El Santuario y otras historias de fantasmas (13 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—Y además resulta tan interesante… —dijo, mientras me despedía cuando mi visita llegó a su término—. Parece que tiene asuntos por resolver en este lugar, pero ¿de qué asuntos se tratará? Ya te informaré si hay alguna novedad.

A partir de entonces el fantasma fue visto de manera constante. Asustó a algunos e interesó a otros, pero nunca hizo mal alguno a nadie. A menudo durante los siguientes cinco años pasé temporadas allí, y no creo que hubiera ninguna visita en la que por lo menos no le viera en una o dos ocasiones. Y siempre su aparición me fue anunciada mediante aquel sentimiento de terror que, tras haber comentado el tema, supe que ni Hugh ni su padre compartían. Entonces, de manera completamente repentina, el padre de Hugh falleció. Tras el funeral, Hugh vino a Londres para entrevistarse con diversos abogados y para arreglar todos los detalles concernientes al testamento. Me contó que de ninguna manera le iban a su padre tan bien las cosas como aparentaba, y que no sabía si iba a poderse permitir seguir residiendo en un lugar como la casa de los Garth. Pretendía, en todo caso, clausurar un ala de la mansión y reducir el servicio para intentar seguir viviendo allí.

—No quiero abandonarla —dijo—. De hecho, odiaría tener que hacerlo. Por otra parte, tampoco creo que tuviera muchas posibilidades de alquilarla. El rumor de que está encantada a estas alturas está completamente extendido, y no creo que fuera demasiado fácil conseguir un inquilino interesado en ella. Espero, en todo caso, que no sea necesario.

Pero seis meses más tarde se dio cuenta de que, pese a todos los recortes, ya no era posible seguir viviendo allí, de modo que en junio me desplacé para brindarle una última visita, tras la cual, de no haber conseguido un inquilino, le casa quedaría clausurada.

—No puedo expresarte cómo me disgusta tener que marcharme —dijo—, pero no queda otro remedio. ¿Y hasta qué punto crees que resulta ético alquilar una casa encantada? ¿Debería decírselo a los posibles inquilinos? Puse un anuncio la semana pasada en
Vida Campestre
y ya ha contestado un interesado. De hecho llegará mañana por la mañana con su hija, para echar un vistazo. Se llama Francis Jameson.

—Espero que se lleve bien con el otro Francis —dije—. ¿Le has visto últimamente?

Hugh dio un bote.

—Sí, bastante a menudo —dijo—. Pero hay una cosa que quiero enseñarte. Sal un momento.

Me llevó hasta la parte frontal de la casa y señaló el gablete bajo el cual reposaba el escudo que había contenido sus obliteradas armas.

—No te daré pistas —dijo—. Sencillamente mira y dime qué te sugiere.

—Ahí hay algo que está apareciendo —dije—. Puedo ver dos bandas que se entrecruzan sobre el escudo y un artefacto entre medias.

—¿Y estás seguro de que no lo has visto anteriormente? —preguntó.

—La verdad es que pensaba que la superficie estaba completamente desgastada —dije—. Evidentemente no era así. ¿O es que la estás restaurando?

Se rió.

—Ciertamente no —dijo—. De hecho, lo que ves ahí no es en absoluto parte de mis armas, sino de las de Garth.

—Tonterías. Se trata de dos grietas y del producto de las inclemencias del tiempo, que por casualidad se asemejan, pero se trata de algo completamente accidental.

Volvió a reír.

—No te lo crees ni tú —dijo—. Ni yo, por cierto. Es obra de Francis. Se está manteniendo ocupado.

A la mañana siguiente me acerqué al pueblo para despachar unos asuntos sin importancia, y mientras regresaba por el sendero que hay frente a la casa vi un coche que llegaba hasta la puerta, por lo que deduje que el señor Jameson acababa de llegar. Entré en el recibidor y un momento después me detuve con los ojos y la boca completamente abiertos. Y es que en el interior había tres personas charlando: una era Hugh, la otra una joven encantadora, obviamente la señorita Jameson, y el tercero, o al menos eso me decían mis ojos, era Francis Garth. Con la misma seguridad con la que había identificado al espectro con su retrato que colgaba en la galería, identifiqué a aquel hombre como la viva y humana encarnación del espectro en sí mismo. No es que se pudiera decir que había un parecido: es que eran idénticos.

Hugh me presentó a sus dos visitantes y pude ver en su mirada que había experimentado la misma sensación que yo. La entrevista y el intercambio de informes acababa evidentemente de empezar, ya que tras esta pequeña ceremonia el señor Jameson se volvió hacia Hugh para decirle:

—Pero antes de que veamos la casa o el jardín, he de hacerle la pregunta más importante de todas, de tal modo que si su respuesta fuese insatisfactoria no le haría perder más tiempo con una inútil visita.

Pensé que se avecinaba una pregunta sobre el fantasma, pero me equivoqué por completo. Aquella consideración tan decisiva era acerca del clima, y el señor Jameson empezó a explicarle a Hugh, con toda la insistencia del enfermo, sus necesidades. Lo que estaba buscando era una atmósfera cálida y sosegada, con total ausencia de vientos del este y del norte; un refugio soleado.

