El Santuario y otras historias de fantasmas (18 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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LA CASA DE LA ESQUINA

Hacía tiempo que Jim Purley y yo mismo conocíamos la existencia de Firham-by-Sea, aunque habíamos tenido cuidado de no hablar sobre ello, y durante años nos habíamos acostumbrado a escabullimos silenciosamente de Londres, bien solos, bien juntos, para pasar un día o dos de descanso en aquel delicioso e ignoto pueblito. No se trataba, y lo puedo decir con toda confianza, ni de proteger un instinto secreto ni de ejercer de perro del hortelano, sino más bien de preservar todo su encanto, el cual habría desaparecido si Firham llegara a ser conocido. Un Firham popular, de hecho, habría dejado de ser Firham; y mientras que nosotros hubiéramos sufrido su pérdida, nadie habría podido disfrutar de su ganancia. Su localización remota, su aislamiento y su vacuidad eran sus cualidades más esenciales; habría sido imposible, o así lo sentíamos los dos, acudir a Firham con un grupo de amigos. La idea de ver su pequeña posada rebosante con un grupo de forasteros, o su curioso campo de golf de nueve hoyos con el pequeño cobertizo de hierro ondulado que hacía las veces de club llenándose de golfistas serios, habría bastado para hacernos desear no volver a jugar allí. Tampoco éramos, por cierto, culpables de egoísmo al conservar para nosotros mismos el secreto de la existencia de aquel recorrido de golf, ya que los hoyos eran cortos y monótonos, y la calle estaba mal cuidada. Nuestra estancia en Firham era la única razón de que tan a menudo acudiéramos a recorrerlo, perdiendo bolas en arbustos de aulagas y terrenos pantanosos, y considerando un resultado lo suficientemente decente el no emplear más de tres
putts
en un solo
green.
Era un mal campo de golf, de hecho, y nadie con sentido común hubiera pensado acercarse a Firham para jugar mal al golf, cuando podía hacerse bien en tantos otros sitios más accesibles. De hecho, la única razón por la que he mencionado el golf es porque, de una manera distante e indirecta, está conectado con los primeros incidentes de la historia que allí se desarrolló y que, para mí al menos, destruyó la segura tranquilidad de nuestro pequeño y remoto refugio.

Llegar a Firham desde Londres, excepto si se conducen unos doscientos veinte kilómetros, es un proceso lento, y tras dos transbordos el tren acaba por dejarte nada menos que a diez kilómetros del destino final. Tras eso, una carretera repleta de cambios de rasante que termina en un gran declive te saca de las colinas de Norfolk para llegar a los extensos llanos robados al mar, protegidos de la invasión marina por diques y grandes bancos. Desde la cima de la última colina se tiene la primera impresión del pueblo: sus casas de ladrillo con tejados de teja brillando como si fueran ascuas candentes a la luz del atardecer, como si se tratase de una pequeña isla anclada en una inmensa extensión de verde, y, un par de kilómetros más allá, el azul difuso del mar. Apenas se pueden ver un par de árboles en aquel amplio paisaje, y los que hay están atrofiados e inclinados por el imperante viento de la costa. La mayor parte de la zona está compuesta de campos sin rasgos distintivos, divididos por diques de drenaje y puntuados por escasos grupos de ganado. Un perezoso riachuelo, bordeado por cañaverales y maleza dispersa, entre la que cacarean las pollas de agua, pasa justo al lado del pueblo, antes de ser atravesado, un par de cientos de metros más adelante, por un puente y una esclusa. A partir de allí se ensancha formando un estuario, repleto de agua brillante durante la marea alta y de bancos de lodo durante la marea baja, y atravesando hileras de dunas, repletas de matas de hierba, hasta llegar al mar.

