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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El roble y el carnero (18 page)

BOOK: El roble y el carnero
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Y fue entonces cuando Corum vio la neblina detrás del hechicero, y reconoció esa neblina por lo que era.

—¡Fhoi Myore! ¡Uno de ellos está libre!

—Nunca fue atrapado por la espada de Ilbrec. Seguíamos al contingente principal a cierta distancia de él... Éste es Sreng, Sreng de las Siete Espadas.

Y la neblina empezó a avanzar hacia Corum mientras la oscuridad cubría el mundo, y los jadeos y gruñidos de los sidhi trabados en terrible combate seguían subiendo hasta él desde la playa.

Y por entre los zarcillos de niebla Corum pudo ver un gigantesco carro de batalla construido de maderos y mimbres que era lo bastante grande para transportar a una criatura tan colosal como el mismo Ilbrec. El carro era arrastrado por dos seres enormes que hacían pensar en lagartos, aunque no eran lagartos; y mientras lo contemplaba Corum vio bajar de él una criatura de dimensiones desmesuradas, un cuerpo blanco cubierto de palpitantes verrugas rojizas, y el cuerpo estaba desnudo salvo por un cinturón. El cinturón estaba lleno de espadas que formaban una especie de faldellín.

Corum alzó la mirada y vio un rostro que en algunos aspectos era humano, y que se parecía al rostro de alguien a quien había conocido hacía mucho, mucho tiempo. Los ojos ardían con la llama del dolor y la miseria, y eran los ojos del Conde de Krae, de aquel mabden llamado Glandyth que había amputado la mano de Corum y que le había sacado un ojo, iniciando con ello la larga historia de su lucha con los Señores de las Espadas. Pero los ojos no reconocieron a Corum, aunque cuando se posaron en la mano de plata unida a su muñeca izquierda Corum creyó distinguir un leve chispazo de reconocimiento en ellos.

Y los pliegues de carne desgarrada que formaban la boca de la criatura dejaron escapar un retumbar ensordecedor.

—Gran Sreng, éste es el que colaboró en la masacre de Caer Mahlod —dijo el hechicero Calatin—. Éste es el que causó la derrota de aquel día... Éste es el culpable de todo, y se llama Corum.

Y Corum dejó el cofrecillo que contenía el Roble de Oro y el Carnero de Plata en el suelo y separó las piernas para alzarse sobre él y poder protegerlo mejor, y su mano de plata fue hacia su cinturón y cogió su daga, y se preparó para defenderse contra Sreng de las Siete Espadas.

Sreng cogió dos de las grandes espadas que colgaban de su cinturón, y Corum se dio cuenta de que se movía despacio y con gran dificultad, como si todo su cuerpo estuviera siendo desgarrado por terribles dolores.

—Mata a Corum, Gran Sreng, y entrégame su cuerpo —dijo Calatin—. Mata a Corum, y los planes de los Fhoi Myore ya no se verán estorbados por la resistencia de los mabden.

El retumbar ahogado volvió a surgir de aquella boca deforme. Las verrugas rojizas palpitaron sobre el inmenso cuerpo de carne blanquecina. Corum se dio cuenta de que una de las piernas del gigante era más corta que la otra, por lo que caminaba con un extraño contoneo. Vio que la boca de Sreng sólo tenía tres dientes, y que el dedo meñique de su mano derecha estaba cubierto por un moho amarillento sobre el que se distinguían manchitas blancas y negras. Corum examinó el cuerpo del gigante con más atención y vio que otras partes de él, y especialmente los muslos cubiertos por las espadas, también estaban salpicadas por manchas de musgo; y la masa colosal de Sreng de las Siete Espadas desprendía un olor pestilente que recordó a Corum el olor del pescado podrido y el hedor de los excrementos de gato.

