Read El Santuario y otras historias de fantasmas Online
Authors: E. F. Benson
Pero, curiosamente, Urcombe seguía sin estar completamente satisfecho, o al menos eso me parecía, y nunca me respondía a las preguntas que al respecto le hice. Después, a medida que los días de un septiembre sereno y apacible fueron seguidos por los de octubre, y éstos empezaron a caer como las hojas de los árboles amarillentos, su preocupación cesó. Pero antes de que llegara noviembre la aparente tranquilidad se convirtió en huracán.
Había estado cenando una noche en el extremo más alejado del pueblo, y a eso de las once emprendí el regreso a mi casa, caminando. La luna tenía una inusual brillantez, apareciendo todo tan nítido como en un grabado. Acababa de pasar frente a la casa en la que había vivido la señora Amworth, junto a la que ahora había un cartel anunciando su alquiler, cuando oí descorrerse el cerrojo de la puerta principal, y entonces, con un repentino escalofrío que llegó a lo más hondo de mi alma, la vi. Su perfil, perfectamente iluminado por la luna, estaba dirigido hacia mí, y no había error posible en la identificación. Pareció no verme (de hecho, la sombra de los tejos que bordeaban su jardín me rodeaba de oscuridad), de modo que cruzó resueltamente la carretera y entró en la casa de enfrente por la puerta principal. Allí la perdí de vista completamente.
Mi respiración iba regresando a base de pequeños jadeos, ya que me había echado a correr (seguí corriendo, de hecho, lanzando hacia atrás miradas temerosas) los cien metros que separaban mi casa de la de Urcombe. Un minuto más tarde ya estaba dentro.
—¿Qué vienes a contarme? —preguntó—. A que lo adivino.
—No creo que puedas —dije yo.
—No, realmente no tengo que adivinarlo. Lo sé. Ha vuelto y la has visto. Cuéntame cómo ha sido.
Le narré mi historia.
—Ésa es la casa del alcalde Pearsall —dijo—. Vayamos de inmediato.
—¿Pero qué podemos hacer? —pregunté.
—No tengo ni idea. Eso es lo que tenemos que averiguar.
Un minuto más tarde nos encontrábamos frente a la casa. Cuando había pasado antes por allí estaba completamente a oscuras; ahora se veían luces encendidas a través de algunas ventanas del piso superior. Mientras estábamos allí se abrió la puerta y el alcalde Pearsall salió por ella. Nos vio y se detuvo.
—Voy a buscar al doctor Ross —dijo presurosamente—. Mi mujer ha enfermado de repente. Hacía una hora que se había ido a la cama cuando he subido a acostarme y la he encontrado pálida como un fantasma y completamente exhausta. Ustedes me perdonarán pero…
—Un momento, alcalde —dijo Urcombe—. ¿Tenía alguna marca en el cuello?
—¿Cómo lo ha sabido? —respondió él—. Uno de esos malditos mosquitos ha debido de morderla. Dos veces, además. Aún salía sangre de las heridas.
—¿Se ha quedado alguien con ella?
—Sí, he despertado a su doncella.
Se marchó y Urcombe se dirigió a mí.
—Ya sé lo que tenemos que hacer —dijo—. Ve a cambiarte de ropa. Nos encontraremos en tu casa.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Te lo diré en el camino. Nos vamos al cementerio.
Cuando se reunió conmigo, Urcombe acarreaba un pico, una pala y un destornillador, y se había enrollado alrededor de los hombros un gran ovillo de cuerda. Mientras caminábamos me explicó a grandes rasgos la atroz tarea que nos esperaba.
—Lo que voy a contarte —dijo—, te parecerá excesivamente fantástico como para ser creíble, pero antes de que amanezca vamos a ver cosas que superan la realidad. Por una afortunadísima coincidencia, has visto al espectro, el cuerpo astral, o llámalo como quieras, de la señora Amworth mientras se dirigía a realizar su siniestra tarea; por lo tanto, y sin lugar a dudas, hemos de deducir que el vampiro que habitaba en su interior mientras estuvo viva ha sido capaz de animarla estando muerta. No es que sea algo excepcional, lo llevo esperando desde hace semanas. Si tengo razón, encontraremos su cuerpo intacto y sin el más mínimo signo de corrupción.
—Pero si lleva muerta casi dos meses —dije yo.
—Aunque llevara muerta dos años, seguiría igual si el vampiro sigue poseyéndola. De modo que recuerda: nada de lo que veas esta noche va a serle hecho a la verdadera señora Amworth, que de haber seguido el curso natural de las cosas ahora estaría alimentando a la hierba que crece sobre su cuerpo, sino a un espíritu de inenarrable maldad.
—¿Pero qué es lo que vamos a hacerle?
