El Santuario y otras historias de fantasmas (10 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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En aquel preciso momento oí cómo sonaba mi aldaba con el alegre y perentorio tono en el cual acostumbraba a anunciar su llegada la señora Amworth, de manera que fui a abrirle la puerta?.

—Entre de inmediato —dije— y evite que mi sangre se me hiele en las venas. El señor Urcombe estaba tratando de asustarme.

De inmediato, su presencia vital y voluminosa pareció inundar la habitación.

—¡Ah, magnífico! —dijo ella—. Me encanta que la sangre se me hiele en las venas. Continúe con su cuento de fantasmas, señor Urcombe. Adoro los cuentos de fantasmas.

Vi que, tal y como era su costumbre, él la estaba observando atentamente.

—No se trata exactamente de un cuento de fantasmas —dijo—. Sólo le estaba explicando a nuestro anfitrión que el vampirismo aún no ha desaparecido del todo. Le comentaba que hace apenas un par de años hubo un brote en la India.

Hubo una más que perceptible pausa, y vi que, si Urcombe la estaba observando, ella por su parte también mantenía la mirada fija en él, a la vez que fruncía el ceño. Después su risa alegre invadió aquel silencio tan tenso.

—¡Oh, qué lástima! —dijo—. Así no me va usted a asustar en lo más mínimo. ¿Dónde ha oído semejante historia, señor Urcombe? He vivido en la India durante años y jamás oí un rumor semejante. Algún cuentista de los bazares debió de inventarlo, son famosos por ello.

Pude ver que Urcombe estaba a punto de añadir algo, pero se contuvo.

—¡Ah! Probablemente así fuera —dijo.

Pero algo había alterado aquella noche nuestra habitualmente tranquila sociabilidad, algo que además había empañado el habitual buen humor de la señora Amworth. Apenas disfrutó del piquet y, tras un par de partidas, se marchó. Urcombe también había permanecido en silencio, de hecho apenas volvió a hablar hasta que ella se hubo marchado.

—Ése ha sido un comentario desgraciado —dijo—, ya que el brote de… de una misteriosa enfermedad, llamémoslo así, sucedió en Peshawar, la ciudad en la que se encontraban ella y su marido. Y…

—¿Y bien? —pregunté.

—Él fue una de las víctimas —dijo—. Evidentemente, no había pensado en eso mientras estaba hablando.

El verano fue inusualmente caluroso y seco, y Maxley sufrió mucho la sequía y también una plaga de grandes y negros mosquitos nocturnos, cuya picadura resultaba especialmente virulenta e irritante. Se acercaban flotando, posándose sobre la piel con tanto cuidado que no se notaba nada hasta que el agudo pinchazo anunciaba que uno acababa de ser picado. No picaban ni en las manos ni en la cara, sino que elegían siempre el cuello y la garganta como lugar de alimentación, y la mayoría de nosotros, al extenderse el veneno, padecimos un brote temporal de bocio. Entonces, más o menos a mediados de agosto, apareció el primero de aquellos misteriosos casos que nuestro doctor local atribuyó a la larga ola de calor unida a la picadura de estos venenosos insectos. El paciente fue un chico de dieciséis o diecisiete años, el hijo del jardinero de la señora Amworth, y los síntomas eran una palidez anémica y una postración lánguida, acompañada de gran somnolencia y un apetito anormal. También tenía dos pequeños pinchazos en el cuello, donde, según las conjeturas del doctor Ross, debía de haberle mordido el mosquito. Pero lo más extraño era que no tenía hinchazón ni inflamación de ninguna clase alrededor de las picaduras. Para entonces, el calor ya había comenzado a disminuir, pero el aire fresco no repercutió en ninguna mejoría, y el muchacho, a pesar de la cantidad de buena comida que engulló con voracidad, quedó reducido a poco más que huesos y pellejo. Fue más o menos entonces cuando me encontré una tarde con el doctor Ross por la calle, y en respuesta a mi interés por su paciente me dijo que temía que el muchacho se estuviera muriendo. El caso, confesó, le tenía completamente desorientado: todo lo que podía sugerir era una desconocida y perniciosa variedad de anemia. Se preguntaba si el señor Urcombe querría visitar al muchacho, en caso de que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso, y dado que Urcombe iba a cenar aquella noche conmigo invité al doctor Ross a que se nos uniese. No podía, dijo, pero aseguró que se acercaría algo más tarde. Cuando llegó, Urcombe consintió de inmediato en poner su habilidad a su servicio, y al punto partieron juntos. Viéndome de este modo privado de compañía, telefoneé a la señora Amworth para saber si podría imponerle mi presencia durante una hora. Su respuesta fue afirmativa y de buen grado, y entre el piquet y la música la hora se alargó hasta convertirse en dos. Me habló del chico que yacía tan desesperada y misteriosamente enfermo, y me contó que le había visitado a menudo, llevándole alimentos delicados y nutritivos. Pero aquel día (y sus ojos se humedecieron mientras hablaba) se temía que había ido a visitarle por última vez. Como conocía la antipatía que había entre ella y Urcombe, no le conté que había sido requerido y consultado; y cuando regresé a casa ella me acompañó hasta la puerta, por el placer de disfrutar del aire nocturno y para tomar prestada una revista que contenía un artículo sobre jardinería que deseaba leer.

