El roble y el carnero (13 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El roble y el carnero
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 El mar se había helado. El proceso de congelación sólo podía haber durado un instante, pues las olas se habían convertido en riscos, y sobre algunos de ellos se veían delicados dibujos blancos que únicamente podían ser espuma helada.

 Corum se sintió desfallecer, y cuando se puso en pie y se inclinó para coger su lanza y su hacha lo hizo con resignada desesperación.

 Goffanon también se puso en pie y colocó cautelosamente un pie calzado con una bota de pieles encima del hielo para comprobar su resistencia. Después salió del bote y se quedó inmóvil sobre el mar, y se ató las tiras de cuero de su capa de pieles para que su cuerpo quedara totalmente cubierto. El aliento empezó a humear de su boca. Corum le siguió y se envolvió en su capa mientras miraba a un lado y a otro. Oyó unos ruidos que parecían venir de muy lejos. Primero fue un gruñido, y después llegó un grito, y le pareció oír los crujidos y chirridos de un enorme carro de batalla construido con mimbres y maderos, y los pesados pasos de una bestia deforme que avanzaba sobre el hielo. ¿Sería así como los Fhoi Myore habían construido sus caminos sobre el mar, y sería ése el método que les había permitido prescindir de navíos? ¿Sería posible que aquel hielo fuera su versión de un puente, o sabían acaso que Goffanon y Corum seguían aquella ruta e intentaban obstaculizar su avance?

 Mientras se agazapaba junto al bote en actitud vigilante, Corum pensó que no tardarían en averiguar las respuestas a aquellas preguntas. Los Fhoi Myore y sus esbirros avanzaban de este a oeste, en la misma dirección que Corum y Goffanon pero moviéndose en un ángulo ligeramente distinto. Corum entrevió siluetas lejanas que avanzaban a pie o sobre sus monturas, olió el aroma familiar de los pinos y distinguió las enormes siluetas de los Fhoi Myore que se alzaban sobre sus carros de batalla, y en una ocasión incluso captó el fugaz destello de una armadura que sólo podía pertenecer a Gaynor. Unos instantes después comprendió que los Fhoi Myore no avanzaban contra Caer Mahlod, y que a juzgar por su rumbo era casi seguro que su destino fuese Caer Garanhir; y se dijo que si los Fhoi Myore llegaban a Caer Garanhir antes que ellos, sus probabilidades de encontrar el Roble y el Carnero quedarían reducidas casi a cero.

 —Garanhir —musitó Goffanon—. Van hacia Garanhir...

 —Sí —respondió Corum con desesperación—, y ahora no tenemos más elección que seguirles y esperar que consigamos alcanzarles cuando lleguen a la costa. Si podemos, debemos advertir a las gentes de Garanhir, Goffanon... ¡Tenemos que advertir al rey Daffyn!

 Goffanon encogió sus inmensos hombros, tiró de su frondosa barba negra y se frotó la nariz. Después extendió los dedos de su mano izquierda, alzó su hacha de guerra de doble filo con la derecha y sonrió.

 —Cierto, debemos hacerlo —dijo.

 Por suerte los Sabuesos de Kerenos no acompañaban al ejército de los Fhoi Myore. Los perros infernales debían seguir recorriendo los alrededores de Craig Dôn buscando a Amergin y los tres amigos. Si los sabuesos hubieran estado presentes, Corum y Goffanon no habrían tenido ninguna posibilidad de evitar el ser detectados. Se pusieron en movimiento y avanzaron cautelosamente siguiendo al ejército de los Fhoi Myore, escrutando lo que tenían delante con la esperanza de que no tardarían en divisar tierra.

 El avance resultaba bastante difícil, pues las olas habían formado pequeñas colinas y surcos muy peligrosos que atravesaban el mar congelado. Cuando presenciaron el desembarco de los Fhoi Myore y del Pueblo de los Pinos en unas costas que sólo una hora antes eran verdes y fértiles y que habían muerto en un instante al quedar repentinamente cubiertas por el hielo, tanto Corum como Goffanon estaban agotados.

