visto husmeando y olfateando. Yo también he olido algo. Veamos si ha sido lo mismo.
—Un olor extraño —dijo él—. Algo polvoriento y rancio, pero aromático a la vez.
—¿Y qué otras cosas has notado? —pregunté.
Hizo una pausa.
—Creo que te lo diré —dijo—. Esta tarde, desde mi ventana, te he visto venir caminando por la calzada, y al mismo tiempo he visto, o he creído ver, a Nabot cruzando la calle y caminando justo delante de ti. Me he preguntado si tú también le habías visto, ya que te has detenido justo cuando se ha colocado frente a ti, y después has empezado a seguirle.
Sentí cómo mis manos se habían quedado repentinamente heladas, como si la cálida corriente de mi sangre se hubiera congelado.
—No, no le he visto —dije—, pero he visto sus pasos.
—¿Qué quieres decir?
—Justo lo que acabo de decir. He visto unas huellas frente a mí que seguían hasta el umbral de mi casa.
—¿Y después?
—Entré, y me sobresaltó un tremendo estruendo. Mi Perseo de bronce se había caído de su nicho. Y había algo en la habitación.
Oímos un ruido de arañazos en la ventana. Sin decir nada, Hugh se levantó y retiró la cortina. En el alféizar había un enorme gato gris sentado, parpadeando ante la luz. Hugh fue a abrir la ventana, y al verle aproximarse el gato saltó al jardín. La luz se desparramó por la calle y ambos pudimos ver, justo en la acera, la silueta de un hombre. Se volvió y me miró, y después se dirigió hacia mi casa, hacia la puerta de al lado.
—Es él —dijo Hugh.
Abrió la ventana y se inclinó hacia afuera para ver dónde se había metido. No había ni rastro de él por ninguna parte, pero vi que había luz tras las persianas de mi habitación.
—Vamos —dije—. Veamos qué sucede. ¿Por qué están las luces de mi habitación encendidas?
Abrí la puerta de mi casa con la llave y, seguido por Hugh, recorrí el corto pasillo hasta la habitación. Estaba completamente a oscuras, y cuando encendí el interruptor vimos que estaba vacía. Toqué la campanilla, pero no hubo ninguna respuesta, ya que era tarde y sin duda alguna mis criados ya se habrían acostado.
—Pero he visto una potente luz a través de las ventanas hace dos minutos —dije—, y aquí no ha entrado nadie desde entonces.
Hugh permanecía junto a mí en el centro de la habitación. De repente, arrojó un puñetazo al aire, como si pretendiese golpear a alguien. Aquello me alarmó sobremanera.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿A qué le estás pegando?
Movió la cabeza.
—No sé —dijo—. Me pareció haber visto… No estoy seguro. Pero desde luego vamos a ver algo si nos quedamos aquí. Algo se acerca, aunque ignoro de qué se trata.
Me pareció que la luz disminuía de potencia; las sombras empezaron a apelotonarse en los rincones del cuarto, y aunque en el exterior la noche estaba despejada, allí dentro el aire se estaba espesando con una neblina vaporosa que olía a polvo y a rancio, aunque fuese aromática. Débilmente, pero incrementando su fuerza a medida que esperábamos en silencio, oí la percusión de los tambores y los lamentos de las flautas. Aún no tenía la impresión de que hubiera en el lugar otras presencias aparte de las nuestras, pero en la penumbra cada vez más espesa, supe que algo se estaba acercando. Justo frente a mí se hallaba el nicho vacío desde el cual había caído la estatua de bronce, y mirando en su interior, vi que algo estaba ocurriendo. La sombra que había allí dentro empezó a mutar en una forma desde cuyo interior brillaron dos puntos de luz verdosa. Un momento más tarde vi que eran ojos de una antigua e infinita malevolencia.
Oí la voz de Hugh en una especie de susurro ronco.
—¡Mira! —dijo—. ¡Ya viene! ¡Dios mío, ya viene!
Tan repentino como el relámpago que surge del corazón de la noche, llegó. Pero llegó no en un estallido de luz, sino tal como era, como una pincelada de oscuridad cegadora que cubría, no la vista o cualquier otro sentido material, sino el espíritu, de modo que me encogí completamente aterrorizado. Procedía de aquellos ojos que centelleaban en el nicho, y entonces pude ver que pertenecían a una figura que había allí. Su forma era la de un hombre, completamente desnudo excepto por un taparrabos, y la cabeza parecía ora humana ora la de un monstruoso gato. Y mientras le miraba sabía que si continuaba mirando me sumergiría y me ahogaría en el torrente de pura maldad que emanaba de él. Como si me encontrara inmerso en una pesadilla cataléptica, intenté apartar los ojos de él sin conseguirlo; estaban clavados, mirando fijamente al odio encarnado.
