El Santuario y otras historias de fantasmas

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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E. F. Benson (1867-1940) fue, junto con M. R. James, uno de los maestros victorianos de la «ghost story», un territorio del terror cuya exploración inició el gran escritor irlandés Joseph Sheridan Le Fanu. Benson y James pertenecían a la misma sociedad literaria de Cambridge, la Chitchat Society, y mantuvieron una buena relación durante cincuenta años. Al igual que James, Benson trata de alejarse de los escenarios clásicos de ruinas, pasadizos y tinieblas, para introducir el horror en las zonas más familiares de la vida cotidiana, donde acechan las fuerzas de lo desconocido. No obstante, los cuentos de Benson —menos eruditos, menos elusivos, tal vez más inquietantes que los del Dr. James— insisten en la exploración de las zonas más oscuras de la psique humana, los fenómenos extraños y el mundo de los sueños, y consiguen transmitir a través de una escritura controlada y llena de recursos su emoción preferida —también la nuestra—: el terror. Los relatos reunidos en este volumen invitan a un inquietante recorrido por una extensa galería de espectros. El verdadero aficionado a los exquisitos placeres del miedo, aquel que vendería su alma al diablo por un buen cuento de terror no debe perdérselo: E. F. Benson le sorprenderá.

E. F. Benson

El Santuario y otras historias de fantasmas

ePUB v1.0

chungalitos
30.03.12

Traducción: Óscar Palmer

Valdemar, 1999

ISBN: 84-7702-270-4

Digitalización y corrección por Antiguo.

LA CONFESIÓN DE CHARLES LINKWORTH

El doctor Teesdale había tenido oportunidad de atender al condenado en una o dos ocasiones a lo largo de la semana previa a su ejecución, y le encontró, como suele darse el caso, una vez que se han evaporado las últimas esperanzas de seguir viviendo, perfectamente resignado ante su destino y sin demostrar ningún temor hacia la mañana que a cada hora que pasaba se encontraba más y más cerca. La amargura ante la muerte parecía no afectarle: su relación con ella había terminado cuando le dijeron que su apelación había sido rechazada. Pero durante los días en los que la esperanza todavía no le había abandonado completamente, el desdichado había bebido de la muerte a diario. En toda su carrera el doctor nunca había visto un hombre tan exuberante y apasionadamente apegado a la vida, ni alguien tan fuertemente aferrado a este mundo material por la pura sed animal de vivir. Después, se le transmitieron las noticias de que ya no podía seguir manteniendo más esperanzas, y su espíritu dejó de ser presa de la agonía, de la tortura y de la intriga, y aceptó lo inevitable con indiferencia. Sin embargo, el cambio fue tan extraordinario que al doctor le pareció que la noticia le había nublado completamente los sentidos, y que bajo aquella superficie adormecida seguía apegado al mundo material con tanta fuerza como siempre. Cuando le comunicaron el veredicto se desmayó, y el doctor Teesdale había sido llamado para atenderle, pero el ataque fue momentáneo y recuperó el sentido plenamente consciente de lo que acababa de suceder.

El asesinato había sido particularmente horrible, y en la mente del público no había ni pizca de simpatía hacia el perpetrador. Charles Linkworth, que ahora estaba condenado a la pena capital, llevaba un pequeño negocio de útiles de escritura en Sheffield, donde vivía con su esposa y su madre. Esta última fue la víctima de su atroz crimen siendo el motivo la posesión de quinientas libras que se hallaban en poder de la mujer. Linkworth, tal y como se reveló en el juicio, estaba endeudado por la cantidad de cien libras en aquel momento, y aprovechando la ausencia de su esposa, que estaba de visita en casa de unos parientes, estranguló a su madre, enterrando el cuerpo durante la noche en el pequeño jardín que tenía en el patio trasero de su casa. Cuando su mujer regresó, tenía una historia lo suficientemente plausible como para justificar la desaparición de la vieja señora Linkworth, ya que ambos se habían enzarzado en continuas disputas y riñas durante los últimos dos años, y ella había amenazado en más de una ocasión con marcharse y retirar los ocho chelines semanales que aportaba para la manutención de la casa, destinándolos a una renta vitalicia. También era cierto que durante la ausencia de la joven señora Linkworth, madre e hijo habían tenido una violenta disputa surgida a partir de alguna diferencia trivial sobre la manera de llevar los asuntos de la casa, y que a consecuencia de esto ella había llegado a retirar su dinero del banco con la intención de abandonar Sheffield al día siguiente e instalarse en Londres, donde tenía amigos. Aquella tarde se lo comunicó a su hijo, y éste la asesinó durante la noche.

