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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El roble y el carnero (20 page)

BOOK: El roble y el carnero
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Ilbrec bajó lentamente por el túmulo y se quedó inmóvil junto a su viejo amigo Goffanon.

Y después fue el rey Mannach quien subió al túmulo, ascendiendo lentamente por la pendiente con el cofrecillo abierto en sus brazos, y del interior del cofrecillo brotaban reflejos dorados y plateados. El rey Mannach colocó el roble de oro junto a la cabeza de Amergin, donde quedó encarado al sol poniente, y el roble brilló con potentes destellos pareciendo absorber todos los rayos de luz que quedaban en el cielo. Después el rey Mannach colocó la efigie del carnero de plata a los pies de Amergin, de tal manera que los rayos de la luna cayeran sobre ella, y el carnero de plata empezó a arder con una fría luz blanca.

Corum pensó que, salvo por su tamaño, aquellas dos efigies bien podrían haber sido un árbol y un carnero vivos, tan exquisita era su artesanía. El cortejo se acercó un poco más al túmulo mientras el rey Mannach bajaba de él, y todos los ojos se clavaron en el cuerpo yaciente del Gran Rey y en el roble y el carnero. Sólo Corum permaneció inmóvil donde estaba. El frío ya se había esfumado de su cuerpo, pero Corum seguía temblando y todavía luchaba con el miedo que intentaba adueñarse de su mente.

Después le llegó el turno a Goffanon el herrero, con su hacha de doble filo que él mismo había forjado siglos antes apoyada sobre su ancho hombro, el oro del roble y la plata del carnero reflejada en su casco, sus grebas y su peto de hierro pulimentado; y Goffanon subió hasta la mitad de la pendiente del túmulo y se detuvo allí, y bajó su hacha dejando que el filo reposara sobre la tierra, y después apoyó las manos en el mango.

Corum podía oler los delicados perfumes de los árboles, los matorrales espinosos, los rododendros y la hierba del bosque. Aquellos olores eran cálidos y agradables, y tendrían que haber disipado la sensación de temor que embargaba a Corum, pero no lo hicieron. Corum siguió un poco apartado de los demás, y se quedó inmóvil al borde del claro deseando que Medhbh no se hubiera adelantado con el resto del cortejo y que estuviera a su lado para consolarle. Pero ninguno de los presentes se había dado cuenta de lo que le ocurría a Corum, pues todos los ojos permanecían clavados en la silueta del Gran Rey, en la efigie del roble que había junto a su cabeza y en la del carnero que había a sus pies; y Corum se dio cuenta de que el silencio había extendido su manto sobre el bosque, pues ya no se oían sonidos de animales ni el susurrar de las hojas. Todo estaba inmóvil y en silencio, como si hasta la misma naturaleza hubiese suspendido toda su actividad a la espera de ver qué acontecimientos iban a ocurrir en aquel lugar.

Y Goffanon alzó su enorme cabeza barbuda hacia la luna y empezó a cantar con la misma voz límpida y grave con la que antes había entonado la canción de su propia muerte cuando creía que los Hermanos de los Pinos iban a acabar con él; y aunque las palabras fueron pronunciadas en la lengua de los sidhi, que estaba emparentada con las lenguas de los vadhagh y de los mabden, Corum pudo oír y entender muchas.

Antiguos eran los sidhi

mucho antes de la Llamada.

Murieron en tierras extrañas

y en nobles circunstancias.

Promesas inquebrantables hicieron,

juramentos que ataban con más fuerza que la sangre,

votos más grandes que el amor,

de ayudar a la raza de los mabden.

Llegaron sobre las nubes

a las islas del Oeste,

sus armas y su música

sostenidas en sus brazos.

Gloriosamente combatieron,

y noblemente murieron

en la batalla y en la pena

haciendo honor a sus juramentos.

Antiguos eran los sidhi,

orgullosos de obra y palabra;

y los cuervos siguieron sus pasos

hasta reinos que no eran el suyo.

¡Antiguos eran los sidhi!

E incluso en la muerte

cumplieron sin falta alguna

todos sus juramentos.

Carros y tesoros,

túmulos y cavernas

son hoy sus monumentos

y sus nombres.

Pocos son los héroes que quedan

para proteger las tierras de la amenaza de los pinos.

Los robles agonizan,

y un invierno de otro mundo va acabando con ellos.

Antiguos eran los sidhi,

hermanos del roble,

amigos del sol,

enemigos del hielo.

Los cuervos engordaron

con la carne de los sidhi.

¿Quién queda ahora

para ayudar al roble?

Hubo un tiempo en el que la Mujer del Roble

estaba entre nosotros y su fuerza compartía,

y su sabiduría nos dio valor

y los Fhoi Myore cayeron.

Los Fhoi Myore cayeron.

La luz del sol inundó el oeste,

y la Mujer del Roble durmió.

Su obra estaba hecha.

¡Antiguos eran los sidhi!

Pocos sobrevivieron.

Voces proféticas hablaron,

pero los sidhi no las escucharon.

