El Santuario y otras historias de fantasmas (24 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Acompañó a su hermano y al doctor hasta el estudio y le acomodaron junto a la mesa. La habitación daba al jardín que había en la parte trasera de la casa, y una enorme ventana francesa, que se abría directamente sobre el suelo, se comunicaba con él. Destacaba en su interior un platanero con el follaje veraniego en todo su esplendor; aquella mañana bochornosa la habitación estaba oscurecida por la luz verdosa y crepuscular que se filtraba a través de sus hojas. La mesa estaba repleta de folios desparramados, y Faraday se sentó en una silla dándole la espalda a la ventana. Bajo aquella curiosa y sombría luz su rostro parecía extrañamente incoloro, mientras que los movimientos de sus manos parecían vacilar y tropezar entre los papeles.

Alice regresó una hora más tarde mientras él seguía allí sentado, tan ocupado que ni siquiera le dirigió la palabra, y ella encendió la luz eléctrica porque el día se había oscurecido aún más; y después cerró la ventana del jardín porque había empezado a llover intensamente. Mientras echaba los cerrojos, vio que la figura de su padre se erguía allí afuera, apenas a un metro de distancia. Él sonrió y asintió, y puso un dedo frente a sus labios, como si solicitara silencio; después le hizo un leve gesto indicándole que se retirara, y ella abandonó la habitación, dirigiendo una mirada hacia atrás al cerrar la puerta. Su hermano seguía afanándose con su trabajo, y la figura del exterior se había acercado aún más a la ventana. Alice deseaba quedarse, deseaba ver con sus propios ojos lo que iba a suceder, pero era mejor obedecer aquel gesto y marcharse. El recibidor estaba muy oscuro, y ella permaneció allí unos instantes, escuchando atentamente. Entonces, de la puerta que acababa de cerrar, le llegó el inconfundible chasquido de una llave al ser echada, y de nuevo todo quedó en silencio salvo por el tamborileo de la lluvia y el chapoteo de los canalones rebosantes. Iba a suceder algo: ¿serían los estertores de una mortal agonía los que rompiesen el silencio, o continuarían los canalones borboteando hasta que todo hubiese acabado?

Entonces, el silencio se quebró en mil pedazos. La voz de Edmund se elevó progresivamente, enronqueciéndose en un balbuceo suplicante, hasta convertirse en un alarido que cesó tan repentinamente como si se hubiese tratado de un interruptor que se apaga. En el interior de la habitación algo se desplomó golpeándose contra el suelo. Desde el piso superior bajó el criado de Edmund.

—¿Qué ha sido eso, señorita? —dijo en un susurro asustado, girando la manecilla de la puerta—. Vaya, el señor se ha encerrado.

—Sí, está ocupado —dijo Alice—, quizá no quiere que le molesten. Pero yo también lo he oído, y después he oído algo que caía. Llama a la puerta y mira a ver si responde.

El hombre llamó, esperó un momento y volvió a llamar. Entonces, desde el interior, llegó el sonido de una llave deslizándose en la cerradura, y entraron.

La habitación estaba vacía. La luz aún permanecía encendida sobre la mesa, pero la silla en la que había dejado a Edmund hacía cinco minutos yacía volcada, y la ventana que había cerrado estaba abierta de par en par. Alice observó el jardín, que aparecía tan vacío como la habitación. Pero la puerta del trastero en el que estaba guardada la silla de ruedas de su padre estaba abierta, y ella corrió bajo la lluvia para mirar en el interior. Edmund estaba sentado sobre la silla, y su cabeza colgaba inerte sobre el borde.