Las respuestas a sus preguntas fueron lo suficientemente satisfactorias como para permitir una inspección de la casa, y de inmediato los cuatro iniciamos el recorrido.

—Adelántate, querida Peggy, con el señor Verrall —le dijo el señor Jameson a su hija—, y deja que os siga a un ritmo más sosegado en compañía de este caballero, si es que él se ofrece gentilmente a escoltarme. De ese modo podremos contrastar diferentes impresiones.

Se me ocurrió que querría hacer nuevas preguntas sobre la casa, y que preferiría recibir la información de alguien que no fuese el dueño pero que conociera la casa sin estar ligado al negocio que suponía alquilarla. Y de nuevo esperé oír preguntas sobre el fantasma. Pero lo que llegó me sorprendió muchísimo más.

Esperó, evidentemente a propósito, hasta que la otra pareja se encontrase a cierta distancia, y entonces se volvió hacia mí.

—Verá, me ha ocurrido algo extraordinario —dijo—. Nunca había visto esta casa antes, y sin embargo la conozco íntimamente. Tan pronto como llegamos a la puerta de entrada supe cómo iba a ser esta habitación, y puedo decirle qué es lo que vamos a encontrar cuando sigamos a los otros. Al final de ese pasillo por el que acaban de internarse hay dos habitaciones; una de ellas da a una pista de petanca que hay detrás de la casa, y la otra a un sendero que pasa junto a la ventana y desde el cual se puede observar el interior de la habitación. Desde allí, una ancha escalera asciende en dos pequeños tramos hasta el primer piso, donde en su parte trasera encontraremos varios dormitorios y en la delantera una habitación alargada con muchas ventanas y muchos cuadros. Más allá hay otros dos dormitorios y un cuarto de baño entre ellos. Una pequeña escalera, bastante oscura, asciende desde allí hasta el segundo piso. ¿Es correcto?

—Completamente —respondí.

—No piense que he soñado todo esto —dijo—. Son cosas que estaban en mi subconsciente, no como un sueño, sino como recuerdos reales, como algo que he sabido durante toda mi vida. Y todo va acompañado en mi mente de un sentimiento de hostilidad. También puedo decirle que hace unos doscientos años uno de mis antepasados directos desposó a la hija de Francis Garth y adoptó sus armas. A este lugar se le llama la casa de los Garth. ¿Es que vivió dicha familia aquí en alguna ocasión, o tal vez la casa ha adoptado el nombre del pueblo?

—Francis Garth fue el último de los Garth que vivió aquí —dije—. Apostó la casa y la perdió ante un antepasado directo del actual propietario. Su nombre también era Hugh Verrall.

Por un instante me dirigió una mirada confusa que otorgó a su semblante una expresión aguda y malévola.

—¿Qué significa todo esto? —dijo—. ¿Estamos soñando o estamos despiertos? Hay otra cosa que quisiera preguntarle. He oído… podrían ser meros cotilleos… pero he oído que la casa estaba encantada. ¿Puede contarme algo al respecto? ¿Ha visto alguna vez algo que así lo sugiriera? Digamos, un fantasma, aunque yo particularmente no creo en la existencia de algo semejante. ¿Ha visto alguna vez una aparición inexplicable?

—Sí, bastante a menudo —respondí.

—¿Y podría preguntarle de qué se trataba?

—Por supuesto. Era la aparición del hombre del cual estábamos hablando. Al menos la primera vez que le vi pude reconocerle como el fantasma, si me permite emplear la expresión, de Francis Garth, cuyo retrato cuelga en la galería que tan correctamente ha descrito.

Dudé un momento, preguntándome si no debería decirle que no sólo había reconocido la aparición a partir del retrato, sino que además le había reconocido a él a partir de la aparición. Él percibió mis dudas.

—Hay algo más —dijo.

Por fin me decidí.

—Sí, hay algo más —afirmé—, pero creo que sería mejor si viera usted el retrato con sus propios ojos. Probablemente podrá revelarle de una manera más directa y convincente de qué se trata.

Subimos las escaleras que había descrito sin pasar antes por las otras habitaciones de la planta baja, desde las que nos llegaban las voces de Hugh y de su acompañante. No tuve que señalarle al señor Jameson el retrato de Francis Garth, ya que se dirigió directamente a él para contemplarlo en silencio durante largo rato. Después se volvió hacia mí.

—De modo que debería ser yo el que le hablara a usted del fantasma —dijo—, en vez de ser usted el que me hable a mí de él.

En aquel preciso momento se nos unieron los otros, y la señorita Jameson se abalanzó sobre su padre.

—Oh, papá, es la casa más maravillosa que he visto en mi vida —dijo—. Si tú no la alquilas lo haré yo.

—Échale un vistazo a mi retrato, Peggy —dijo él.

Después de esto cambiamos de parejas, y la señorita Peggy y yo paseamos por los alrededores de la casa mientras los otros permanecían en el interior. Ella se detuvo frente a la puerta principal para mirar el gablete.

