—¡Sí! —Palin estaba estupefacto—. Encapuchado y vestido con túnica de color gris. Una voz suave como la sombra que podría haber pertenecido tanto a un hombre como a una mujer.
—Nunca viste su rostro...
—Desde luego que sí —protestó Palin—. En aquella terrible batalla final vi que era una mujer, una espía al servicio de Malystryx...
—No me digas. —Dalamar enarcó una ceja—. En mi «terrible» batalla final vi que el Hechicero Oscuro era un hombre, un espía al servicio del dragón Khellendros que, según mis fuentes de información, supuestamente había abandonado este mundo en busca del espíritu de su última ama, esa artera arpía, Kitiara.
—¿Dices que el Hechicero Oscuro te enseñó la magia primigenia?
—No. El Hechicero Oscuro me enseñó la magia de la muerte. La necromancia.
Palin volvió a mirar por la ventana, hacia los espíritus errantes. Recorrió con la vista la deteriorada habitación, con sus libros de magia, que eran otros fantasmas más, alineados en las estanterías. Luego miró al elfo, que estaba tan consumido como un hueso mordisqueado.
—¿Qué salió mal? —preguntó finalmente.
—Me embaucó. Me hizo creer que era el señor de los muertos. Demasiado tarde descubrí que no era el amo, sino un prisionero. Un prisionero de mi propia ambición, de mi ansia de poder. No me resulta fácil decir esas cosas sobre mí mismo, Majere —continuó—. Es especialmente duro admitirlas ante ti, el hijo querido de la magia. Oh, sí, lo sabía. Eras el dotado, el bienamado de Solinari, querido por tu tío Raistlin. Habrías llegado a ser uno de los grandes archimagos de todos los tiempos. Lo vi. ¿Que si estaba celoso? Un poco. Más que un poco. Sobre todo del afecto y el interés que recibías de Raistlin. Nunca habrías imaginado que querría eso para mí, ¿verdad? Que ansiaría ganarme su aprobación, su atención. Pues lo deseaba.
—Todo este tiempo he tenido celos de ti —confesó Palin mientras desviaba de nuevo la vista hacia los espíritus atrapados.
El silencio de la desierta Torre los envolvió a los dos.
—Quería hablar contigo —dijo finalmente Palin, casi odiando romper el silencio vinculante—. Preguntarte sobre el ingenio de viajar en el tiempo...
—Demasiado tarde para eso ahora —lo interrumpió Dalamar en un tono cáustico—, puesto que lo has destruido.
—Hice lo que tenía que hacer —replicó Palin, exponiendo un hecho, no disculpándose—. Debía salvar a Tasslehoff. Si el kender muere en una época que no es la suya, la nuestra y todo cuanto hay en ella desaparecerá.
—Pues adiós en buena hora. —Dalamar agitó una mano y regresó al escritorio. Caminaba despacio, hundidos los hombros—. El olvido será bienvenido.
—Eso si pensaras que estarías muerto a estas alturas —replicó Palin.
—No —repuso el elfo. Se paró ante otra ventana y miró hacia fuera—. Dije el olvido, no la muerte. —Se sentó pesadamente en la silla que había detrás del escritorio—. Tú podrías marcharte. Tienes el pendiente mágico que te transportaría a través de los portales de la magia, de regreso a tu hogar. El pendiente funcionará aquí, puesto que los muertos no pueden interferir.
—La magia no transportaría a Tasslehoff, y no me marcharé sin él —puntualizó Palin.
Dalamar observó al dormido kender con gesto meditabundo.
—Él no es la llave —dijo, caviloso—, pero quizá sí es la ganzúa.
* * *
Tasslehoff estaba aburrido.
Todo el mundo en Krynn sabe, o debería saber, lo peligroso que puede ser un kender aburrido. Palin y Dalamar lo sabían, pero por desgracia ambos lo olvidaron. Su lapsus quizás era comprensible, habida cuenta de su preocupación por encontrar respuestas a sus innumerables preguntas. Peor aún, no sólo olvidaron que un kender aburrido es un kender peligroso, sino que se olvidaron completamente de él, y eso sí que rayaba lo imperdonable.
La reunión de estos viejos amigos había tenido un buen comienzo, al menos en lo concerniente a Tas. Lo habían despertado de su inesperada siesta para que explicara su participación en los importantes acontecimientos ocurridos últimamente. Sentado al borde del escritorio de Dalamar y golpeando con los talones la madera —hasta que el elfo le ordenó secamente que dejara de hacerlo— Tasslehoff participó alegremente en la conversación.
Le resultó entretenido durante un rato. Palin describió su visita a Laurana en Qualinesti, su descubrimiento de que Tasslehoff era realmente Tasslehoff y la revelación sobre el ingenio de viajar en el tiempo y su posterior decisión de viajar al pasado para encontrar ese otro tiempo del que Tas le había hablado. Puesto que el kender había estado estrechamente relacionado con todo eso, se le pidió que aclarara ciertos detalles, cosa que estuvo encantado de hacer.