MONOS

Pese a que aún no había transcurrido demasiado tiempo desde su entrada en la treintena, R. Hugh Morris se había ganado merecidamente la reputación de ser uno de los más hábiles y osados cirujanos de toda la profesión, y tanto en su consulta privada como en el voluntariado que ejercía en uno de los grandes hospitales de Londres, su récord de operaciones con éxito permanecía inigualado entre sus colegas. Creía que la vivisección era el modo más fructífero de progresar con el que contaba la cirugía, manteniendo, con razón o sin ella, que estaba justificado causar dolor a los animales, si bien ahorrándoles todo el sufrimiento posible, mientras existiera una esperanza razonable de adquirir conocimientos que en operaciones similares realizadas a seres humanos pudieran salvar vidas o mitigar dolores; la motivación era buena y el beneficio, de hecho, inmenso. Pero no sentía sino desprecio por aquellos que, por simple diversión, sacaban a sus jaurías para que persiguieran zorros hasta el desfallecimiento, o hacían competir a dos sabuesos para ver cuál sería el primero en darle el mordisco mortal a una aterrorizada liebre: eso, para él, no era sino una tortura gratuita completamente injustificable. Un año tras otro renunciaba a sus vacaciones, y la mayor parte de las veces ocupaba su tiempo libre, una vez acabada la jornada laboral, en estudiar.

Él y su amigo Jack Madden estaban cenando juntos una cálida noche de octubre en su casa con vistas a Regent's Park. Las ventanas de la sala de estar de la planta baja estaban abiertas y ambos fumaban sentados en el ancho alféizar. Madden partía al día siguiente para Egipto, donde llevaba a cabo trabajos arqueológicos, y había intentado en vano convencer a Morris para que se le uniera durante un mes en el alto Nilo, donde pasaría el invierno ocupado en la excavación de un cementerio recientemente descubierto en la ribera opuesta a Luxor, cerca de Medinet Habu. Pero no hubo manera.

—Cuando la vista me falle y mis manos titubeen —dijo Morris—, será el momento de pensar en tomarse un respiro. ¿De qué me sirven ahora unas vacaciones? Estaría todo el tiempo deseando volver al trabajo. Disfruto más trabajando que holgazaneando. Es una cuestión de puro egoísmo.

—Bueno, pues por una vez no seas egoísta —dijo Madden—. Además, tu trabajo se beneficiaría de ello. No relajarse nunca no puede ser bueno para nadie. Seguramente volver a sentirse descansado merece algún sacrificio.

—Apenas ninguno si gozas de una constitución fuerte como la mía. Creo que una dedicación continuada es necesaria si se quieren obtener progresos. Uno puede cansarse pero ¿por qué no? Nunca me siento cansado cuando estoy realizando una operación peligrosa, y eso es lo importante. Y el tiempo pasa tan rápido… Dentro de veinte años ya habré dejado atrás mis mejores momentos, y será entonces cuando disfrute de mis vacaciones, y cuando mis vacaciones finalicen cruzaré los brazos y dormiré para siempre jamás. Gracias a Dios, no temo la existencia de una vida tras la muerte. La chispa de la vitalidad que nos ha animado arde lentamente y acaba por apagarse como una vela a merced del viento, y respecto a mi cuerpo ¿qué me importa lo que le pueda pasar cuando lo haya abandonado? Nada quedará de mí excepto la pequeña contribución que haya podido hacer al campo de la cirugía y que en un par de años quedará superada. Salvo por eso, habré desaparecido completamente.

Madden añadió un chorro de soda a su vaso.

—Bueno, si con eso zanjas el tema… —comenzó.

—Yo no lo he zanjado, ha sido la ciencia —dijo Morris—, El cuerpo se transmuta, los gusanos se ceban en él, se convierte en abono que ayuda a que crezca la hierba, y la hierba es después comida por algún otro animal. Pero en lo que respecta a la supervivencia del espíritu individual del hombre, muéstrame una sola evidencia científica que pueda probarla. Además, si sobreviviera, toda su maldad y su rencor sobrevivirían también a buen seguro. ¿Por qué debería la muerte de un cuerpo purgarlo de todo eso? Considerar tal posibilidad no representa sino una pesadilla, y curiosamente hay dementes como los espiritualistas que quieren persuadirnos de que la pesadilla es real con el objetivo de consolarnos. Pero más curiosos aún son esos antiguos egipcios tuyos, que pensaban que había algo sagrado en sus cuerpos aunque ya los hubieran abandonado. ¿No me contaste que cubrían sus ataúdes con maldiciones dirigidas a quien perturbara sus huesos?