—Esas armas —dijo— son difíciles de distinguir, y supongo que deben de ser las del señor Verral, pero son sorprendentemente parecidas a las que adornan el escudo de mi padre.

Tras el almuerzo, Hugh y su posible inquilino mantuvieron una charla privada, concluida la cual los visitantes se marcharon.

—Está prácticamente acordado —dijo cuando regresó al recibidor tras haberlos despedido—. El señor Jameson quiere alquilar la casa durante un año con opción a renovación. ¿Qué te ha parecido todo esto?

Examinamos la situación a lo largo y a lo ancho, de arriba abajo y de abajo arriba, y una teoría tras otra todas fueron descartadas, ya que aunque algunas piezas parecían encajar, las demás no se ajustaban a ellas. Finalmente, tras horas de charla, acabamos por encontrar, pese a lo poco creíble del asunto, una explicación razonable, la cual, aunque podría no satisfacer al lector, parece abarcar todos los hechos y presentar lo que quizá podría definir como una uniforme pátina de inexplicabilidad.

Por lo tanto, para empezar por el principio, y resumiendo los hechos: Francis Garth, desposeído de manera presumiblemente fraudulenta de su finca, maldijo a los nuevos propietarios para recorrer aparentemente los pasillos de la casa después de muerto. Después sobrevino un largo intervalo en el que nada se supo del fantasmal huésped, pero el encantamiento se reanudó la primera vez que yo estuve en la casa acompañando a Hugh. Finalmente, aquel mismo día, había llegado a la casa un descendiente directo de Francis Garth, que además de ser la viva imagen de la aparición que tan a menudo habíamos visto era también idéntico al retrato del mismísimo Francis Garth. Ya antes de que el señor Jameson entrara en la casa estaba familiarizado con ella y sabía lo que contenía: sus escaleras, sus dormitorios, sus pasillos… y recordaba haber estado allí, a menudo con hostilidad en su alma; la misma hostilidad que habíamos visto reflejada en el rostro de la aparición. ¿Por qué no íbamos a ver (y aquí llega la teoría que tan lentamente se había impuesto) en Francis Jameson una reencarnación de Francis Garth, purgada, por decirlo de alguna manera, de su antigua hostilidad, y de regreso en la casa en la que había vivido hacía doscientos años para volver a encontrar un hogar? Ciertamente, desde aquel día ninguna aparición, hostil o malévola, ha vuelto a mirar a través de sus ventanas o a caminar sobre su pista de petanca.

Finalmente tampoco puedo dejar de ver una correspondencia entre lo que ocurrió entonces y lo ocurrido en los tiempos de la reina Ana, cuando Hugh Verrall tomó posesión de la hacienda; muchos podrían ver este suceso como la otra cara de la moneda, ya que el último Hugh Verrall, negándose a abandonar el lugar por causas que ahora serán puestas de manifiesto, se estableció, al igual que lo había hecho su ancestro, en una casa del pueblo, desde la que acudió a menudo a visitar la casa en la que había nacido, la cual volvía a pertenecer a la familia que la poseía cuando sus antepasados llegaron allí. También veo una correspondencia, que a buen seguro Hugh sería el último en pasar por alto, en el hecho de que Francis Jameson, al igual que Francis Garth, también tenía una hija. En este punto, sin embargo, me complace decir que esa estricta correspondencia se ha roto abruptamente, ya que mientras al primer Hugh Verral le falló la suerte cuando decidió cortejar a la hija de Francis Garth, el segundo Hugh Verral ha gozado de mucha más fortuna en su propósito. De hecho, acabo de regresar de su boda.

BAGNELL TERRACE

Llevaba diez años viviendo en Bagnell Terrace
[3]
y, como todos aquellos que han sido lo suficientemente afortunados para asegurarse un lugar en esta calle, estaba convencido de que en cuanto a comodidad, conveniencia y tranquilidad no tenía rival ni a lo largo ni a lo ancho de Londres. Las casas son pequeñas; ninguno de nosotros podría ofrecer ni una fiesta nocturna ni un baile, pero lo cierto es que aquellos que vivimos en Bagnell Terrace no deseamos hacer nada parecido. No nos gustan los bullicios nocturnos y, afortunadamente, tampoco es que tengamos que soportar excesivos alborotos durante el día, ya que si nos hemos trasladado a Bagnell Terrace ha sido para poder anclarnos en aguas tranquilas. Como se trata de un
cul-de-sac
cerrado en uno de sus extremos por una alta pared de ladrillos, sobre la cual en las noches de verano los gatos pasean ligeramente cuando van a visitar a sus colegas, ni siquiera tenemos que soportar el ruido del tráfico. Incluso los gatos de Bagnell Terrace han adquirido algo de su discreción y su tranquilidad, ya que nunca se enzarzan los unos con los otros en interminables intercambios de chillidos agónicos como hacen sus primos en lugares de conducta menos apropiada, sino que se sientan y mantienen discretas reuniones del mismo modo en que lo harían los propietarios de las casas en las que condescienden en ser alojados y alimentados.

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