La Mujer del Roble se agitó en su lecho,

e hizo nuevas promesas.

Si el frío volvía a avanzar,

de su sueño despertaría.

Sus manos y sus artes crearon

místicos talismanes,

murallas contra el poder del invierno

para salvar sus robles amados.

Y la Mujer del Roble sonrió en sueños,

protegida de la nieve,

asegurado su juramento

y reforzada su palabra.

En nueve combates cayeron los Fhoi Myore;

en nueve combates murieron los sidhi;

pocos héroes sobrevivieron a la última contienda,

y en ella cayeron Manannan y todos los suyos.

El gran Manannan halló la paz en la muerte.

No había luchado en vano,

pues recordó el juramento de la Mujer del Roble

y su promesa de ayudar a la raza del mañana.

La Mujer del Roble durmió en su santuario.

Una palabra bastaría para despertarla.

El décimo gran combate se aproximaba,

y la palabra empezó a ser buscada.

La palabra se había perdido.

Tres héroes la buscaron.

Goffanon cantó una canción

y la palabra fue encontrada.

Cuando Goffanon terminó su canción todos permanecieron inmóviles. El herrero sidhi bajó la cabeza y apoyó el mentón sobre el pecho, y esperó en silencio.

Y de la silueta que yacía sobre la cima del túmulo llegó un sonido tan débil que apenas podía ser oído, y que al principio apenas era más que aquel lamentable balido que ya les resultaba tan terriblemente familiar.

Goffanon alzó la cabeza y escuchó con gran atención. El balido cambió durante un instante fugaz, y el nuevo sonido se desvaneció rápidamente en el silencio.

Goffanon se volvió hacia los que aguardaban.

Y Goffanon habló en voz baja y cansada.

—La palabra es «Dagdagh» —dijo.

Y cuando oyó la palabra Corum dejó escapar un jadeo ahogado, pues una terrible sacudida acababa de recorrer todo su cuerpo acelerándole el pulso y haciendo que se tambaleara y que le diera vueltas la cabeza, a pesar de que la palabra no tenía ningún significado para el príncipe vadhagh. Corum vio cómo Jhary-a-Conel se volvía hacia él y le miraba fijamente con el rostro repentinamente empalidecido.

Y entonces el arpa empezó a sonar.

Corum ya había oído el arpa antes. Era el arpa cuyas notas habían llegado hasta él procedentes del Castillo Erorn durante su primera estancia en Caer Mahlod, el arpa que había oído en sueños; y esta vez sólo la melodía era distinta, pues la melodía que podía oírse en el bosquecillo era un cántico de triunfo que exaltaba el espíritu y daba ánimos, una canción de confianza y risas.

—Dagdagh... ¡El arpa! —oyó que murmuraba Ilbrec con voz asombrada—. Creía que había callado para siempre...

Corum tenía la sensación de estar ahogándose. Tragó grandes bocanadas de aire y se llenó los pulmones con ellas mientras intentaba controlar su terror. Volvió la cabeza para escrutar con temor las oscuras siluetas de los árboles que se alzaban detrás de él, pero no vio nada salvo las sombras.

Y cuando se volvió de nuevo hacia el túmulo quedó medio cegado, pues el Roble de Oro estaba creciendo y sus ramas doradas se desplegaban sobre las cabezas de quienes lo contemplaban y emitían un resplandor maravilloso; y Corum quedó tan asombrado que olvidó su miedo. El Roble de Oro siguió creciendo hasta que pareció cubrir todo el túmulo, y el cuerpo de Amergin a duras penas podía ser visto debajo de él.

Y todos los que estaban contemplándolo quedaron paralizados de estupor y asombro cuando vieron surgir del roble una doncella tan alta como Ilbrec; una mujer cuya cabellera era verde como las hojas del roble y cuyos ropajes tenían el mismo color marrón oscuro que el tronco de un roble, y cuya piel era tan blanca como la pulpa del roble que yace bajo la corteza, y aquella aparición era la Mujer del Roble.

—Recuerdo mi promesa —dijo sonriéndoles—. Recuerdo la profecía. Te conozco, Goffanon, pero no conozco a los demás.

—Son mabden, salvo por Corum e Ilbrec. Son buenas gentes, Mujer del Roble, y reverencian a los robles. ¿Ves? Hay robles por todas partes, pues éste es su Lugar de Poder, su Lugar Sagrado... —Goffanon hablaba en un tono casi vacilante, y aquella visión parecía impresionarle tanto como a los mabden—. Ilbrec es el hijo de tu amigo, el hijo de Manannan... Él y yo somos los únicos sidhi que aún viven. Y Corum es un pariente nuestro de la raza vadhagh. Los Fhoi Myore han vuelto y nos hemos enfrentado a ellos, pero somos débiles. Amergin, el Gran Rey de los mabden, yace a tus pies agonizando debido a un encantamiento. Su alma se ha convertido en el alma de una oveja, y no conseguimos encontrar el alma que ha perdido.