La carretera que desciende de las tierras altas del interior atraviesa estas marismas reclamadas al océano y, tras casi dos kilómetros de viaje solitario, entra en el pueblo de Firham. A derecha e izquierda se pueden ver un par de
cottages
apartados, encalados y con el techo de paja, cada uno de ellos con su correspondiente jardincillo en el frente y quizá una red de pescador extendida sobre el muro para secarse. Pero antes de que formen nada que pudiera llamarse calle, la carretera realiza un giro inesperado y anguloso, y en un instante se encuentra uno en una plaza que, de hecho, forma el pueblo entero. A cada lado de este espacio amplio y adoquinado hay una hilera de casas. A un lado está la oficina de correos, la estación de la policía y una docena de pequeñas tiendas en las que se pueden comprar los más rudimentarios útiles de supervivencia: hay un panadero, un carnicero, un estanco… Al otro lado se eleva una hilera de pequeñas residencias, a medio camino entre quintas y
cottages,
mientras que en el extremo más alejado hay una iglesia gris y rechoncha con su vicaría, resguardándose ambas tras una valla verde y más bien deteriorada.

En el extremo más cercano está El Hogar del Pescador, el modesto hostal en el que siempre nos alojamos, flanqueado por otras dos o tres casas de ladrillo, de las cuales la más alejada, justo en el lugar en el que la carretera vuelve a abandonar la plaza, es la casa de la esquina alrededor de la cual versa esta historia.

La casa de la esquina era un objeto de ligera curiosidad para Jim y para mí, ya que mientras el resto de casas de la plaza, tanto tiendas como residencias, mostraban una apariencia ordenada y bien cuidada, con cierto aire de prosperidad aunque a escala reducida, la casa de la esquina presentaba un marcado y curioso contraste. La desdibujada pintura de la puerta estaba cuarteada y repleta de burbujas, el escalón del umbral de la entrada nunca se blanqueaba y aparecía parcialmente cubierto por una invasión de musgo, como si apenas se utilizara. Sobre las ventanas, en el interior, se podían apreciar unas desteñidas cortinas, y una trepadora de Virginia, que se desparramaba sin ataduras sobre el descolorido frontal de la casa, caía sobre los cubiertos cristales como cae el pelo de un terrier sobre sus ojos. A veces, junto a una u otra de aquellas ventanas se sentaba un lúgubre gato gris; pero durante todo el día no se veía ningún otro signo de vida que revelase la existencia de un ocupante. Detrás de la casa había un espacioso jardín delimitado por una pequeña pared de ladrillo, y desde las ventanas superiores de El Hogar del Pescador era posible ver su interior. Había un sendero de grava que lo recorría, semioculto bajo la maleza, y lo que había sido un lecho de flores justo bajo la valla se había convertido en una jungla de malas hierbas entre las que asomaban en verano dos o tres rosales que daban alguna que otra magra flor. En un extremo había un depósito de agua, y en el medio un taburete de hierro completamente oxidado, pero nunca, ni por la mañana ni al mediodía ni por la tarde, vi allí figura humana alguna; parecía completamente abandonado y no visitado.

Con la llegada del ocaso las raídas cortinas eran echadas sobre las ventanas que se asomaban a la plaza, y entonces, a través de algún resquicio se podía apreciar que en una de las habitaciones había luz. La casa, era evidente, había sido en su momento una pequeña pero muy digna residencia; estaba construida con ladrillos rojos y pertenecía al primer período del georgiano, cuadrada y cómoda y con su pequeña parcela cerrada en la parte trasera; uno se preguntaba, como ya he dicho, con ligera curiosidad, qué plaga podía haber caído sobre ella, qué clase de persona podía moverse silenciosa e invisible tras aquellas cortinas deslucidas durante el día y permanecer sentada en aquella habitación cuando había caído la noche.

No era sólo para nosotros, sino también para los oriundos de Firham, que los habitantes de la casa de la esquina residían tras un velo de misterio. El dueño de nuestra posada, por ejemplo, respondiendo a preguntas casuales, podía contarnos muy poco de su vida en la actualidad, pero lo que sabía de ellos indicaba que algo bastante macabro acechaba tras aquellas cortinas. La que allí vivía era una pareja casada, y él podía recordar la llegada del señor y la señora Labson unos diez años antes.