—Te lo diré. Sabemos que en estos momentos el vampiro, revestido con su apariencia mortal, ha salido a cenar. Pero debe regresar antes del amanecer, y entonces se introducirá en la forma material que yace en su tumba. Debemos esperar a que así suceda, y entonces, con tu ayuda, desenterraré el cuerpo. Si he acertado, la podrás contemplar tal y como fue en vida, con todo el vigor que su espantosa dieta le habrá proporcionado latiendo en sus venas. Y entonces, cuando llegue el amanecer y el vampiro no pueda abandonar la guarida de su cuerpo, le atravesaré el corazón con esto —y señaló el pico—, y tanto ella, que sólo regresa a la vida gracias a la animación que el demonio le otorga, como su infernal compañero morirán de verdad. Después deberemos enterrarla otra vez, ya completamente liberada.
Habíamos llegado al cementerio, y gracias a la claridad de la luna no hubo dificultad en identificar la tumba. Yacía a unos veinte metros de la pequeña capilla en cuyo porche, oscurecido por las sombras, ambos nos santiguamos. Desde allí teníamos una vista clara y despejada de la tumba, y ahora debíamos esperar a que su infernal habitante regresara. La noche era cálida y apenas corría viento, pero creo que incluso aunque se hubiera desatado un helado vendaval no lo habría notado, tan intensa era mi preocupación por lo que la noche y el amanecer depararían. Había una campana en la torrecilla de la capilla que marcaba los cuartos de hora, y me sorprendió descubrir lo rápido que se sucedían los repiques.
Hacía rato que la luna se había puesto, aunque un crepúsculo de estrellas brillaba en el cielo despejado, cuando desde la torre sonaron las cinco de la mañana. Pasaron un par de minutos más, y entonces sentí la mano de Urcombe golpeándome suavemente. Al mirar en la dirección que señalaba su índice, pude ver la silueta de una mujer, alta y robusta, que se acercaba desde la derecha. Sin hacer ruido, con un movimiento que se asemejaba más al planear o al flotar que al andar, se desplazó a través del cementerio hacia la tumba que suponía el objeto de nuestra vigilancia. La rodeó un par de veces, como para asegurarse de que aquella era su lápida, y por un instante permaneció directamente frente a nosotros. En la penumbra a la que mis ojos ya se habían acostumbrado, pude ver su cara fácilmente, y reconocer sus rasgos.
La señora Amworth se pasó una mano sobre los labios, como si se los limpiase, y rompió a reír de una manera que me erizó todos los pelos de la cabeza. Entonces saltó sobre la tumba, manteniendo las manos elevadas sobre su cabeza, y centímetro a centímetro se hundió en la tierra. La mano de Urcombe había permanecido todo el tiempo agarrándome del brazo, como para indicarme que no me moviera, pero en ese momento la retiró.
—Vamos—dijo.
Armados con el pico, la pala y la cuerda nos aproximamos a la tumba. La tierra era ligera y arenosa, y poco después de que sonaran las seis ya habíamos conseguido llegar hasta el ataúd. Con el pico, Urcombe ablandó la tierra que lo rodeaba; después anudó la cuerda alrededor de los agarraderos mediante los cuales se hacía descender el ataúd, e intentamos sacarlo del agujero. Fue una tarea laboriosa, y la luz que anunciaba el día empezaba a asomar por el este antes de que hubiéramos logrado depositarlo junto a la tumba. Con la ayuda del destornillador, Urcombe retiró la tapa del ataúd y pudimos ver el rostro de la señora Amworth. Los ojos, que habían sido cerrados tras su muerte, se encontraban abiertos, las mejillas presentaban un saludable rubor, y los labios rojos e hinchados parecían sonreír.
—Un golpe y todo habrá acabado —dijo—. No hace falta que mires.
Al mismo tiempo que hablaba volvió a tomar el pico y, colocando la punta sobre el pecho izquierdo, midió la distancia. Y aunque sabía lo que iba a pasar a continuación no pude retirar la mirada…
Agarró el pico con ambas manos, lo elevó para tomar impulso y después, con todas sus fuerzas, lo hundió en el pecho de ella. Pese al tiempo que llevaba muerta, un manantial de sangre se elevó a una altura bastante considerable antes de caer con un fuerte chapoteo sobre la mortaja. Simultáneamente, surgió de aquellos labios enrojecidos un horroroso chillido que se elevó como una estruendosa sirena antes de volver a morir. En aquel momento, tan instantáneos como un relámpago, aparecieron en su cara los rasgos de la putrefacción: el rostro adquirió un color ceniciento, las infladas mejillas se deshincharon, la mandíbula se descolgó.
—Gracias a Dios que ya ha acabado todo —dijo Urcombe, y sin un momento de pausa volvió a poner la tapa del ataúd.
El día estaba cada vez más cercano, por lo que trabajamos como posesos para bajar el ataúd y lo volvimos a recubrir de tierra.
Los pájaros se afanaban con sus primeros gorjeos del día mientras regresábamos hacia Maxley.
