—He dormido y he esperado.
—Pero ¿qué poder os ha mantenido en este plano? —preguntó Corum, pues aquél era un enigma que le había tenido perplejo desde la aparición de la Mujer del Roble—. ¿Qué gran poder era ése, Mujer del Roble?
—El poder de mi promesa —replicó ella.
—¿Y nada más?
—¿Por qué iba a ser necesario que hubiera algo más?
Y la Mujer del Roble retrocedió hasta el tronco del Roble de Oro y entró en él, y fue seguida por el Carnero de Plata, y la luz del roble empezó a debilitarse y luego hasta los mismos contornos del roble se volvieron borrosos, y unos momentos después el Roble de Oro, el Carnero de Plata y la Mujer del Roble se esfumaron y no volvieron a ser vistos nunca más en las tierras de los mortales.
El arpa Dagdagh
Los habitantes de Caer Mahlod llevaron en alegre cortejo a su Gran Rey Amergin de vuelta a su ciudad fortaleza, y fueron muchos los que bailaron mientras atravesaban el bosque bañado por los rayos de la luna, y los rostros de Ilbrec, quien cabalgaba sobre su negro corcel
Crines Espléndidas
, y de Goffanon estaban iluminados por grandes sonrisas.
Y sólo había una frente fruncida entre todos ellos, y era la de Corum, pues las palabras que había oído de labios de la Mujer del Roble no tenían nada de halagüeño, y Corum se fue rezagando y fue el último en llegar a la gran sala de Caer Mahlod.
La alegría que se había adueñado de todos les nublaba la vista, y nadie se dio cuenta de que Corum no sonreía, y le dieron palmadas en los hombros y brindaron a su salud, y le honraron y le agasajaron con tanto entusiasmo como honraban y agasajaban a su Gran Rey.
Y el banquete no tardó en empezar, y con él las libaciones y las canciones acompañadas por las arpas de los mabden.
Corum, flanqueado por Medhbh a un lado y por el rey Mannach al otro, bebió una cantidad considerable de hidromiel e intentó expulsar el recuerdo del arpa de su mente.
Vio cómo el rey Mannach se inclinaba sobre la mesa hacia el puesto que ocupaba Goffanon, sentado al lado de Ilbrec, quien honraba el festejo y a sus anfitriones, no dando la menor señal de incomodidad a pesar de que tenía que sentarse en el suelo y se veía obligado a permanecer con las piernas cruzadas al lado del banco.
—¿Cómo llegó a vuestro conocimiento el ensalmo que hizo acudir a la Mujer del Roble, noble Goffanon? —le preguntó.
—No conocía ningún encantamiento especial —replicó Goffanon apartando de sus labios el caldero de hidromiel del que acababa de beber y dejándolo sobre la mesa—. Confié en mis recuerdos más ocultos y en los recuerdos de mi pueblo. Apenas si oí las palabras de mi canción, pues surgieron de mis labios como si tuvieran voluntad propia. Confié en que llegarían tanto a la Mujer del Roble como al espíritu de Amergin, fuera cual fuese el lugar por el que andaba vagando a la deriva. Fue el mismo Amergin quien me reveló la palabra que, a su vez, produjo la música que, a su vez, dio comienzo a la transformación.
—Dagdagh... Una palabra muy antigua —dijo Medhbh, sin darse cuenta de que Corum se estremecía al oírla—. ¿Un nombre, quizá?
—Y también un título. Es una palabra que tiene muchos significados.
—¿Es un nombre sidhi?
—No lo creo, aunque está relacionado con los sidhi. El Dagdagh guió a los sidhi al combate en más de una ocasión. Veréis, yo soy joven para las pautas con las que los sidhi miden la edad, y sólo tomé parte en dos de las nueve contiendas históricas contra los Fhoi Myore, y para aquel entonces ya nadie pronunciaba en voz alta esa palabra. No sé por qué, salvo que fuese quizá porque parecía haber algunas sospechas de que Dagdagh había traicionado nuestra causa.
—¿La había traicionado...? Pero esta noche no ha ocurrido así, ¿verdad?
—No —dijo Goffanon, y unas cuantas arrugas ensombrecieron su frente—. Esta noche no...