—Ah, este delicioso aire nocturno —dijo olfateando lujuriosamente el frescor—. El aire de la noche y los jardines son los mejores tónicos que existen. No hay nada más estimulante que el contacto con la generosa madre tierra. Nunca se siente uno tan fresco como cuando ha estado escarbando en el suelo… las manos negras, las uñas negras, las botas recubiertas de lodo… —dejó escapar su jovial y enorme risa.

—Soy una golosa del aire y la tierra —continuó—. Realmente espero con ansia la muerte, ya que entonces podré ser enterrada y estaré rodeada por todas partes de la amable y generosa tierra. Nada de ataúdes de plomo para mí, ya he dado instrucciones explícitas al respecto. Claro que, ¿qué haré sin aire? Bueno, supongo que no se puede tener todo. ¿La revista? Mil gracias, se la devolveré lealmente. Buenas noches: mantenga sus ventanas abiertas y no padecerá de anemia.

—Siempre duermo con las ventanas abiertas —dije yo.

Me fui directamente a mi dormitorio, una de cuyas ventanas da directamente a la calle, y mientras me desnudaba creí oír voces hablando no muy lejos de allí. Pero sin prestar particular atención, apagué las luces y me hundí directamente en las profundidades de un horrible sueño, sugerido y distorsionado, sin duda, por mis últimas palabras con la señora Amworth. Soñé que me despertaba y que las dos ventanas de mi dormitorio estaban cerradas. Medio ahogándome, soñé que saltaba de la cama y cruzaba la habitación para abrirlas. La persiana de la primera estaba bajada, y al levantarla vi, con el indescriptible horror de una incipiente pesadilla, el rostro de la señora Amworth flotando en la oscuridad junto al alféizar, asintiendo y sonriéndome. Volví a bajar la persiana para mantener aquel horror en el exterior y corrí hacía la otra ventana, situada en el extremo opuesto de la habitación, para encontrarme de nuevo con el rostro de la señora Amworth. Entonces el pánico me desbordó; allí estaba yo, asfixiándome por la falta de aire en la habitación y, abriera la ventana que abriera, el rostro de la señora Amworth penetraría en el interior, como aquellos silenciosos mosquitos negros que te mordían antes de que pudieras darte cuenta. La pesadilla progresó hasta el punto de hacerme despertar entre gritos, para encontrar mi habitación perfectamente tranquila, con las ventanas completamente abiertas, ambas persianas levantadas y una luna en cuarto creciente cuya luz tranquila y oblonga se reflejaba en el suelo. Pero incluso tras haberme despertado, el horror persistió, y no dejé de moverme y de revolverme en el lecho. Debía de haber dormido bastante antes de que la pesadilla me asaltara, ya que casi era de día y pronto se empezaron a elevar por el este los soñolientos párpados de la mañana.

Acababa de bajar las escaleras al día siguiente (ya que, tras el amanecer volví a dormirme profundamente) cuando Urcombe me telefoneó para saber si podía verme de inmediato. Entró, sombrío y preocupado, y pude darme cuenta de que estaba chupeteando una pipa que ni siquiera había cargado.

—Necesito tu ayuda —dijo—, de modo que antes deberé contarte qué es lo que sucedió anoche. Acudí con el doctorzuelo a ver a su paciente, y le encontré apenas vivo. Inmediatamente diagnostiqué, para mí mismo, lo que significa esta anemia, completamente inexplicable de cualquier otra manera. El muchacho ha sido presa de un vampiro.

Dejó su pipa sobre la mesa de desayunar, junto a la que me acababa de sentar, y se cruzó de brazos, mirándome fijamente desde debajo de sus prominentes cejas.

—En cuanto a lo de anoche —continuó—, insistí en que debía ser trasladado del
cottage
de su padre a mi propia casa. Y mientras le llevábamos en una camilla ¿con quién nos encontramos sino con la señora Amworth, que expresó su sorpresa porque le estuviéramos trasladando? ¿Y por qué crees tú que dijo eso?

Con un amago de horror, mientras recordaba mi sueño de la noche anterior, acudió a mi mente una idea tan absurda e impensable que instantáneamente la rechacé.

—No tengo ni la más remota idea —dije.

—Entonces escucha, mientras te cuento lo que sucedió más tarde. Encendí todas las luces de la habitación en la que se encontraba el muchacho y me quedé allí vigilándole. Una ventana estaba ligeramente abierta, ya que había olvidado cerrarla, y alrededor de la medianoche oí algo que desde el exterior intentaba aparentemente abrirla del todo. Me imaginé quién sería (y sí, estábamos a más de seis metros sobre el suelo) y ojeé a través del borde de la persiana. Me encontré con el rostro de la señora Amworth, y con su mano apoyada en el marco de la ventana. Me acerqué silenciosamente a ella y después la golpeé violentamente; creó que le pillé un dedo.