—Constantemente —dijo Madden—. De hecho, esa es la norma general. Inquietantes maldiciones escritas con jeroglíficos sobre el ataúd o grabadas sobre el sarcófago.

—Lo que no te va a impedir este invierno abrir tantas tumbas como puedas encontrar y despojarlas de todo objeto de interés o valor.

Madden rió.

—Ciertamente no va a hacerlo —dijo—. Extraigo de las tumbas todos los objetos de arte y desenvuelvo las momias en busca de escarabajos y demás joyería. Pero me impongo como regla obligatoria volver a enterrar los cuerpos. No digo que crea en el poder de esas maldiciones, pero en todo caso la exhibición de una momia en un museo me parece algo indecente.

—¿Pero y si encontraras un cuerpo momificado que presentara malformaciones interesantes, no lo enviarías a algún Instituto Anatómico? —preguntó Morris.

—Aún no me he visto en la situación —dijo Madden—, pero estoy bastante seguro de que no lo haría.

—Entonces es que eres un Godo supersticioso y un Vándalo antieducacional —observó Morris—…Vaya, ¿qué es eso?

Se asomó a la ventana mientras hablaba. La luz de la habitación iluminaba con intensidad una cuadrícula del césped del jardín, a través de la cual se arrastraba la pequeña y crispada forma de un animal. Hugh Morris saltó de la ventana y regresó al instante portando cuidadosamente sobre sus manos extendidas un monito gris gravemente herido. Sus patas traseras se extendían inmóviles, como si estuviera parcialmente paralizado.

Morris lo recorrió con sus dedos suaves y expertos.

—Me pregunto qué le pasará a este pobre diablillo —dijo—. Parálisis de las extremidades inferiores: parece una lesión de columna.

El mono permanecía inmóvil, mirándole con ojos angustiados y conmovedores, mientras seguía palpándolo.

—Justo, lo que pensaba —dijo—. Fractura de una de las vértebras lumbares. ¡Menuda suerte la mía! Es una lesión poco habitual, pero a menudo me he preguntado… Y, quizá, también el mono haya tenido suerte, aunque eso ya no sea demasiado probable. Si fuera un hombre o uno de mis pacientes, no me atrevería a correr el riesgo. Pero, tal y como están las cosas…

Al día siguiente, Jack Madden inició su viaje hacia el sur, y para mediados de noviembre ya estaba trabajando en el cementerio recientemente descubierto. Él y otro inglés estaban a cargo de la excavación, aunque bajo el control del Departamento de Antigüedades del Gobierno Egipcio. Para estar más próximos a su trabajo y evitar tener que tomar diariamente el ferry de Luxor para cruzar el Nilo, alquilaron una espaciosa casa local en el cercano pueblo de Gurnah. Desde allí, un pequeño precipicio de arenisca se dirigía hacia el norte hasta llegar al templo y los bancales de Deir-el-Bahari; era en su frontal, aunque a un nivel inferior, donde reposaba el antiguo cementerio. Aún había que retirar grandes acumulaciones de arena antes de que la auténtica exploración de las tumbas pudiera dar comienzo, pero las trincheras abiertas al pie del gran desnivel ya habían revelado la existencia de una amplia zona merecedora de ser investigada.