El herrero sidhi alzó el caldero de hidromiel hasta sus labios y tomó un buen trago de él.
Jhary-a-Conel se levantó de su asiento y fue hasta Corum.
—¿Por qué estás tan pensativo, viejo amigo? —le preguntó.
Corum agradeció que Jhary se hubiera dado cuenta de su melancolía, pero al mismo tiempo no deseaba estropearle la celebración; por lo que intentó sonreír de la manera más convincente posible y meneó la cabeza.
—Supongo que estoy cansado —dijo—. Últimamente he dormido muy poco.
—Esa arpa... —siguió diciendo Medhbh, y Corum deseó que se olvidara de ella—.
Recuerdo haber oído las notas de un arpa muy similar. —Se volvió hacia Corum—. Fue en el Castillo Owyn, cuando cabalgamos hasta allí.
—Cierto —murmuró Corum—. Fue en el Castillo Owyn...
—Es un arpa misteriosa —dijo el rey Mannach—, pero me alegra que exista, y si nos trae dones como el haber recuperado a nuestro Gran Rey me encantará volver a oír su música en cualquier momento.
El rey Mannach alzó su cuerno de hidromiel para brindar por Amergin, quien estaba sentado a la cabecera de la mesa, sonriente y tranquilo pero bebiendo muy poco.
—Ahora por fin agruparemos a todos los pueblos y tribus de los mabden que aún perduran —dijo el rey Mannach—. Reuniremos un gran ejército, y cabalgaremos contra los Fhoi Myore. ¡Y esta vez no dejaremos a ninguno con vida!
—Son palabras muy valientes —dijo Ilbrec—, pero necesitamos algo más que coraje. Necesitamos armas como mi espada Vengadora. Necesitamos astucia... Sí, y cautela cuando ello beneficie a nuestra causa.
—Habláis con sabiduría, noble sidhi —dijo Amergin—, y lo que acabáis de decir es como un eco de mis pensamientos.
Su rostro anciano y al mismo tiempo juvenil estaba lleno de buen humor, como si el gran problema que representaban los Fhoi Myore no le inquietara en lo más mínimo. El Gran Rey ya no llevaba las prendas de piel de oveja, sino una holgada túnica de seda amarilla adornada con bordados rojos y azules, y su cabellera estaba trenzada y recogida sobre su espalda.
—Con Amergin para aconsejarnos y Corum para guiarnos a la batalla —intervino el rey Mannach— no creo decir ninguna tontería si afirmo que me siento optimista. —Se volvió hacia Corum y le sonrió—. Cada día que pasa somos más fuertes. Hace poco parecía que todos íbamos a morir y que nuestra raza sería destruida, pero ahora...
—Ahora... —dijo Corum después de haber apurado de un trago todo un cuerno de hidromiel y haberse limpiado los labios con el dorso de su mano de plata—. Ahora celebramos grandes victorias...
Y, sin poder reprimir por más tiempo el impulso de estar solo, se levantó del banco, pasó sobre él y salió de la estancia.
Vagó por la noche y recorrió las calles de Caer Mahlod —calles que estaban repletas de alegría, música y carcajadas—, y salió por las puertas de la ciudad, y caminó a grandes zancadas sobre la tierra húmeda yendo hacia donde se podía oír el retumbar distante del mar.
Y acabó deteniéndose al borde del abismo que le separaba de las ruinas del Castillo Erorn, su antiguo hogar, que aquellas gentes llamaban Castillo Owyn y creían no era más que una formación rocosa creada por la naturaleza.
Las ruinas brillaban bajo la luz de la luna y Corum deseó poder volar a través del abismo, y poder entrar en el Castillo Erorn y encontrar una puerta que le llevara de regreso a su mundo. Allí se había sentido muy solo, pero no era aquélla la soledad que sentía en esos momentos; pues comparada con la de antaño, esa nueva melancolía era la desolación más absoluta.
Y entonces vio un rostro que le contemplaba desde las oquedades en que se habían convertido las ventanas del castillo. Era un rostro muy hermoso, un rostro de piel dorada y expresión burlona.