—Ella era una mujer grande y atractiva —dijo—, rondando los treinta. Él era bastante más joven; en aquel entonces apenas parecía recién entrado en la veintena: un joven delgaducho, media cabeza más bajo que su esposa. Me atrevería a decir que ustedes le han visto en el campo de golf, dándole a la pelota completamente solo, ya que va allí cada tarde.

Yo me había fijado más de una vez en un hombre que jugaba solo, y que llevaba un par de palos. Si estaba en un
green
y nos veía acercarse, siempre se marchaba apresuradamente o se retiraba a cierta distancia, dándonos la espalda y esperando a que pasáramos. Pero ninguno de los dos le habíamos prestado especial atención.

—¿Ella no va con él? —pregunté.

—Ella nunca abandona la casa, al menos por lo que yo sé —respondió el posadero—, aunque es bien cierto que no siempre ha sido así. Al principio, cuando llegaron, siempre estaban juntos, jugando al golf, paseando en barca o pescando, y por las tardes llegaba el sonido de canciones o de un piano desde esa habitación del frontal. No vivían aquí todo el año, pero venían de Londres, donde tenían una casa, para pasar dos o tres meses durante el verano, y quizá uno en Navidades y otro en Pascua. Traían consigo amigos que pasaban con ellos gran parte del tiempo, y siempre se notaba que se lo pasaban en grande jugando y bailando, con un gramófono en el que ponían canciones hasta medianoche y más tarde aún. Y entonces, repentinamente, hará unos cinco años o quizá un poco más, algo sucedió y todo cambió. Sí, aquello fue una cosa extraña, y tan repentina, ya digo, como el estallido de un trueno.

—¡Qué interesante! —dijo Jim—. ¿Qué es lo que pasó?

—Bueno, tal y como nosotros lo vemos, fue de la siguiente manera —respondió él—. El señor y la señora Labson estaban pasando aquí juntos el verano, y una mañana, mientras pasaba frente a su puerta, oí la voz de ella, regañándole y recriminándole algo, a él o a otra persona. Probablemente a él, según nos enteramos más tarde. Todo el día se lo pasó gritándole: resultaba asombroso pensar que una mujer pudiera guardar tanto aliento en su cuerpo y tanto odio en su cerebro. Al día siguiente todos los criados, los cinco o seis que tenían, mayordomo, ama de llaves, ayuda de cámara, camarera y cocinero, fueron despedidos; así que se marcharon. Al jardinero se le pagó el sueldo del mes y también se le dijo que ya no eran necesarios sus servicios, de modo que el señor y la señora Labson se quedaron solos en la casa. Pero también durante la mitad de aquel segundo día continuaron los chillidos y los gritos, por lo que resulta que debía de ser a él a quien estaba recriminando e insultando desde un principio. Se comportaba como una loca, y a él no se le oía ni una palabra. Después hubo un rato de silencio antes de que ella empezara otra vez, y día tras día la cosa siguió así, silencio y después ella gritando. A medida que fueron pasando las semanas el silencio se impuso entre ellos; de vez en cuando ella volvía a empezar, cosa que todavía hace actualmente, pero ahora pasan meses entre estallido y estallido. Meses en los que no se oye ni una mosca.

—¿Y cuál fue la causa de todo aquello? —pregunté.

—Salió en los periódicos —dijo él—, cuando el señor Labson se declaró en quiebra. Había estado especulando en la bolsa de valores, no sólo con su dinero, sino también con el de ella, y había perdido hasta el último penique. Tuvo que vender su casa de Londres, y todo lo que les quedó fue ésta de aquí, que le pertenecía a ella, y una pequeña cantidad de dinero a la que él no había tenido acceso, y que les proporciona una o dos libras semanales. Ya no tienen criados, y ahora el señor Labson sale temprano cada mañana con su cesta de la compra en el brazo y vuelve con provisiones para la cena compradas con uno o dos chelines que ella le da. Dicen que también se encarga de cocinar, y de las labores del hogar, aunque de esto último no se ocupa mucho, a juzgar por lo que se ve desde fuera, mientras ella se sienta con las manos cruzadas sobre el regazo, sin hacer nada desde la mañana hasta la noche. Sentada allí y odiándole, podríamos decir.

