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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El roble y el carnero (14 page)

BOOK: El roble y el carnero
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 —¡Adiós, Goffanon! —le gritó a su camarada—. ¡Me diste ánimos al unirte a nuestra causa, pero me temo que esa decisión te ha llevado a la muerte!

 Y Corum se asombró cuando oyó la carcajada de Goffanon haciendo eco a la del príncipe Gaynor el Maldito y confundiéndose con ella.

Séptimo capítulo

Un hermano perdido hacía mucho tiempo

Y un instante después Corum cayó en la cuenta de que sólo había una risa, y que era la de Goffanon.

Gaynor había dejado de reír.

Corum clavó la mirada en la masa de guerreros verdes intentando distinguir el otro extremo del paso donde había visto por última vez a Gaynor, pero no había ni rastro de la armadura resplandeciente que cambiaba continuamente de color. Parecía como si el príncipe Gaynor el Maldito hubiera huido del escenario de su triunfo.

Y los Guerreros de los Pinos habían empezado a retroceder y alzaban la mirada hacia el cielo contemplándolo con expresión atemorizada, y Corum corrió el riesgo de mirar hacia arriba y vio a un jinete que se alzaba sobre ellos. El jinete montaba un caballo negro con arreos rojos y de cuero dorado, y las hebillas de la silla de montar tallada con el marfil de una bestia marina y las correas estaban adornadas con enormes perlas sin mácula.

Y de repente el olor limpio y cálido del mar surgió de la nada y se impuso a la pestilencia de los pinos borrándola con su aroma, y Corum comprendió que aquel olor procedía del jinete sonriente que permanecía inmóvil sobre su montura con una mano apoyada en la cadera y la otra sujetando las riendas.

El jinete hizo que su caballo pasara sobre la cañada y volvió grupas para poder contemplar el fondo del paso desde el otro lado, y la maniobra permitió que Corum pudiera hacerse una idea del tamaño del caballo y el jinete.

El rostro del jinete era el de un joven de unos dieciocho veranos, y su mentón estaba cubierto por una barba dorada no muy abundante. Su cabellera color oro estaba recogida en trenzas y colgaba sobre su pecho. Llevaba un peto de bronce adornado con motivos solares y de navíos, y en el que también se veían ballenas, peces y serpientes de mar.

Bandas de oro adornadas con los mismos motivos que el peto brillaban sobre la blanca piel de sus robustos brazos. El jinete vestía una capa azul sujetada en el hombro izquierdo con un gran broche circular. Sus ojos de mirada penetrante eran de un límpido color gris verdoso, y de su cadera colgaba una pesada espada que probablemente fuese más larga que alto era Corum. Sobre su brazo izquierdo había un escudo del mismo bronce reluciente que su peto.

Y Goffanon alzó la mirada hacia el jinete gigantesco que montaba aquel caballo igualmente gigantesco, y le saludó con un grito de placer mientras seguía luchando con el Pueblo de los Pinos.

—¡Te oí venir, hermano! —gritó Goffanon—. ¡Te oí, y enseguida supe quién eras!

Y la carcajada del gigante bajó del cielo y resonó por toda la cañada.

—¡Saludos, pequeño Goffanon! Luchas bien... Siempre luchaste bien.

—¿Has venido a ayudarnos?

—Eso parece. Mi descanso se vio perturbado cuando la escoria Fhoi Myore cubrió de hielo mi océano... He pasado muchos años disfrutando de la paz en mi retiro subacuático, pensando que ya no volvería a tener que soportar la irritante presencia de los Fhoi Myore; pero cuando llegaron de nuevo con su hielo, su niebla y sus ridículos soldados, pensé que debía tratar de darles una lección.

El gigante desenvainó su enorme espada, la metió en la cañada casi como si estuviera jugando y empezó a barrer a los Hermanos de los Pinos empujándolos de un lado a otro con el plano de la espada, y éstos fueron presas del pánico y se apresuraron a retirarse en ambas direcciones.