Su siguiente paso, antes del regreso de su esposa, fue lógico y razonable. Recogió todas las pertenencias de su madre y las llevó a la estación, desde donde las despachó en un tren de pasajeros, y por la noche invitó a varios amigos a cenar, comunicándoles la marcha de su madre. No se lamentó por ello (lógicamente y confirmándoles lo que ya era probable que supieran); más bien al contrario, comentó que nunca se habían llevado bien y que su marcha le había procurado paz y tranquilidad. Cuando su esposa regresó, le contó esta misma historia, idéntica hasta en el más mínimo detalle, añadiendo, en todo caso, que la discusión había sido violenta y que su madre ni siquiera se había dignado a dejarle su futura dirección. Esta declaración, de nuevo, había sido completamente meditada con anterioridad, ya que evitaría que su mujer pretendiera escribir a la vieja. Ella pareció aceptar su historia completamente. De hecho, nada sospechoso o extraño había en ella.

Durante una temporada se comportó con la compostura y la astucia que la mayoría de los criminales poseen hasta cierto punto, a partir del cual suelen perder ambas cualidades, siendo ésta la causa de su detención. Por ejemplo: no pagó inmediatamente sus deudas, sino que alojó un huésped en su casa, le alquiló la habitación de su madre, y despidió a su ayudante en la tienda, quedando él solo al frente de la misma. De este modo dio la impresión de que estaba ahorrando, al mismo tiempo que comentaba abiertamente la gran mejoría que había experimentado su negocio. Por otra parte, no hizo efectivos los billetes bancarios que había encontrado en un cajón cerrado en la habitación de su madre hasta que hubo pasado un mes. Entonces cambió dos billetes de cincuenta libras y pagó a sus acreedores.

Fue en este punto cuando la compostura y la astucia le fallaron. En vez de ser paciente e ir aumentando libra a libra su saldo en la caja de ahorros, abrió una cuenta en un banco local con otros cuatro billetes de cincuenta, y además empezó a sentirse inquieto sobre aquello que había enterrado en el jardín trasero. Pensando asegurarse más a este respecto, encargó una carretada de escoria y fragmentos de piedra y, con la ayuda de su huésped, empleó las tardes veraniegas en construir un gran macetero sobre aquel lugar. Fue entonces cuando intervino el azar descomponiendo todo su plan. Hubo un incendio en la oficina de objetos perdidos de la estación de King Cross (en la cual debería haber reclamado las posesiones de su madre), y algunas maletas habían quedado parcialmente dañadas. La compañía ferroviaria estaba obligada a ofrecer una compensación, y el nombre de su madre cosido sobre su ropa y una carta con la dirección de Sheffield condujeron al envío de una nota puramente formal y oficial, en la que la compañía se declaraba dispuesta a cargar con los daños ocasionados. Estaba dirigida a la señora Linkworth, y por lo tanto fue la esposa de Charles Linkworth quien la recibió y leyó.