Era una historia extraña y siniestra, y a partir de aquel momento la casa adquirió ante mis ojos una capa más profunda de severidad que pasó a formar parte de su esencia.

Su aspecto desolado y desatendido había sido ganado a pulso: las ventanas sucias y la puerta descolorida parecían una expresión adecuada del espíritu que allí habitaba; la casa era la fiel expresión de aquellos que residían en su interior, del hombre cuya inconsciencia o avaricia les había arrastrado hacia una penuria que se acercaba a la ruina, y de la mujer a la cual nunca se veía, pero que se sentaba tras las sucias cortinas odiándole y haciéndole su esclavo… porque él era su esclavo; aquellas horas en las que ella le gritaba y se enfurecía habían quebrado con toda seguridad su espíritu por completo, o de otro modo, fuese cual fuese su delito, se habría rebelado contra una existencia tan servil y sombría. Tan sólo contaba con aquellas dos horas de remisión que ella le otorgaba por las tardes para poder tomar el aire y ejercitarse para mantener la salud antes de regresar a su vida de sumisión, a la reclusión y a la hostilidad a flor de piel.

Tal y como sucede a veces cuando se comienza un tema, el conjunto de experiencias triviales y cotidianas empezó a sembrarse de alusiones y referencias al mismo, y una vez que aquel asunto de la casa de la esquina se puso en marcha, Jim y yo empezamos a ser conscientes de una manera constante de su presencia. Era exactamente igual que si a un reloj le hubieran dado cuerda y se hubiera puesto en marcha: de repente empezábamos a oír, de una manera que no habíamos percibido anteriormente, el constante tic-tac de su maquinaria, mientras las agujas se movían hacia una hora inconjeturable. Fantasiosamente, me pregunté qué hora sería aquella hacia la que se arrastraban las silenciosas agujas. ¿Habría algún tipo de murmullo discordante que nos avisara de que la hora se acercaba, o no lo percibiríamos para vernos súbitamente alterados por un impacto reverberante? Semejante idea era, por supuesto, puro producto de mi imaginación; pero de alguna manera se había adueñado de mí, y acostumbraba a pasar frente a la casa de la esquina lanzando una mirada inquieta hacia sus sórdidas ventanas, como si fueran el dial que pudiera interpretar el progreso de su sombrío mecanismo interior.

El lector deberá entender que todo esto no se había convertido en una impresión continua. Jim y yo acudíamos a Firham sólo para visitas breves, con intervalos de semanas e incluso meses entre sí. Pero ciertamente, una vez que hubo surgido el tema, tuvimos posibilidad de observar más a menudo al señor Labson. Día tras día veíamos su huidiza figura en el campo de golf, manteniendo las distancias y retirándose a nuestro paso; pero una vez nos acercamos lo suficiente a él antes de que se apercibiera de nuestra presencia. Era una tarde en la que había amenazado lluvia, y con el propósito de estar más cerca de un lugar cubierto en caso de que la tormenta estallara repentinamente, nos habíamos saltado dos recorridos y atravesado una extensión de terreno accidentado hasta llegar a un hoyo que nos ponía en dirección a casa. Estaba colocando su pelota en zona de
tee
cuando alzó la mirada y vio que estábamos detrás de él; dejó escapar un pequeño chillido de terror, recogió su pelota y se escabulló arrastrando los pies, con una mueca de terror abyecto pintada sobre su cara blanca y magra. No nos dio ni una palabra de respuesta cuando Jim le rogó que por favor nos precediera. Ni siquiera se volvió para mirarnos una sola vez.

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