—¡Pero eso es imposible! —grité—. ¿Cómo iba a ir flotando por el aire de esa manera? ¿Y para qué habría ido? No me vengas con semejantes…

Una vez más, con más fuerza, el recuerdo de mi pesadilla me inmovilizó.

—Te estoy diciendo lo que vi —dijo él—. Y te aseguro que durante toda la noche, hasta que casi se hizo de día, siguió revoloteando por el exterior como si fuera un terrible murciélago que intentara entrar. Ahora, analiza todo lo que te he contado.

Empezó a contar con los dedos.

—Uno —dijo—: hubo un brote de una enfermedad similar a la que este muchacho está padeciendo en Peshawar, y su marido falleció a consecuencia de ella. Dos: la señora Amworth protestó ante mi decisión de trasladar al chico a mi casa. Tres: ella, o el demonio que habita en su cuerpo, una criatura sin duda poderosa y mortal, intentó entrar en la misma. Y a todo eso añádele lo siguiente: en el medievo hubo una epidemia de vampirismo aquí, en Maxley. El vampiro, o así lo recogieron las crónicas, resultó ser una tal Elizabeth Chaston… Veo que recuerdas el nombre de soltera de la señora Amworth. Y por último, el chico está bastante mejor esta mañana. Con toda seguridad no estaría vivo ahora si hubiera sido visitado una vez más. ¿Qué piensas ahora de todo esto?

Hubo un largo silencio durante el cual descubrí que aquel horror asumía visos de verosimilitud.

—Tengo algo que añadir —dije— que podría o no podría tener algo que ver con esto. ¿Dices que… el espectro se retiró poco antes del amanecer?

—Sí.

Le conté mi sueño, y sonrió sombríamente.

—Sí, hiciste bien en despertarte —dijo—. El aviso partió de tu subconsciente, que nunca está completamente dormido, y te gritó que te hallabas en peligro mortal. Ya son dos razones, por tanto, por las que debes ayudarme: una, para salvar a los demás; la otra, para salvarte a ti mismo.

—¿Qué quieres que haga? —pregunté.

—Lo primero, que me ayudes a vigilar al muchacho, y que te asegures de que ella no se le acerca. Por otra parte, quiero que me ayudes a perseguir a esa cosa, a descubrirla y a destruirla. No es humana: es un demonio encarnado. Qué pasos tendremos que seguir para conseguirlo, aún no lo sé.

Eran ya las once de la mañana, y de inmediato nos encaminamos hacia su casa para que yo pudiera iniciar una vigilia de doce horas mientras él dormía para poder relevarme aquella noche, de modo que durante las siguientes veinticuatro horas uno de los dos, o Urcombe o yo mismo, estuvo en la habitación con el chico, el cual se fortalecía a ojos vista hora tras hora. El día siguiente fue sábado, y la mañana se presentaba hermosa y cristalina. Cuando fui a su casa para reasumir mis tareas, ya había comenzado el trasiego de motores en dirección a Brighton. Al mismo tiempo vi a Urcombe que salía de casa con un semblante alegre que presagiaba buenas noticias sobre su paciente, y a la señora Amworth, que con un gesto de saludo dirigido hacia mí, caminaba por la ancha franja de césped que bordeaba la carretera con una cesta en la mano. Allí nos encontramos los tres. Pude darme cuenta (y vi que también Urcombe lo hizo) de que uno de los dedos de la mano izquierda de la señora Amworth estaba vendado.

—Buenos días a ambos —dijo ella—. He oído que su paciente está mejorando, señor Urcombe. He venido para traerle un plato de jalea y para sentarme una hora junto a él. Los dos somos grandes amigos. Estoy encantada con su recuperación.

Urcombe se mantuvo en silencio, como si estuviera reflexionando, y después la señaló con un dedo acusador.

—¡Se lo prohíbo! —dijo—. Ni se le acercará ni volverá a verlo. Y conoce usted la razón tan bien como yo.

Nunca había visto originarse en un rostro un cambio tan horrible como aquel que empalideció la cara de la señora Amworth hasta otorgarle el color de una niebla grisácea. Alzó la mano como para protegerse del dedo que la señalaba dibujando sobre el aire el símbolo de la cruz, y retrocedió trastabillando hacia la carretera. Se oyó un estruendoso bocinazo, el chirriar de unos frenos, un grito de aviso (demasiado tarde) procedente de un coche que pasaba, y un largo alarido interrumpido de cuajo. Su cuerpo rebotó contra el asfalto tras haber sido aplastado por la primera rueda antes de caer bajo la segunda. Se quedó allí, estremeciéndose y agitándose, hasta que quedó completamente inmóvil.

Fue enterrada tres días más tarde en el cementerio a las afueras de Maxley, de acuerdo a los deseos que ella misma había dejado escritos y que yo ya conocía, y el impacto que su súbita y horrorosa muerte había causado en nuestra pequeña comunidad empezó a disminuir gradualmente. Sólo para dos personas, Urcombe y yo mismo, quedó aquel disgusto mitigado por el conocimiento del alivio que su muerte había traído consigo; pero, naturalmente, guardamos nuestro consuelo para nosotros mismos y no dejamos entrever ni la más mínima pizca del horror mucho más intenso que de aquella manera se había abortado.

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