—Desde luego. En los viejos tiempos, no muy lejos de aquí había un lugar en el que solían congregarse los sidhi. Recuerdo que mi padre me trajo aquí poco antes de irse para tomar parte en la batalla donde perdió la vida.
Ilbrec desmontó y bajó delicadamente a Corum de la silla de montar depositándole sobre el suelo. Corum estaba cansado, pues habían pasado toda la noche cabalgando sobre los extraños senderos de otro plano que cruzaban el mar; pero el cofrecillo que contenía el regalo del rey Daffyn y de su nuera seguía firmemente sujeto debajo de su brazo. Su cota de malla estaba llena de desgarrones y su casco de abolladuras, y el metal de la espada que colgaba junto a su flanco había perdido el filo y ya no brillaba. Corum lucía las señales de muchas pequeñas heridas, y cuando caminaba lo hacía despacio y con evidente dificultad; pero cuando pidió que bajaran el puente levadizo, anunció su regreso con voz impregnada de orgullo.
—¡Corum ha vuelto a Caer Mahlod trayendo consigo a dos amigos, dos grandes aliados de los mabden! —gritó. Después alzó el cofrecillo con sus dos manos, la de plata y la de carne y hueso—. Y, mirad, aquí están el Roble de Oro y el Carnero de Plata que os devolverán a vuestro Gran Rey...
El puente levadizo fue bajado y al otro lado aguardaban Medhbh la del Largo Brazo y Jhary-a-Conel con su gato encima de un hombro y su sombrero encima de la cabeza.
Medhbh corrió hacia Corum para abrazarle. Besó su rostro lleno de arañazos y morados, le quitó el casco y le acarició los cabellos.
—Amor mío... —dijo entre sollozos—. Ven a casa, mi elfo amado.
—Amergin se halla al borde de la muerte —murmuró Jhary-a-Conel con voz preocupada—. Unas cuantas horas más y me temo que exhalará su último balido.
Mannach apareció para dar la bienvenida a los dos sidhi. El rey estaba muy serio.
—Nos sentimos muy honrados —dijo—. Corum ha traído dos nobles amigos a Caer Mahlod, y nos alegra que estén aquí.
Corum contempló las calles iluminadas por la claridad del amanecer que estaban empezando a llenarse de gente, y no vio a ninguno de los súbditos del rey Fiachadh.
—¿Se ha ido el rey Fiachadh?
—Tuvo que marcharse, pues corrían rumores de que los Fhoi Myore avanzaban sobre un puente de hielo para atacar sus tierras.
—Cierto, los Fhoi Myore se habían puesto en movimiento —dijo Corum— y habían creado un puente de hielo por encima del mar, pero no atacaron a las gentes del rey Fiachadh. Fueron a Caer Garanhir, y allí fue donde Goffanon, Ilbrec y yo nos enfrentamos a ellos en combate.
Y Corum contó al rey Mannach todo lo que le había ocurrido desde que él y Goffanon se separaron de Jhary-a-Conel.
—Pero ahora deseo comer algo —terminó diciendo—, pues estoy hambriento, y tengo la seguridad de que mis amigos también estarán hambrientos. Después descansaré durante una hora o dos, pues hemos cabalgado toda la noche para llegar hasta aquí lo más deprisa posible.
—¡Habéis acabado con un Fhoi Myore! —exclamó Medhbh—. Entonces, ¿pueden ser muertos por otros que no sean el Toro Negro?
—Ayudé a matar a uno..., un Fhoi Myore de los menos poderosos y que además estaba muy enfermo —replicó Corum sonriendo—. Pero de no haber sido por Ilbrec, ahora mi cuerpo yacería aplastado debajo del monstruo.
—Estoy en deuda con vos, gran Ilbrec —dijo Medhbh inclinando la cabeza ante el sidhi.