 Y el hielo empezó a derretirse mientras los Fhoi Myore dejaban atrás el mar, y Corum y Goffanon se encontraron chapoteando en aguas que aún estaban terriblemente frías y que llegaban hasta el mentón de Corum y el pecho de Goffanon.

 Y cuando llegó tambaleándose y tropezando a la playa cubierta de escarcha con la garganta casi obstruida por una mezcla de mar y neblina, Corum se sintió agarrado por la cintura y alzado en vilo junto con todas sus armas, y un instante después se encontró subiendo a toda velocidad por la ladera de una colina. Goffanon no quería perder ni un momento y se había colocado a Corum debajo de un brazo, y el gigantesco enano sidhi estaba corriendo a grandes zancadas con su cabellera y su barba revoloteando al viento mientras las grebas y la armadura tintineaban sobre su enorme cuerpo, y tener que cargar con el peso de Corum no parecía dificultar en lo más mínimo su veloz carrera.

 —¡Eres un enano muy útil, Goffanon! —consiguió observar Corum aunque los dedos de Goffanon le estaban dejando bastante doloridas las costillas—. Me asombra que alguien de tan poca estatura como tú pueda poseer tales reservas de energía...

 —Supongo que he compensado mi escasa talla cultivando la resistencia física —replicó Goffanon en un tono muy serio.

 Dos horas después ya llevaban una considerable delantera a las fuerzas de los Fhoi Myore. Se sentaron en una pequeña hondonada donde disfrutaron del olor del viento y las flores silvestres, pero mientras lo hacían su placer estaba enturbiado por la certeza de que la vegetación no tardaría en morir a causa del frío. Quizá ésa fuera la razón por la que Corum apreciaba tanto su olor mientras aún seguía con vida.

 Goffanon dejó escapar un ruidoso suspiro mientras se inclinaba para contemplar una margarita que estaba claro no quería arrancar del suelo.

 —Las tierras de los mabden se cuentan entre las más hermosas de este reino —dijo—. Y ahora van a perecer, al igual que han perecido todas las otras tierras cuando han sido conquistadas por los Fhoi Myore.

 —¿Y qué ha sido de las otras tierras de este reino? —le preguntó Corum—. ¿Qué sabes de ellas?

 —Ya hace mucho tiempo que los restos enfermos de la raza de los Fhoi Myore las convirtieron en masas de hielo envenenado —dijo Goffanon—. Esas tierras no corrían peligro en parte porque los Fhoi Myore se acordaban de Craig Dôn y evitaban acercarse a aquel lugar, y en parte porque aquí es donde establecieron su morada los sidhi que sobrevivieron. Necesitaron mucho tiempo para volver de los mares del este y de más allá de ellos... —Goffanon se puso en pie—. Bien, ¿quieres sentarte sobre mis hombros?

 Creo que si lo haces estarás mucho más cómodo.

 Y Corum aceptó cortésmente la oferta y trepó a los hombros del enano; y reanudaron la marcha, pues no había tiempo que perder.

 —Esto demuestra cuan necesario es que los mabden estén unidos —dijo Corum desde su nueva y mucho más elevada posición—. Si existieran medios de comunicación adecuados entre los mabden que siguen con vida, ahora todos podrían reunirse para atacar a las fuerzas de los Fhoi Myore desde varias direcciones a la vez.

 —Pero ¿qué me dices de Balahr y de los demás? ¿Qué hay en los arsenales de los mabden que pueda defenderles de la temible mirada de Balahr?

 —Tienen sus Tesoros. Ya he visto con mis propios ojos cómo uno de ellos, la lanza Bryionak que me entregaste, puede hacer mucho daño a los Fhoi Myore.