—¡Dagdagh! —gritó Corum con voz enronquecida—. ¿Eres tú, Dagdagh?
Y oyó una carcajada que se convirtió en la música de un arpa. Corum desenvainó su espada. El mar hervía y espumeaba debajo de él, y las olas se lanzaban sobre las rocas en que terminaba el acantilado. Corum se preparó para saltar el abismo, pues quería buscar al joven de la piel dorada y preguntarle por qué le torturaba de aquella manera.
Tensó sus músculos sin importarle que pudiera caer al abismo y morir.
Y entonces sintió el roce de una mano suave y fuerte sobre su hombro, y Corum intentó librarse de ella.
—¡Suéltame, Dagdagh! —gritó.
—Dagdagh es nuestro amigo, Corum —murmuró la voz de Medhbh junto a su oreja—.
Dagdagh ha salvado a nuestro Gran Rey.
Corum se volvió hacia ella y vio cómo Medhbh clavaba la mirada de sus ojos preocupados en su único ojo.
—Envaina tu espada —dijo Medhbh—. Aquí no hay nadie, Corum.
—¿No has oído la música de su arpa?
—Oí la música que crea el viento al deslizarse por los recovecos del Castillo Owyn. Eso es lo único que oí.
—¿No viste su rostro..., su rostro burlón?
—Vi una nube pasando por delante de la luna —replicó Medhbh—. Vamos, Corum... Vuelve conmigo a nuestra celebración.
Y Corum envainó su espada y suspiró, y permitió que Medhbh le llevara de regreso a Caer Mahlod.
Y ése fue el final de la Historia del Roble y el Carnero.
Se enviaron mensajeros al otro lado del mar para que llevaran a todos la noticia de que el Gran Rey había sido devuelto a sus gentes. Unos zarparon con rumbo oeste para informar de ello a Fiachadh, monarca del Reino de los Tuha-na-Manannan (aquel pueblo llamado así por la familia de Ilbrec, como había sabido Corum de labios del propio gigante sidhi), y otros zarparon con rumbo norte para dar la buena nueva al Reino de los Tuha-na-Tir-nam-Beo, y otros mensajeros fueron al Reino de los Tuha-na-Anu y otros visitaron al rey Daffyn, monarca del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir; y allí donde encontraron tribus de los mabden les dijeron que el Gran Rey estaba en Caer Mahlod, y que Amergin dedicaba todas sus horas a pensar en la guerra contra los Fhoi Myore, y que los representantes de todas las tribus de la raza mabden eran convocados allí para planear la última gran batalla que decidiría quien gobernaría las Islas del Oeste.
Las forjas y herrerías resonaban con el rugir y el tintinear de metales y martillos mientras se daba forma a las espadas y las hachas y las lanzas eran afiladas bajo la vigilancia del más grande de todos los herreros, el sidhi llamado Goffanon.
Y el optimismo y una nerviosa impaciencia se adueñaron de los hogares de todos los mabden mientras sus moradores se preguntaban qué decisión acabarían tomando Corum de la Mano de Plata y el Archidruida Amergin, y dónde se libraría la batalla y cuándo daría comienzo ésta.
Y otros escucharon a Ilbrec, quien solía sentarse en algún campo para contarles las historias que había oído de labios de su padre, a quien muchos consideraban el más grande de todos los héroes sidhi, las historias de los Nueve Combates contra los Fhoi Myore y de las hazañas y acciones valerosas de aquellos tiempos; y esas historias (algunas de las cuales ya conocían) les dieron ánimos y reavivaron su valor, y todos se alegraron al comprender que todas aquellas heroicidades que hasta entonces se creían fruto de la fantasía de los bardos habían sido reales.
Y sólo cuando veían a Corum, pálido y pensativo, con la cabeza inclinada como si intentara captar una voz que sus oídos no lograban capturar, pensaban en la tragedia de aquellas historias y en los grandes corazones que se habían detenido para siempre sirviendo a su raza.
Y entonces los moradores de Caer Mahlod callaban y se entristecían, y comprendían la enormidad del sacrificio que el príncipe vadhagh llamado Corum de la Mano de Plata había hecho por su causa.