Los sepulcros más importantes, según pudieron comprobar, estaban tallados directamente sobre la faz del pequeño precipicio, pero la mayoría de ellos habían sido saqueados antaño, ya que las losas que formaban la entrada aparecían partidas y las momias desenvueltas. En alguna que otra ocasión, sin embargo, Madden desenterraba una tumba que había escapado a los merodeadores, llegando a encontrar en una el sarcófago de un sacerdote de la decimonovena dinastía; sólo eso ya compensaba las semanas de trabajo infructuoso. Había allí cerca de un centenar de estatuillas
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recubiertas por el más fino barniz azul; había cuatro vasijas de alabastro en cuyo interior habían sido depositadas las visceras del difunto, extraídas antes del embalsamamiento; había una mesa cuya superficie estaba taraceada por cuadrados de cristal de diferentes colores y cuyas patas habían sido talladas en mármol y ébano; había unas sandalias del sacerdote adornadas con exquisitas filigranas de plata; había un báculo, engalanado con incrustaciones de Cornelia y oro, y en cuyo extremo superior, formando el puño, aparecía la achaparrada figura de un gato tallada en amatista; y la momia, al retirársele las vendas, resultó estar adornada con un collar de placas de oro y cuentas de ónice. Todo fue enviado al museo Gizeh en El Cairo, y Madden volvió a enterrar la momia al pie del precipicio, bajo la tumba. Escribió a Hugh Morris relatándole el hallazgo y haciendo especial hincapié en el imperturbable esplendor de los cristalinos días de invierno, en los que desde la mañana hasta la noche el sol cruzaba un cielo completamente azul, y en el de las frescas noches, en las que las estrellas se alzaban y se ponían sobre un horizonte inmaculado. Si por alguna razón Hugh cambiase de opinión, había sitio de sobra para él en la casa de Gurnah, donde sería muy bien recibido.

Quince días más tarde Madden recibió un telegrama de su amigo. Le informaba de que no se había sentido bien y que partía de inmediato en viaje por mar hasta Port Said, desde donde se dirigiría directamente a Luxor. A su debido tiempo, anunció su llegada a El Cairo y Madden cruzó el río para recibirle: fue reconfortante encontrarle tan vital y activo como siempre, el vivo retrato de la salud. Aquella noche los dos estuvieron solos, ya que el colega de Madden había partido en un viaje de una semana Nilo arriba, y se sentaron, una vez finalizada la cena, en el patio cerrado de que disponía la casa. Hasta entonces Morris había evitado hablar de sí mismo o de su salud.

—Ahora debería contarte qué es lo que me ha pasado —dijo—, ya que sé que como inválido resulto un completo fraude y físicamente no me he encontrado mejor en mi vida. Todos mis órganos, excepto uno, han funcionado a la perfección, pero algo fue realmente mal con ése aunque sólo fuera en una ocasión. Sucedió así.

Hizo una pausa momentánea.

—Cuando te fuiste —dijo—, continué con mi rutina de siempre durante un mes o así, muy ocupado, muy sereno y, debería decir, con muchos éxitos. Entonces, una mañana, llegué al hospital para llevar a cabo una operación ordinaria pero importante. El paciente, un hombre, había sido llevado al quirófano y ya estaba anestesiado. Estaba a punto de hacer la primera incisión en el abdomen cuando vi que en su pecho se había sentado un monito gris. No me miraba a mí, sino al pliegue de piel que sostenía entre el índice y el pulgar. Por supuesto, sabía que allí no había ningún mono y que estaba sufriendo una alucinación, y supongo que coincidirás conmigo en que no había ningún problema con mis nervios cuando te diga que continué operando con la vista clara y la mano firme. Tenía que seguir: no había otra elección. No podía decir: «Por favor, llévense a ese mono», porque sabía que no había ninguno. Ni podía decir: «Esto va a tener que hacerlo algún otro porque estoy sufriendo una alucinación y veo un mono sentado sobre el pecho del paciente». Habría sido el fin de mi carrera como cirujano. Mientras estuve operando se sentó allí, absorto en mi trabajo y observando la herida la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando me miraba y chillaba con rabia. En una ocasión rozó una tenacilla con la que sostenía una vena dañada; ese fue el peor momento de todos. Al final se lo llevaron, aún balanceándose sobre el pecho del hombre… Creo que me tomaré una copa. Un poco más cargada, por favor… Gracias.

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