La casa de los Garth se esconde en una pequeña depresión de las colinas que, al norte, al este y al oeste, cierran el aislado valle como si de la palma de una mano curvada se tratase. Hacia el sur, dicho valle se ensancha a la vez que las colinas se funden para dejar paso a una amplia franja de llano arrebatado al mar, entrecruzado por diques de drenaje y utilizado como tierra de pastoreo por unas cuantas granjas diseminadas por los alrededores. Los espesos hayedos y robledales que trepan por las colinas hasta sus mismas cimas contribuyen a cobijar aún más la casa, la cual dormita en un clima suave y soleado mientras las desapacibles cumbres que se erigen sobre ella son barridas por los vientos del este que soplan en primavera, o por las ráfagas norteñas que trae el invierno; y sentado en el jardín, disfrutando del suave sol de un despejado día de diciembre, uno puede oír cómo ruge el vendaval sobre las copas de los árboles de las laderas más elevadas, y ver las nubes cruzando a toda velocidad sobre la cabeza sin llegar a sentir el aliento del viento que las impele hacia el mar. Los claros de aquellos bosques aparecen repletos de anémonas y de macizos de primaveras, ya florecidas antes de que el más mínimo brote haya aparecido en las tierras altas, y sus jardines aún brillan con las rojas flores del otoño mucho después de que todas las que rodean el pequeño pueblo que se acurruca en la cima de una de las colinas se hayan ennegrecido por las heladas. Sólo cuando el viento sopla desde el sur se rompe su calma, dejando paso al sonido de las olas y al sabor de la sal marina.
La casa en sí data de principios del siglo XVII, y ha escapado milagrosamente a las destructivas manos de los restauradores. Sus tres pisos fueron construidos con los grandes bloques de piedra gris típicos de la región; para cubrir el tejado se emplearon losas del mismo material, entre las cuales han encontrado anclaje numerosas semillas arrastradas por el viento; y las vidrieras que tapan las anchas ventanas no son de una sola pieza, sino de varias. Ni un solo crujido surge de sus suelos de roble; las escaleras son tan anchas como sólidas; su artesonado es tan firme como los muros a los que está unido.
Un débil olor a humo de leña, nacido de los siglos de hogueras realizadas en sus chimeneas, lo invade todo; eso, y un extraordinario silencio. Un hombre que permaneciera despierto toda la noche en una de las habitaciones no oiría ni un susurro procedente de madera quejumbrosa, ni un vidrio tembloroso; ningún sonido del exterior llegaría hasta sus atentos oídos excepto el ulular del búho leonado o, de encontrarnos en junio, la música del ruiseñor. En la parte trasera una franja de jardín había conseguido ser nivelada pese a la oposición de la colina; en la delantera, la inclinación también había sido modificada hasta formar un par de bancales. Bajo ellos, una fuente alumbra un pequeño arroyo que, bordeado de tierras pantanosas sembradas de juncos, se une a otra pequeña corriente, la cual, mucho más sofocada por la vegetación, vaga erráticamente por el jardín de la cocina, para corromperse juntas atravesando las cada vez más extensas marismas hasta llegar al Canal de la Mancha. Siguiendo el margen más alejado de este riachuelo se extiende un sendero que conduce desde el pueblo de Garth, allá arriba en la colina, hasta la carretera principal que atraviesa el llano. Un poco más abajo de la casa hay un pequeño puente de piedra con su propia puerta que atraviesa el riachuelo y permite el acceso a dicho sendero.
Vi por primera vez esta casa, de la que durante tantos años he sido un constante invitado, cuando todavía ni me había graduado en Cambridge. Hugh Verral, el hijo único de su viudo propietario, era amigo mío, y cierto agosto me propuso que pasáramos juntos un mes allí. Su padre, me explicó, iba a pasar las siguientes seis semanas en un balneario en el extranjero. El mío, según tenía entendido, no podía abandonar Londres por motivos de trabajo, y aquella parecía una manera bastante más agradable de pasar el mes que siendo el único y melancólico habitante de la casa o cociéndose en la ciudad. De modo que si la oferta me parecía agradable, no tenía más que conseguir el permiso de mis padres; él, por su parte, ya había conseguido el del suyo. De hecho, Hugh había sido el motivo de que el señor Verral escribiera la siguiente carta, en la cual reflejaba con gran lucidez sus opiniones sobre el modo que tenía su hijo de pasar el tiempo.
No te quiero todo agosto rondando por Marienbad
(decía),
ya que no harías más que diabluras y te gastarías todo lo que te queda de paga para el resto del año. Además, tienes trabajo pendiente; tu tutor me ha informado de que no has dado un palo al agua durante la última evaluación, de modo que más te valdría empezara recuperar el tiempo perdido. Vete a Garth, llévate contigo a algún otro granuja tan perezoso y simpático como tú, y podrás dedicarte a tus estudios. ¡Después de todo allí sí que no encontrarás otra cosa que hacer! Además, nadie quiere hacer absolutamente nada en Garth.
—Está bien, el granuja perezoso también irá —dije yo. Ya sabía que mi padre tampoco me quería en Londres.
—Te advierto que el granuja perezoso también ha de ser simpático ¿eh? —dijo Hugh—. Bueno, el caso es que vendrás… ¡magnífico! Ya verás qué es lo que quiere decir mi padre con eso de que nadie quiere hacer nada. Así es Garth.