—Me reuniré con vosotros al otro extremo de este paso —dijo el gigante, agitando las riendas de su caballo y haciendo que se apartara de las laderas—. Me temo que si intentara bajar acabaría atascado...

El suelo tembló mientras el gigantesco jinete desaparecía, y un rato después subieron por la pendiente del otro extremo de la cañada para reunirse con él; y aunque estaba muy cansado, Goffanon echó a correr con los brazos extendidos dejando caer el hacha al suelo.

—¡Ilbrec, Ilbrec! ¡El hijo de mi viejo amigo! ¡No sabía que siguieras vivo!

Ilbrec, quien era dos veces tan alto como Goffanon, bajó de la silla riendo a carcajadas.

—¡Ah, pequeño herrero, te aseguro que de haber sabido que habías sobrevivido te habría buscado hace ya mucho tiempo!

Corum se asombró al ver al sidhi Goffanon alzado en vilo por los enormes brazos de Ilbrec y estrechado afectuosamente entre ellos. Después Ilbrec concentró su atención en Corum.

—Vamos de pequeñez en pequeñez, ¿eh? —exclamó—. ¿Quién es éste que tanto se parece a nuestros antiguos primos vadhagh?

—Es un vadhagh, hermano Ilbrec, un campeón de los mabden desde que los sidhi se marcharon...

Corum se sintió ridículamente diminuto mientras saludaba al gigantesco joven sonriente con una reverencia.

—Saludos, primo —dijo.

—¿Y cómo está tu padre, el gran Manannan? —preguntó Goffanon—. Oí decir que había muerto luchando en la Isla del Este y que ahora yace bajo su propia Colina.

—Así es, y hay una tribu mabden que lleva su nombre. Es honrado en este Reino.

—Y con todos los merecimientos, Ilbrec.

—¿Queda algún superviviente más de nuestro pueblo? —preguntó Ilbrec—. Creía que yo era el último que seguía con vida.

—No queda nadie más, que yo sepa —replicó Goffanon.

—¿Y cuántos Fhoi Myore quedan?

—Seis. Había siete, pero el Toro Negro de Crinanass se llevó consigo a uno cuando abandonó este Reino..., o cuando murió, pues no sé cuál de las dos cosas ocurrió en realidad.

—Seis... —Ilbrec tomó asiento sobre la hierba, y un fruncimiento de ceño entenebreció su dorada frente—. ¿Y cuáles son los nombres de esos seis?

—Uno es Kerenos —dijo Corum—. Otro es Balahr, y también está Goim. En cuanto a los restantes, ignoro cómo se llaman.

—Yo tampoco les he visto —dijo Goffanon—. Se esconden entre su niebla, como de costumbre.

Ilbrec asintió.

—Kerenos con sus perros, Balahr con su ojo y Goim..., Goim con sus dientes. Un trío de lo más desagradable, ¿verdad? Y aunque sólo estuvieran esos tres, ya serían adversarios temibles. Eran tres de los más poderosos, y sin duda ésa es la razón por la cual siguen con vida. Creía que a estas alturas todos los Fhoi Myore se habrían podrido hacía mucho tiempo y que ya estarían completamente olvidados... Hay que reconocer que tienen una gran vitalidad.

—La vitalidad del Caos y de la Vieja Noche —dijo Goffanon mientras acariciaba el filo de su hacha—. Ah, si todos nuestros camaradas estuvieran con nosotros... Qué gran cosecha recogeríamos entonces, ¿eh? Y si esos camaradas empuñaran las Armas de la Luz, qué deprisa haríamos retroceder al frío y a la oscuridad...

—Pero sólo somos dos —dijo Ilbrec con tristeza—, y los sidhi más grandes y poderosos ya no existen.

—Aun así, los mabden son un pueblo valiente —dijo Corum—, y tienen cierto poder. Y si pudiéramos devolverles a su Gran Rey...

—Cierto, cierto... —dijo Goffanon.