De nuevo oí a Hugh susurrar.
—Enfréntate a él —dijo—. No cedas ni un milímetro.
Un enjambre de imágenes infernales zumbaban en mi cerebro, y entonces supe con tanta seguridad como si se hubieran pronunciado las palabras reales, que aquella presencia me dijo que fuese hacia ella.
—Tengo que ir con él —dije—. Me está obligando a ir.
Sentí su mano apretándome el brazo.
—Ni un solo paso —dijo—. Soy más fuerte que él. Pronto lo sabrá. Tan sólo reza, reza…
De repente su brazo se disparó frente a mí, señalando hacia la presencia.
—¡Por el poder de Dios! —gritó—. ¡Por el poder de Dios!
Se hizo un silencio mortal. La luz de aquellos ojos disminuyó, y entonces la oscuridad desapareció de la habitación. Estaba en calma y ordenada, el nicho volvía a estar vacío, y allí en el sofá, junto a mí, se hallaba Hugh; tenía la cara completamente blanca y chorreaba sudor.
—Se acabó —dijo, y cayó dormido al instante.
Desde entonces hemos hablado a menudo de lo que ocurrió aquella noche. Lo que pareció suceder ya lo he relatado, y cada cual puede creerlo o no, tal y como le plazca. Él, al igual que yo, fue consciente de una presencia completamente malévola, y me cuenta que durante todo el tiempo en que aquellos ojos destellaban desde el nicho, estaba intentando concentrarse en lo único en lo que creía, es decir, en el único poder del mundo que es Omnipotente, y en el momento en que obtuvo conciencia de éste, la presencia se colapsó. Qué era exactamente aquella presencia es imposible de decir. Parece como si se tratase de la esencia o el espíritu de uno de esos misteriosos cultos egipcios, cuya fuerza había sobrevivido para ser sentido y visto en nuestra tranquila calle. Que se hubiese corporeizado en la figura de Nabot, parece (entre todas estos hechos increíbles) posible, y en verdad Nabot no ha vuelto a ser visto. Podría preguntarse el aficionado a la mitología si todo aquello estuvo relacionado o no con el culto a los gatos, y quizá sea digno de registrar aquí que a la mañana siguiente encontré mi gato de lapislázuli, que había estado sobre la repisa de la chimenea, roto en pedazos. Había quedado demasiado dañado como para repararlo, y no estoy seguro de que, en cualquier caso, hubiera debido intentar restaurarlo.
Actualmente, por fin, no hay una habitación más tranquila y agradable que la construida en el frontal de mi casa de Bagnell Terrace.
Había sido una tarde desastrosa: la lluvia había caído torrencial e incesantemente desde un cielo encapotado y gris, y la carretera estaba en la peor de las condiciones posibles. Había tramos repletos de gravilla recientemente colocada que aún no habían sido recubiertos con asfalto, y los tramos intermedios aparecían repletos de profundos surcos y socavones, de manera que resultaba imposible viajar ni siquiera a una velocidad moderada. Habíamos pinchado en dos ocasiones, y en aquel momento, mientras se acercaba el tormentoso crepúsculo, el motor empezó a fallar, deteniéndose del todo tras haber avanzado penosamente unos cien metros más. Mi conductor, tras una breve inspección, me informó de que tardaría una media hora en arreglarlo, tras la cual, con suerte, quizá podríamos rodar ociosamente con la esperanza de llegar a Crowthorpe, que era nuestro destino.
Cuando el coche se detuvo habíamos llegado hasta un cruce de caminos. A través de la cortina de lluvia pude ver a mi derecha una iglesia, y frente a ella un matojo de casas. Una consulta al mapa me indicó que aquel era el pueblo de Riddington; la Guía añadió que Riddington poseía un hotel, y la señal que había en el cruce me confirmó ambas cosas. Hacia la derecha, siguiendo la carretera principal en la que acabábamos de desembocar, estaba Crowthorpe, a unos treinta kilómetros de allí, mientras que frente a nosotros, a menos de un kilómetro, nos esperaba un hotel.