Los gruñidos de los sidhi que seguían luchando llegaban hasta él desde la oscuridad que se extendía debajo del acantilado. Calatin apenas era visible, una silueta oscura que reía envuelta en el manto de la noche. Sólo Sreng, recortado contra la neblina que siempre debía llevar consigo, podía ser visto con claridad.

Corum pensó que no deseaba morir a manos de aquel dios decrépito llamado Sreng.

Sreng ya estaba agonizando al igual que agonizaban los otros Fhoi Myore, roído por enfermedades que quizá tardarían cien años en acabar con él.

—Sreng, ¿no preferirías volver al Limbo, volver a tu Reino donde no tendrías que perecer? —dijo Corum—. Podría ayudarte a volver a tu mundo, a ese plano en el que tus enfermedades cesarían de atormentarte... Deja que este Reino disfrute de su estado natural, y sal de él llevándote contigo tu frío y tu muerte.

—Te engaña, Gran Sreng —dijo el hechicero Calatin desde la oscuridad—. Sí, Gran Sreng, tienes que creerme... Corum intenta engañarte.

Y una palabra tan ensordecedora como el retumbar del trueno escapó de los labios desgarrados, y esa palabra fue como un eco de la palabra que Corum había pronunciado, como si fuese la única palabra del habla humana que podía ser articulada por aquellos labios.

Y la palabra era: «Muerte».

—Tu Reino te espera... Hay una forma de volver a él.

Un brazo roído por la enfermedad empezó a alzar una tosca espada de hierro. Corum sabía que no podría detener ningún golpe asestado con esa espada. El arma bajó silbando hacia su cabeza y después golpeó con una fuerza terrible el suelo cerca de sus pies. Corum comprendió que Sreng no había fallado deliberadamente el golpe, y que no le había acertado porque el Fhoi Myore tenía grandes dificultades para coordinar los movimientos de sus miembros. Corum se inclinó, cogió el cofrecillo que contenía el Roble y el Carnero, corrió hacia el gigante pasando por debajo de sus brazos y hundió su espada en una de sus pantorrillas.

Los labios del Fhoi Myore dejaron escapar un nuevo sonido retumbante claramente impregnado de dolor. Corum pasó corriendo por entre sus piernas y le hirió detrás de la rodilla, allí donde aquel moho repugnante crecía en gran abundancia. Sreng empezó a girar sobre sí mismo, pero la pierna se le dobló de repente y el Fhoi Myore cayó.

—¡Allí, Gran Sreng! —chilló Calatin mientras Sreng buscaba a tientas a Corum—. ¡Detrás de ti!

Corum sintió cómo la neblina helada empezaba a infiltrarse hasta la médula de sus huesos y se estremeció. Todos sus instintos le gritaban que se alejara de la neblina y que corriera hasta perderse en la noche, pero se mantuvo firme mientras una mano gigantesca bajaba hacia él intentando encontrarle. Lanzó un mandoble contra los tendones de la mano, y un instante después otra espada colosal pasó silbando sobre su cabeza obligándole a agacharse, y faltó muy poco para que le acertara.

Y Sreng cayó de espaldas desplomándose sobre Corum, y su cuello aplastó al príncipe vadhagh contra el suelo mientras su mano seguía buscando al mortal que osaba enfrentarse a él de manera tan temeraria.

Corum se debatió intentando liberarse sin saber si el impacto le había roto algún hueso mientras los dedos roídos por la enfermedad rozaban su hombro, intentaban alzarle en vilo, no lograban cerrarse sobre él y volvían a iniciar su búsqueda. La pestilencia de la carne putrefacta del Fhoi Myore era tan insoportable que Corum estaba a punto de perder el conocimiento, su textura le hacía estremecerse y la neblina helada le estaba robando las pocas fuerzas que le quedaban; pero Corum se dijo que al menos habría muerto valerosamente luchando contra uno de los grandes enemigos de aquellos cuya causa había escogido defender.

¿A quién pertenecía aquella voz que acababa de oír? ¿Sería la voz de Calatin?