Después empezó a contar a su viejo amigo todo lo que había, ocurrido durante los últimos meses desde que los Fhoi Myore habían llegado a las islas de los mabden, y sólo mostró una cierta reticencia cuando habló de Calatin y del encantamiento que el hechicero había arrojado sobre él, pero aun así consiguió contarlo todo.

—Así que el Roble de Oro y el Carnero de Plata todavía existen —murmuró Ilbrec con voz pensativa cuando Goffanon hubo acabado—. Mi padre me había hablado de ellos, y Fand la Hermosa profetizó que un día darían poder a los mabden... Fand, mi madre, era una gran vidente a pesar de que en otros aspectos tuviera sus debilidades. —Ilbrec sonrió y no dijo nada más sobre Fand. Después se puso en pie y fue hacia el lugar en el que su caballo negro estaba mordisqueando la hierba—. Bien, supongo que debemos ir lo más deprisa posible a Caer Garanhir y averiguar qué defensas pueden construir esos mabden, y cuál es la mejor manera de ayudarles cuando ataquen los Fhoi Myore... ¿Creéis que los seis marchan contra esa ciudad?

—Es posible —dijo Corum—, pero normalmente los Fhoi Myore no avanzan delante de sus vasallos, sino que forman la retaguardia del ataque. Sí, a veces esos Fhoi Myore saben comportarse con gran astucia...

—Siempre fueron astutos. ¿Cabalgarás conmigo, vadhagh?

Corum sonrió.

—Si tu caballo promete no confundirme con una pulga en cuanto me haya subido a su grupa cabalgaré contigo, Ilbrec.

Y, riendo, Ilbrec alzó a Corum y le depositó sobre la silla de montar de tal manera que pudiera colocar una pierna a cada lado del enorme pomo adornado con perlas incrustadas. Corum aún no se había acostumbrado a las colosales dimensiones del sidhi (y por fin comprendía cómo era posible que Goffanon se considerase a sí mismo un enano), y se sentía un tanto empequeñecido y débil ante la presencia de Ilbrec.

—Adelante,
Crines Espléndidas
—dijo Ilbrec instalándose detrás de Corum con un crujido de tiras de cuero y de la silla de montar—. Adelante, hermoso caballo, y vayamos al lugar en el que se reúnen los mabden...

Y apenas se hubo acostumbrado a los enormes movimientos del caballo que avanzaba al trote, Corum empezó a poder disfrutar la sensación de montar sobre aquel animal y se dedicó a escuchar la conversación de los dos sidhi mientras Goffanon seguía avanzando con sus largas zancadas al lado del caballo.

—Creo recordar que mi padre me legó un cofre que contiene una armadura y un par de lanzas —dijo Ilbrec con voz pensativa—. Quizá nos resultarían útiles en esta contienda que vamos a emprender, aunque tanto la armadura como las lanzas ya llevan muchas veintenas de años sin ser utilizadas... Si consigo encontrar ese cofre lo sabré.

—¿Te refieres a Jabalina Roja y Astil Amarillo? —se apresuró a preguntar Goffanon—. ¿Y qué ha sido de la espada a la que tu padre puso por nombre Vengadora?

—Como ya sabes, casi todas sus armas se perdieron en la última batalla —dijo Ilbrec—, y otras pertenecían a esa clase de armas que obtienen su fuerza del Reino del que somos originarios, por lo que no podían ser empleadas de la manera adecuada o sólo podían ser empleadas una vez. Aun así, puede que dentro de ese cofre haya algo que nos resulte útil... Se encuentra en una caverna marina que no he vuelto a visitar desde esa batalla. Por lo que sé, el cofre muy bien puede haber desaparecido, estar podrido... o —Ilbrec sonrió— haber sido devorado por algún monstruo marino.

—Bueno, pronto sabremos qué ha sido de él —dijo Goffanon—. Y si Vengadora estuviese allí...