Su abundante melena pelirroja cayó sobre su rostro, y Medhbh la apartó mientras echaba la cabeza hacia atrás para alzar la mirada hacia los ojos límpidos y vivaces del gigante sidhi que la contemplaba sonriendo—. De no ser por vos, ahora lloraría y vestiría de luto.
—Este pequeño vadhagh es valiente.
El joven de barba dorada rió, y se sentó sobre el tejado plano de una casa cercana con tanta despreocupación como si fuese una silla colocada allí para acogerle.
—Cierto, es valiente —dijo Medhbh.
—Pero venid —dijo con voz apremiante el rey Mannach cogiendo a Corum del brazo—. Tenéis que ver a Amergin y decirme qué opináis acerca de su estado... —El rey Mannach alzó la mirada hacia Ilbrec—. Me temo que nuestros umbrales son tan bajos que no podréis cruzarlos, noble sidhi.
—Oh, no me importa esperar aquí hasta que se me necesite —dijo Ilbrec—. Pero si lo deseas puedes ir con ellos, Goffanon.
—Me gustaría ver que ha sido del Archidruida al que tanto nos costó salvar —dijo Goffanon.
Dejó su hacha apoyada junto a uno de los pies de Ilbrec y siguió al rey Mannach, Medhbh, Jhary-a-Conel y Corum. El grupo entró en la gran sala real, la cruzó y esperó a que el rey Mannach abriese una puerta y les invitara a entrar.
La habitación estaba iluminada por la potente claridad de muchas antorchas. No se había hecho ningún intento de quitar las prendas de piel de oveja que cubrían a Amergin, pero habían sido limpiadas. El Gran Rey yacía junto a varias bandejas sobre las que habían colocado manojos de hierba de varias clases distintas.
—Hemos intentado descubrir qué variedad resulta más adecuada para su sustento, pero ninguna de ellas ha conseguido más que prolongar su vida durante unas cuantas horas — dijo el rey Mannach. Abrió el cofrecillo que Corum le había entregado y frunció el ceño mientras contemplaba los dos objetos exquisitamente modelados—. ¿Cómo hay que utilizarlos?
Corum meneó la cabeza.
—No lo sé.
—Amergin no nos lo dijo —añadió Jhary-a-Conel.
—Entonces, ¿es que vuestra empresa no ha servido de nada? —preguntó Medhbh.
—No lo creo —dijo Goffanon dando un paso hacia adelante—. Sé algo sobre las propiedades del Roble y el Carnero. Entre nuestra gente había la leyenda de que habían sido creados para un propósito determinado, y que resultarían muy útiles cuando la raza mabden corriera un gran peligro y quedaran muy pocos sidhi para ayudarles en sus batallas. Recuerdo que había una sidhi llamada Mujer del Roble que prometió ayudar a los mabden, pero no sé nada sobre la naturaleza de esa promesa. Debemos llevar el Roble y el Carnero a un lugar de poder, quizá a Craig Dôn...
—El viaje exigiría un tiempo excesivo, Goffanon —dijo Corum—. Mira... La vida abandona a Amergin mientras hablamos.
—Es cierto —dijo Medhbh.
La respiración del Gran Rey era jadeante y entrecortada, y su piel estaba tan blanca como sus prendas de piel de oveja. Su rostro parecía haber envejecido terriblemente y haberse llenado de arrugas, mientras que antes había tenido un aspecto vigoroso y juvenil, quizá porque la ilusión que le hacía creerse una oveja le impedía enterarse de lo que ocurría a su alrededor.
—El Túmulo de Cremm —dijo Jhary-a-Conel—. Es un lugar de poder, ¿no?
—Cierto, lo es —dijo el rey Mannach con una leve sonrisa—. Fue allí donde os llamamos para que acudierais en nuestra ayuda, príncipe Corum.
—Entonces quizá allí podamos invocar la magia del Roble y el Carnero —dijo Goffanon frunciendo el ceño y dando tirones a su frondosa barba negra—. Jhary-a-Conel, ¿podrías preguntar a Amergin si el Túmulo de Cremm es un lugar adecuado para ello?