 —Sólo había una lanza Bryionak —replicó Goffanon en un tono casi melancólico—, y ahora se ha esfumado, y no cabe duda de que habrá vuelto a su propio reino.

 Entraron en una angosta cañada que discurría entre riscos de caliza blanca coronados por hierba muy verde.

 —Si no me falla la memoria, la ciudad de Caer Garanhir queda a poca distancia del otro extremo de este paso —dijo Goffanon.

 Pero mientras avanzaban por el paso que serpenteaba entre las rocas y que se iba haciendo más angosto a medida que se aproximaba al otro extremo, vieron un grupo de siluetas inmóviles que les aguardaban.

 Al principio Corum pensó que eran caballeros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir que habían sido alertados de su venida y que habían acudido allí para recibirles y darles la bienvenida, pero un instante después percibió el color verdoso de los caballos y los jinetes y comprendió que no eran amigos. Las filas de siluetas verdosas se separaron y otro jinete apareció por el hueco que habían dejado, un jinete cuya armadura cambiaba continuamente de color y cuyo rostro quedaba totalmente oculto por un yelmo de metal liso y sin ninguna clase de adornos.

 Y Goffanon se detuvo, y bajó a Corum de sus hombros y lo depositó sobre la arcilla blanquecina del suelo, y miró hacia atrás porque acababa de oír un sonido. Corum también miró en esa dirección.

 Otro grupo de jinetes de piel verdosa montados sobre caballos verdes acababa de aparecer y estaba bajando por las empinadas laderas de la cañada, y el olor a pinos que brotaba de sus cuerpos no tardó en impregnar el aire. Los jinetes llegaron al fondo de la cañada y se quedaron inmóviles.

 La voz de Gaynor creó ecos al rebotar en las paredes del angosto paso, y cuando habló su tono no podía ser más alegre y triunfante.

 —Si hubierais decidido permanecer en Craig Dôn como invitado mío habríais podido prolongar vuestra vida sin ninguna dificultad, príncipe Corum —dijo Gaynor—. ¿Y dónde está ese corderito llamado Amergin que me habéis robado?

 —Cuando le vi por última vez, Amergin agonizaba —dijo Corum decidiendo responder con la verdad, y cogió el hacha que colgaba de su espalda.

 —Creo que ha llegado el momento de talar unos cuantos pinos, Corum —murmuró Goffanon, y avanzó hasta quedar de cara a los jinetes que había detrás de ellos mientras Corum se encaraba con los que había delante. Goffanon sopesó con expresión pensativa su enorme hacha de guerra y la hizo girar entre sus dedos, y los rayos del sol veraniego arrancaron destellos al metal—. Bien, al menos moriremos en el calor del verano —añadió Goffanon—, y nuestros huesos no acabarán siendo roídos por la neblina del Pueblo Frío...

 —Cierto, tendría que habéroslo advertido —dijo el príncipe Gaynor el Maldito—. Amergin sólo podía alimentarse con una dieta de hierbas muy peculiares y difíciles de encontrar. Así que el Gran Rey de los mabden ha perecido como un cordero, y ahora sólo quedan de él unos cuantos despojos... Bueno, no importa.

 Corum oyó una especie de rugido distante detrás de él, y comprendió que el sonido debía ser producido por el avance de los Fhoi Myore, que se estaban desplazando mucho mas deprisa de lo que jamás hubiese creído posible.

 Goffanon inclinó la cabeza a un lado y escuchó los sonidos con una expresión casi de curiosidad.

 Y de repente los jinetes de rostros verdosos iniciaron su carga con tal ímpetu que las laderas de la cañada temblaron, y la lúgubre carcajada de Gaynor se volvió más y más estridente y ensordecedora.

 Corum hizo girar su hacha de guerra y el filo dejó una gran herida en el cuello de la primera montura, y pudo ver cómo un líquido viscoso de color verde rezumaba del tajo.