—Me parece que haríamos mejor tomando en consideración nuestras capacidades en vez de confiar en que dispondremos de armas que quizá ya ni siquiera existan en este Reino —dijo Ilbrec, y volvió a reír—. Incluso con ellas, la fuerza de los Fhoi Myore sigue siendo superior a la nuestra.

—Pero añadidas a la fuerza de los mabden, podría obtenerse un poderío considerable —dijo Corum.

—Siempre he apreciado a los mabden —dijo Ilbrec—, aunque no estoy muy seguro de compartir tu fe en sus poderes. Con todo, admito que los tiempos cambian y que las razas también cambian con ellos... Te daré mi opinión acerca de los mabden cuando haya visto cómo se enfrentan a los Fhoi Myore.

—Esa oportunidad no debería tardar en llegar —dijo Corum, y señaló hacia adelante.

Acababa de ver las torres de Caer Garanhir, y eran torres de gran altura que rivalizaban con los edificios de Caer Llud en tamaño y que los superaban ampliamente en belleza.

Eran torres de caliza resplandeciente y obsidiana surcada por vetas oscuras sobre las que revoloteaban los estandartes y banderolas, torres rodeadas por los baluartes de un muro gigantesco que sugería una fuerza invencible.

Pero Corum enseguida supo que aquella impresión de fuerza era engañosa, y que el horrendo ojo de Balahr podía agrietar aquel granito y destruir a todos los que buscaran refugio detrás de él. Incluso contando con el gigante Ilbrec como aliado, resistir a las fuerzas de los Fhoi Myore iba a ser una prueba durísima a la que quizá no consiguieran sobrevivir.

Octavo capítulo

El gran combate de Caer Garanhir

Corum había sonreído cuando vio las expresiones de los que acudieron a los baluartes llamados por el grito de Ilbrec, pero la sonrisa no tardó en esfumarse apenas entró en la magnífica estancia adornada con estandartes enjoyados que servía como sala del trono al rey Daffyn e intentó hablar con un hombre que apenas era capaz de mantenerse en pie y que, a pesar de ello, seguía tomando sorbos de un cuerno lleno de hidromiel mientras trataba de escuchar las palabras de Corum.

La mitad de los caballeros del rey Daffyn yacían inconscientes junto a los bancos cubiertos por sedas manchadas. La otra mitad se apoyaba en cualquier objeto que pudiera proporcionarles un respaldo, algunos de ellos con las espadas desenvainadas mientras gritaban fanfarronadas casi incomprensibles, y otros permanecían inmóviles con la boca abierta y los ojos clavados en Ilbrec, quien había conseguido entrar en la sala y estaba agazapado detrás de Corum y Goffanon.

El Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir no estaba preparado para la guerra. En aquellos momentos sus gentes sólo estaban preparadas para sumirse en el estupor de la borrachera, pues habían estado celebrando una boda, la del príncipe Guwinn, el hijo del rey, con la hija de un gran caballero de Caer Garanhir.

Los que seguían despiertos habían quedado muy impresionados por la repentina aparición de quienes parecían ser tres sidhi de estaturas muy distintas, pero algunos aún estaban seguros de que sufrían los efectos de haberse excedido en el disfrute de la comida y la bebida.

—Los Fhoi Myore marchan contra vos con un poderoso ejército, rey Daffyn —repitió Corum—. ¡Son muchos centenares de guerreros, y la gran mayoría de ellos son criaturas a las que resulta muy difícil matar!

El rostro del rey Daffyn estaba enrojecido por la bebida. Era un hombre robusto y un poco obeso, de aspecto inteligente, pero en aquellos momentos había muy poca inteligencia en sus ojos.

—Me temo que has sobrestimado a los mabden, príncipe Corum —dijo Ilbrec con jovialidad—. Debemos hacer lo que podamos sin ellos.

—¡Esperad! —El rey Daffyn bajó con paso tambaleante los escalones que llevaban a su trono, el cuerno lleno de hidromiel todavía en su mano—. Entonces, ¿hemos de morir con el estómago lleno de bebida?

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