Pero Jhary meneó la cabeza.
—Mi gato me informa de que el Archidruida se encuentra demasiado débil —dijo—. Hablar con él ahora sólo serviría para extinguir los últimos rescoldos de vida que le quedan.
—Es una ironía que no me gusta nada —dijo el rey Mannach—. Vernos derrotados ahora, después de tantas hazañas y prodigios de valor...
Y, como para indicar que estaba de acuerdo con el rey, la silueta que yacía en el suelo dejó escapar un balido melancólico tan débil que apenas podía oírse.
La emoción se adueñó del rey Mannach y le hizo temblar, y un gemido de pena y dolor brotó de sus labios.
—¡Nuestro Gran Rey! ¡Nuestro Gran Rey...! —murmuró.
Goffanon puso una manaza tan nudosa como una rama de árbol sobre el hombro de Mannach.
—Llevémosle al Túmulo de Cremm, a ese sitio de poder —dijo—. ¿Quién puede saber qué ocurrirá? Esta noche la luna habrá alcanzado su plenitud y brillará sobre el muérdago y los robles. Es una noche excelente para los encantamientos y los hechizos, pues hace tiempo me dijeron que la plenitud de la luna indica que los Quince Planos alcanzan su máximo punto de intersección.
—¿Y es ésa la razón por la que se cree que la luna llena tiene propiedades peculiares? —preguntó Medhbh, a quien Corum había contado algunas cosas sobre los Reinos que había más allá de la Tierra—. ¿No es una mera superstición?
—La luna en sí no tiene ningún poder —dijo Goffanon—. En este caso, no es más que un instrumento de medición que nos indica de manera aproximada cuál es el movimiento de los distintos planos de la Tierra en la complicada relación que mantienen unos con otros.
—Resulta extraña la tenacidad con la que tendemos a rechazar ese tipo de conocimiento meramente porque las mentes primitivas acaban corrompiéndolo —dijo el rey Mannach—. Hace un año nunca habría creído en las leyendas de los sidhi y en las leyendas de Cremm Croich, en los viejos cuentos de nuestro pueblo ni en ninguna de sus antiguas supersticiones... Y, en cierta forma, habría hecho bien negándome a creer en todo eso, pues siempre hay quienes pretenden utilizar las leyendas y las supersticiones en beneficio propio. Mantienen vivas esas ideas no por su valor, sino por el uso que se puede hacer de ellas... Quienes obran así son seres miserables, desgraciados incapaces de amar la vida que siempre buscan algo que esté más allá de la vida, algo que deciden considerar mejor que la vida; y como resultado corrompen el conocimiento que descubren y, a su vez, asocian sus propias debilidades con ese conocimiento..., al menos en las mentes de otros, como me ocurrió a mí mismo.
»Pero el conocimiento que nos habéis traído, Corum... Ese conocimiento extiende nuestra apreciación de la vida. Nos habláis de muchos mundos distintos donde florece la humanidad. Nos ofrecéis información que trae luz a nuestro entendimiento, mientras que los extraviados y los corrompidos sólo hablan de misterios y de oscuras superioridades, y pretenden elevarse a sí mismos ante sus propios ojos y los de sus semejantes.
—Os comprendo muy bien —dijo Corum, pues ya había tenido algunas experiencias con gentes como aquellas de las que hablaba el rey Mannach—. Y sin embargo, las mentes y el conocimiento pueden engendrar un inmenso y horrible poder incluso cuando las mentes son primitivas y el conocimiento corrupto. ¿Y acaso puede existir un poder de la Luz sin la presencia del poder de la Oscuridad? ¿Acaso puede sobrevivir la generosidad sin que haya codicia, o el conocimiento sobrevivir sin que haya ignorancia?