 El golpe frenó al caballo, pero no lo mató. Sus ojos verdes giraron en sus órbitas y sus fauces se cerraron con un castañeteo de dientes, y el jinete de piel verdosa que lo montaba hizo bajar el filo embotado de su espada de hierro hacia la cabeza de Corum.

 Corum ya había luchado con Hew Argech, un jinete del Pueblo de los Pinos, y sabía cómo parar golpes semejantes. Lanzó un tajo contra la muñeca mientras ésta bajaba, y tanto la mano como la espada salieron despedidas hacia el suelo igual que una rama cortada de un árbol. Después atacó las patas del caballo, y consiguió que éste se derrumbara sobre la arcilla terrosa y quedara tendido en ella haciendo intentos infructuosos de recuperar la posición vertical. Eso ayudó a confundir al siguiente jinete que se lanzó sobre Corum, y el mandoble que intentó asestarle su nuevo atacante quedó desviado al no poder impedir éste que las patas de su montura tropezasen con las del animal herido. El olor a pinos que se desprendía de la savia que iba brotando de las heridas abiertas por Corum no tardó en saturar el aire y volverlo casi irrespirable. En el pasado Corum siempre lo había encontrado muy agradable, pero desde su primer encuentro con el Pueblo de los Pinos una sola vaharada de aquel aroma dulzón que había llegado a resultarle odioso bastaba para hacerle sentir náuseas.

 Goffanon había derribado por lo menos a tres jinetes del Pueblo de los Pinos y estaba golpeando sus cuerpos con el hacha, cercenando miembros para que no pudieran moverse; pero los jinetes caídos aún vivían, y sus ojos verdes no se apartaban ni un instante de su enemigo, y sus labios verdosos se fruncían en gruñidos de furia. Hubo un tiempo en el que aquellos jinetes habían sido la flor y nata de los guerreros mabden, probablemente del mismo Caer Llud, pero la sangre humana había sido extraída de sus venas y había sido sustituida con la savia de los pinos, y se habían convertido en sirvientes de los Fhoi Myore porque se avergonzaban de lo que habían llegado a ser y, al mismo tiempo, se sentían orgullosos de ser distintos.

 Mientras luchaba, Corum intentó mirar a su alrededor para ver si había alguna forma de escapar de la cañada, pero Gaynor había escogido el mejor sitio posible para lanzar el ataque, aquel donde las laderas eran más abruptas y donde el paso se hacía más angosto.

 Eso significaba que Corum y Goffanon podrían defenderse durante más tiempo, pero les quitaba toda esperanza de huir. Acabarían sucumbiendo ante el ataque del Pueblo de los Pinos, y más tarde o más temprano serían vencidos por aquellos árboles vivientes, aquellos hermanos del enemigo más antiguo del roble. El Pueblo de los Pinos reanudó la ofensiva como un bosque que avanza entre susurros y crujidos de ramas, y se lanzó de nuevo contra el vadhagh que tenía un solo ojo y una mano de plata y contra el gigantesco sidhi de la frondosa barba negra.

 Y Gaynor lo observaba todo desde una distancia prudencial, y seguía riendo. Estaba disfrutando de su diversión favorita —la destrucción de los héroes, el aplastamiento del honor, el exterminio de la virtud y el idealismo—, y si se regocijaba en ello era precisamente porque nunca había logrado expulsar del todo aquellas cualidades de su propio ser.

 Obrando así, Gaynor intentaba acallar cualquier voz que osara tratar de recordarle la posibilidad de salvarse, aquella esperanza que no se atrevía a albergar, esa ambición que temía nutrir dentro de su pecho.

 El cansancio estaba empezando a entumecer los brazos de Corum, y el príncipe vadhagh se tambaleaba mientras cortaba brazos de piel verdosa, lanzaba tajos contra las verdes cabezas y destrozaba los cráneos de las monturas verdes, y se sentía cada vez más mareado por el olor de la savia de pino que ya había vuelto pegajoso el suelo debajo de sus pies.

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