—¡Sreng! ¡Te conozco, Sreng!

No, era la voz de Ilbrec. Eso quería decir que Ilbrec había salido vencedor del combate, y que Goffanon yacía muerto sobre la playa. Corum creyó entrever una mano enorme que bajaba hacia él, pero un instante después la mano agarró a Sreng por los pocos cabellos que le quedaban al Fhoi Myore y tiró de la cabeza permitiendo que Corum lograra liberarse. Mientras retrocedía tambaleándose sin haber soltado el cofrecillo que contenía el Roble y el Carnero, Corum vio cómo Ilbrec desenvainaba la gran espada Vengadora, la espada de su padre que colgaba de su cinturón, colocaba la punta del arma sobre el pecho de Sreng y la hundía hasta el corazón enfermo y medio podrido de Sreng, y Corum oyó gritar a Sreng.

El último grito de Sreng asustó más a Corum que cualquiera de los acontecimientos anteriores, pues su último alarido había sido un grito de placer, un tembloroso sonido lleno de deleite lanzado cuando Sreng se dio cuenta de que por fin había encontrado la muerte que tanto anhelaba.

Ilbrec retrocedió alejándose del cuerpo del Fhoi Myore.

—¿Te encuentras bien, Corum?

—Sí, Ilbrec, y gracias a ti... Sólo tengo unos cuantos morados.

—Agradécetelo a ti mismo. Fuiste muy valiente al enfrentarte a Sreng de esa manera... Eres inteligente y tienes un gran coraje, vadhagh. Te salvaste a ti mismo, pues de lo contrario no habría podido llegar a tiempo de ayudarte.

—¿Dónde está Calatin? —preguntó Corum.

—Ha huido. Ahora no podemos hacer nada, pues debemos marcharnos de aquí lo más pronto posible.

—¿Por qué quería Calatin que Sreng le entregara mi cuerpo?

—¿Es eso lo que le pidió? —Ilbrec depositó a Corum en el hueco de su gigantesco brazo mientras envainaba la espada Vengadora—. No tengo ni idea... No sé nada sobre las necesidades de los mabden.

Ilbrec volvió a la playa donde el corcel negro llamado
Crines Espléndidas
pastaba apaciblemente la hierba del acantilado, su arnés adornado con perlas brillando bajo la luz de la luna que acababa de surgir en el cielo.

Corum vio una silueta oscura inmóvil sobre la playa.

—¿Es Goffanon? —preguntó—. ¿Te viste obligado a matarle?

—A juzgar por su manera de luchar, él estaba decidido a acabar conmigo —replicó Ilbrec— Recordé lo que me había contado sobre el encantamiento de Calatin. Supongo que Calatin nos siguió y que logró acercarse lo suficiente a Goffanon para poder volver a ejercer su influencia mágica sobre él. Pobre Goffanon...

—¿Crees que deberíamos enterrarle aquí? —preguntó Corum. Se sentía terriblemente abatido, y sólo en ese momento comprendió cuan grande era el afecto que había llegado a sentir por el herrero sidhi—. No me gustaría que los Fhoi Myore le encontraran, y tampoco deseo que Calatin pueda..., pueda usar su cuerpo.

—Estoy de acuerdo contigo en que eso no sería bueno —dijo Ilbrec—, pero no creo que sea conveniente enterrarle. —Volvió a colocar a Corum sobre la silla de montar de
Crines Espléndidas
, fue hasta donde yacía el cuerpo de Goffanon y lo levantó con cierta dificultad colocando el flácido brazo de Goffanon alrededor de su cuello y echándose el enano a la espalda—. Este enano pesa muchísimo —dijo Ilbrec.

El tono casi despreocupado que había empleado Ilbrec hizo que Corum torciera el gesto, pero quizá el gigante sencillamente sabía ocultar muy bien su tristeza.

—¿Qué hemos de hacer entonces?