Parecía un documento completamente inofensivo, pero con él llegaba su pena de muerte. Y es que no pudo dar ninguna explicación de por qué los baúles seguían estando en la estación de King Cross, aparte de sugerir que quizá su madre hubiera sufrido algún accidente. Evidentemente, tenía que poner el asunto en manos de la policía para que llevara a cabo un seguimiento de sus pasos, y en caso de probarse su defunción, reclamar sus bienes, ya que los había sacado del banco y se los había llevado consigo. Éste fue, al menos, el procedimiento a seguir aconsejado tanto por su mujer como por su huésped, en cuya presencia fue leído el comunicado de los representantes del ferrocarril, y al cual resultó imposible negarse. A continuación, la silenciosa y engrasada maquinaria de la justicia, característica de Inglaterra, se puso en marcha. Hombres discretos se dejaron caer por la calle Smith, visitaron bancos, observaron la supuesta mejoría del negocio y, desde una casa cercana, examinaron el jardín, en cuyo macetero de piedra ya estaban creciendo los helechos. Después llegaron el arresto y el juicio, que no duró demasiado, y cierto sábado llegó el veredicto. Inteligentes mujeres tocadas con enormes sombreros dieron colorido a la sala, y en todo el gentío no hubo ni una sola persona que sintiese simpatía por aquel joven de apariencia atlética que estaba siendo condenado. La mayoría de la audiencia estaba formada por señoras mayores y madres respetables, y siendo el crimen un ultraje a la maternidad, escucharon la lectura del veredicto con gran satisfacción. Llegaron a emocionarse cuando el juez se tocó con su horrible y absurdo gorro negro y leyó la sentencia impuesta por Dios.

Linkworth fue declarado culpable por el atroz suceso, sin que nadie que hubiera escuchado las pruebas pudiera dudar en lo más mínimo que lo había llevado a cabo con la misma indiferencia que posteriormente demostró en cuanto supo que su apelación había sido rechazada. El capellán de la prisión que le atendió había hecho lo posible por conseguir que se confesase, pero sus esfuerzos fueron completamente inútiles y hasta el último momento el condenado mantuvo, aunque sin aspavientos, su inocencia. Se hizo justicia una brillante mañana de septiembre, mientras el sol brillaba cálidamente sobre la pequeña procesión que atravesó el patio de la prisión hasta el cobertizo en el que se encontraba el aparato de la muerte. El doctor Teesdale quedó satisfecho al comprobar que la muerte fue prácticamente inmediata. Había estado presente en el cadalso, había visto la presión sobre la palanca y había visto la figura rígida y encapuchada caer al vacío. Había oído la tensión y el crujido de la cuerda al recibir el peso y, mirando hacia abajo, había visto también los crispados espasmos del ahorcado. No habían durado más de un segundo o dos; la ejecución había resultado perfectamente satisfactoria.

Una hora más tarde realizó la autopsia al cadáver y descubrió que su apreciación había sido completamente correcta: las vértebras de la espina dorsal se habían roto a la altura del cuello y la muerte debía de haber sido instantánea. Apenas hubiera hecho falta realizar la pequeña disección necesaria para comprobarlo, pero por seguir el proceso acostumbrado así lo hizo. Y en aquel momento tuvo una curiosa y muy vívida sensación: que el espíritu del fallecido se encontraba detrás de él, como si aún residiera en su quebrado cuerpo. Pero no había duda alguna de que el cuerpo estaba muerto: había muerto hacía una hora. A esto le siguió una pequeña circunstancia que, aunque en un principio pareció insignificante, no por ello resultó menos curiosa. Uno de los guardias entró y preguntó si la cuerda que había sido usada hacía una hora, y que era pertenencia del verdugo, había sido por error llevada junto al cuerpo hasta el depósito de cadáveres. Sin embargo, allí no había ni rastro de ella. Pese a tratarse de un objeto de lo más peculiar y poco susceptible de desaparecer, lo cierto es que parecía haberse desvanecido completamente; no estaba allí y no estaba en el patíbulo. Ni siquiera hubo manera de determinar el momento de su desaparición, y ésta resultó del todo inexplicable.

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