—Ése es el eterno enigma del sueño mabden —dijo Jhary-a-Conel como si hablara consigo mismo—, y sin duda ésa es la razón por la que se me anima a permanecer en ese sueño cada vez que se manifiesta en alguno de los Quince Reinos o más allá de ellos. Pero este sueño en particular se desvanecerá muy pronto a menos que encontremos un medio de revivir a Amergin —añadió alzando la voz y en un tono más enérgico—. Venid, llevémosle lo más deprisa posible a ese lugar de poder llamado Túmulo de Cremm...
Y fue sólo cuando se preparaban para ir al túmulo que se alzaba en el bosquecillo de robles que Corum cayó en la cuenta de que la perspectiva de acompañarles no le resultaba nada agradable.
Comprendió que el Túmulo de Cremm le inspiraba un gran temor a pesar de que fuera el primer sitio que habían contemplado sus ojos cuando el rey Mannach y su gente le invocaron arrancándole de su pasado, del Castillo Erorn y de la melancolía y los recuerdos de Rhalina.
Corum se burló de sí mismo, y se dio cuenta de que estaba cansado y hambriento, y comprendió que dejaría de experimentar aquellas emociones ridículas apenas hubiera descansado un rato y comido unos bocados y hubiese podido pasar algún tiempo en compañía de su hermosa Medhbh.
Y sin embargo los temores vagos e indefinibles siguieron con él hasta el anochecer, cuando el rey Mannach, Medhbh del Largo Brazo, Jhary-a-Conel, Goffanon el enano, Ilbrec de los sidhi montado en
Crines Espléndidas
, Corum y todos los súbditos del rey Mannach que vivían en la ciudad-fortaleza de Caer Mahlod, sacaron el cuerpo casi muerto del Gran Rey Amergin de su habitación y lo llevaron al bosque y al claro de ese bosque en el que se alzaba el túmulo bajo el que, según la leyenda, había sido enterrado Corum o una encarnación anterior de Corum.
Aún quedaban unos cuantos rayos de sol atrapados entre los enormes árboles del bosque, y su débil claridad creaba sombras oscuras y misteriosas que a Corum le parecía contenían más que rododendros y matorrales espinosos, y más que ardillas, zorros o pájaros.
Por dos veces meneó la cabeza maldiciendo el cansancio que infiltraba aquella ideas estúpidas en su mente.
Y por fin llegaron al Túmulo de Cremm en el claro del bosque de robles.
Habían llegado al lugar de poder.
El Roble de Oro y el Carnero de Plata
Mientras entraba en el bosquecillo de robles, Corum sintió durante un momento que su cuerpo era atravesado por un frío aún más intenso que el que había experimentado en Caer Llud, y pensó que era la frialdad helada de la muerte.
Se acordó de la profecía de Ieveen la Vidente, la anciana con la que se había encontrado cuando se dirigía a Hy-Breasail. Ieveen le había dicho que temiera a un arpa... Bien, Corum ya la temía. También le había dicho que temiera a un hermano. Corum se preguntó si su «hermano» no estaría descansando bajo el túmulo cubierto de hierba que se alzaba en el bosquecillo de robles, bajo la colina artificial rodeada por robles de todas las edades, el lugar santo de los héroes de Caer Mahlod. ¿Habría otro Corum —el auténtico héroe llamado Cremm, quizá— que surgiría de la tierra para acabar con él como castigo a su presunción?
¿Era Cremm aquel a quien había visto en sueños mientras dormía en Craig Dôn?
El montículo era una forma oscura que se recortaba contra el sol poniente y la luna ya estaba empezando a subir en el cielo. Cien rostros se alzaron para contemplar la luna, pero aquéllos no eran los rostros de hombres y mujeres supersticiosas. Cada cara reflejaba la curiosidad y la sensación de estar a punto de presenciar un prodigio.
Formaron un círculo alrededor del túmulo, y el silencio se adueñó del bosquecillo de robles.
Después Ilbrec alzó el frágil cuerpo del Gran Rey en sus enormes brazos y subió al túmulo, y colocó al Gran Rey sobre su cima; y después también Ilbrec alzó su rostro hacia la luna.