—Si es lo que necesitáis, yo encontraré su alma —dijo la Mujer del Roble con una leve sonrisa.

—Es lo que necesitamos, Mujer del Roble.

La Mujer del Roble bajó la mirada hacia Amergin. Después se inclinó sobre él y escuchó el latir de su corazón primero y su respiración después.

—Su cuerpo está muriendo —dijo por fin.

Un gemido brotó de los labios de todos los que la habían estado observando salvo de los de Corum, pues el príncipe vadhagh había estado aguzando el oído para captar las notas de aquel arpa terrible, pero el arpa había dejado de sonar.

Después la Mujer del Roble cogió el Carnero de Plata que el rey Mannach había dejado a los pies de Amergin.

—Hace tiempo fue profetizado que el Carnero debía recibir un alma —dijo—. Ahora el alma de Amergin empieza a abandonar su cuerpo y proporciona un alma al Carnero.

Amergin debe morir.

—¡No! —gritaron una veintena de labios al unísono.

—Pero debéis esperar —les riñó la Mujer del Roble con una amable sonrisa.

Colocó el carnero junto a la cabeza de Amergin, y empezó a cantar:

¡Alma que vuela hacia el Mar Materno,

cordero que balas a la luna que asoma en el cielo!

Detente, alma, calla, cordero...

¡Aquí está tu hogar!

El balido volvió a oírse, pero esta vez era un balido alegre, lleno de vida, el grito que lanza un corderito recién nacido; y el balido venía del Carnero de Plata iluminado por los rayos de la luna que caían sobre sus rizos de plata, y el Carnero de Plata empezó a aumentar de tamaño ante los ojos de quienes lo contemplaban, y el balido se hizo más potente y se fue volviendo más grave y profundo, y el Carnero de Plata volvió la cabeza y en sus ojos había la misma inteligencia que Corum había visto brillar en los ojos del Toro Negro de Crinanass; y entonces Corum comprendió que aquel animal, al igual que el toro, pertenecía a un rebaño que los sidhi habían traído consigo cuando entraron en aquel Reino. El Carnero vio a la Mujer del Roble, corrió hacia ella y le rozó una mano con el hocico.

Después la Mujer del Roble volvió a sonreír, alzó la cabeza hacia el cielo y reanudó su cántico:

Alma que mora en el Mar Materno,

abandona tu apacible refugio.

Tu destino terrenal aún no ha llegado a su fin...

¡Aquí está tu hogar!

Y el cuerpo del Gran Rey se agitó como en sueños, y las manos fueron lentamente hacia el rostro y los ojos se abrieron, y en aquellos rasgos vacíos apareció escrita una expresión de paz y de sabiduría, y donde antes la vejez había llenado de arrugas la carne sólo había juventud, y donde los miembros habían sido flacos y débiles sólo se veía robustez y energía; y una voz límpida y de hermoso timbre rompió el silencio del claro.

—Soy Amergin —dijo en un tono levemente asombrado.

El Archidruida se puso en pie y apartó de un manotazo el capuchón de piel de oveja, dejando en libertad la rubia cabellera que cayó sobre sus hombros. Después se arrancó las prendas de piel de oveja que cubrían su cuerpo, y reveló una silueta desnuda y hermosa ataviada únicamente por brazaletes de oro rojo labrado a mano.

Y Corum comprendió por qué aquellas gentes habían llorado con tal dolor la pérdida de su Gran Rey, pues Amergin irradiaba tanta humildad como dignidad, y tanta sabiduría como humanidad.

—Sí, soy Amergin —dijo en un tono todavía levemente sorprendido mientras se rozaba el pecho con una mano.

Y cien espadas reflejaron los rayos de la luna cuando los mabden dieron la bienvenida a su Archidruida.

—¡Te saludamos, Amergin! ¡Saludamos a Amergin de la familia de Amergin!

Y fueron muchos los hombres que lloraron de alegría y se abrazaron los unos a los otros, e incluso los sidhi Goffanon e Ilbrec levantaron sus armas en un saludo a Amergin.

La Mujer del Roble alzó su mano y señaló con un dedo blanco al otro extremo del claro, allí donde Corum seguía inmóvil, todavía lleno de miedo e incapaz de unirse a la alegría de los demás.

—Tú eres Corum —dijo la Mujer del Roble—. Salvaste al Gran Rey y encontraste el roble y el carnero. Ahora eres el campeón de los mabden.

—Eso se me ha dicho —replicó Corum con un hilo de voz.

—Serás enaltecido en el recuerdo de estas gentes —dijo la Mujer del Roble—, pero mientras estés aquí no conocerás mucha felicidad duradera.

—También se me ha dicho eso —murmuró Corum, y suspiró.

—Tu destino no puede ser más noble, y te agradezco tu dedicación a él —dijo la Mujer del Roble—. Has salvado al Gran Rey y me has permitido ser fiel a mi palabra.

—¿Habéis pasado todo este tiempo durmiendo en el Roble de Oro? —preguntó Corum—. ¿Esperabais la llegada de este día?

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