—Creo que lo mejor será que lo llevemos a Caer Mahlod con nosotros. —Ilbrec puso un pie en el estribo y se preparó para montar. No lo consiguió hasta después de hacer varios intentos, todos ellos acompañados por gruñidos y maldiciones—. Ah, el enano me ha dejado todo el cuerpo lleno de morados... ¡Maldito sea! —Después miró hacia abajo, vio la expresión que había en el rostro de Corum y sonrió—. Vamos, vamos... Espera un poco antes de empezar a llorar la pérdida de Goffanon el herrero. Los enanos sidhi son muy difíciles de matar. Éste, por ejemplo, tiene la cabezota tan dura que sólo ha perdido el conocimiento durante un rato...

Ilbrec se echó hacia atrás deslizándose sobre la silla de montar para dejar que
Crines Espléndidas
cargara con una parte del peso del enano. Sostenía el hacha de guerra de Goffanon en la misma mano que sujetaba las riendas, y la colocó sobre su silla de montar detrás de Corum.

—Bien,
Crines Espléndidas
, ahora llevas encima tres pasajeros... Espero que no hayas perdido ninguna de tus viejas habilidades.

Corum sonrió de oreja a oreja.

—¡Así que vive! Pero tendremos que movernos muy deprisa para escapar al poder de Calatin, y abandonamos nuestra embarcación... ¿Cómo vamos a cruzar las aguas?


Crines Espléndidas
conoce ciertos caminos —dijo Ilbrec—. Esos senderos no están del todo en esta dimensión, no sé si me entiendes... Ahora galopa, caballo de mi padre, y ve tan deprisa como puedas. Encuentra los caminos que atraviesan el mar.

Crines Espléndidas
piafó, se sostuvo durante un momento sobre sus patas traseras y se lanzó hacia el mar.

Y cuando los cascos de
Crines Espléndidas
entraron en contacto con las aguas y no se hundieron, Ilbrec dejó escapar una gran carcajada de puro placer, y Corum quedó considerablemente asombrado.

No tardaron en avanzar al galope sobre el océano, deslizándose a gran velocidad sobre la superficie de las aguas bajo una luna enorme que hacía brillar las olas, y
Crines Espléndidas
galopó hacia Caer Mahlod sobre el camino que atravesaba el mar.

—Sabes muchas cosas sobre los Quince Reinos, vadhagh —dijo Ilbrec mientras cabalgaban—, por lo que comprenderás que
Crines Espléndidas
posee el gran talento de descubrir lo que podríamos llamar ciertas vetas que no pertenecen del todo a este Reino, al igual que mis cavernas marinas tampoco pertenecen del todo a él. Esas vetas son particularmente abundantes en la superficie del mar, y a veces también se pueden encontrar en el mismo aire. Un mabden se asombraría y llamaría brujería a estas habilidades, pero nosotros sabemos que no tienen nada que ver con la magia; aunque admito que resultan muy espectaculares cuando deseas impresionar a los pobres mabden.

Ilbrec volvió a reír mientras
Crines Espléndidas
seguía cabalgando.

—¡Estaremos en Caer Mahlod antes de que haya amanecido!

Segundo capítulo

El lugar del poder

Las gentes del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich contemplaron con asombro y perplejidad al trío de recién llegados mientras se aproximaban al túmulo cónico sobre el que se alzaba Caer Mahlod.

Goffanon ya había despertado hacía un rato y trotaba al lado de
Crines Espléndidas
. De vez en cuando gruñía quejándose de los morados que le había infligido Ilbrec, pero lo hacía en un tono de buen humor porque sabía que en realidad Ilbrec le había salvado tanto la vida como el orgullo.

—Así que esto es Caer Mahlod —dijo el rubio hijo de Manannan mientras tiraba de las riendas deteniendo a
Crines Espléndidas
delante del foso lleno de agua que protegía a la ciudadela—. No ha cambiado mucho.

—¿Habías estado aquí antes? —preguntó Corum observándole con curiosidad.

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