Y habría estado aún más encantado si le hubiesen permitido relatar la historia completa sin interrupción, pero Dalamar dijo que no tenía tiempo para escucharla. Como cuando era un kender pequeño le habían repetido que uno no puede tenerlo todo (siempre se había preguntado por qué, pero al final había llegado a la conclusión de que sus saquillos no eran lo bastante grandes para contenerlo todo), Tas tuvo que contentarse con relatar la versión abreviada.
Después de describir cómo había llegado al primer funeral de Caramon y encontró que Dalamar era el portavoz de los Túnicas Negras, Palin el de los Túnicas Blancas y Silvanoshei el rey de las Naciones Elfas Unidas, y que la paz reinaba en casi todo el mundo y no había —repitió—
no
había dragones supergigantes yendo de aquí para allí y matando kenders en Kendermore, a Tasslehoff se le dijo que ya no eran necesarios sus comentarios. En otras palabras, que fuera a sentarse en una silla y se quedara callado a menos que tuviera que contestar si se le hacía una pregunta.
De vuelta en la silla situada en el rincón oscuro, Tasslehoff escuchó a Palin contar cómo había utilizado el ingenio de viajar en el tiempo para regresar al pasado, sólo para descubrir que no había un pasado. Eso era interesante, porque Tas había estado allí para ver lo que pasaba y podría haber proporcionado testimonio de primera mano, como testigo presencial, si alguien le hubiese preguntado, cosa que no sucedió. Cuando se prestó a dar la información motu proprio, de nuevo le dijeron que se callase.
Entonces llegó la parte en la que Palin explicó que lo único de lo que había estado seguro era que Tasslehoff tendría que haber muerto al aplastarle el pie de Caos y que no estaba muerto, lo que significaba que todo, desde los dragones supergigantes hasta los dioses desaparecidos, era culpa suya.
A continuación contó como él —Palin— le había dicho —a Tasslehoff— que tenía que utilizar el ingenio de viajar en el tiempo para volver a morir y que Tasslehoff se había negado enérgicamente —y lógicamente, no pudo por menos de hacer constar Tas— a hacerlo. Palin relató que Tasslehoff había huido a la Ciudadela para buscar la protección de Goldmoon explicándole a ésta que Palin intentaba asesinarlo, y cómo Palin había llegado para decir que no, que no era ésa su intención, y que encontró a Goldmoon rejuvenecida, no más vieja. Aquello hizo que la conversación se desviara un poco de su curso, pero pronto —demasiado pronto para gusto de Tas— volvió a sus cauces.
Palin le explicó a Dalamar que finalmente Tasslehoff había llegado a la conclusión de que regresar al pasado era la única alternativa honorable; aquí, Palin lo elogió muchísimo por su valor. Entonces contó que antes de que Tas pudiera volver, los muertos habían roto el ingenio de viajar en el tiempo y los draconianos los habían atacado. Palin se había visto obligado a utilizar las piezas del ingenio para rechazar a los draconianos, y ahora los distintos componentes del ingenio estaban desperdigados por todo el laberinto de setos, así que, ¿cómo iban a mandar de vuelta al kender para que muriese?
Tasslehoff se puso de pie para exponer la original idea de que quizá no habría que mandar de vuelta al kender para que muriera, pero en ese momento Dalamar le asestó una mirada fría y dijo que, en su opinión, lo más importante que podían hacer para ayudar a salvar el mundo, aparte de acabar con los dragones supergigantes, era enviar a Tasslehoff de regreso para morir, y que tendrían que hallar algún modo de hacerlo sin el ingenio de viajar en el tiempo.
Dalamar y Palin empezaron a sacar libros de las estanterías y a hojearlos mientras murmuraban y mascullaban sobre ríos del tiempo y Gemas Grises y kenders metiéndose en todo y fastidiando las cosas y un montón más de cosas soporíferas. Dalamar usó la magia para encender fuego en la enorme chimenea, y la habitación, antes fría y húmeda, empezó a caldearse y a tener cargado el ambiente, con olor a papel de vitela, moho, aceite de lámparas y rosas muertas. Como ya no había nada interesante que ver ni oír, los ojos de Tasslehoff decidieron cerrarse, sus oídos estuvieron de acuerdo con ellos, y su mente estuvo de acuerdo con sus oídos, y todos se echaron otra siestecita, ésta por decisión propia.
Tas despertó con la desagradable sensación de que algo se le hincaba en el trasero. Por lo visto, el sueñecito que había echado no había sido tan corto como creía, pues fuera estaba oscuro, tan oscuro que la negrura se había colado en la habitación. No veía nada. Ni a sí mismo ni a Dalamar ni a Palin.
El kender rebulló en la silla para intentar que lo que quiera que se le estaba clavando en una zona tan tierna dejara de incordiarle. Fue entonces, al espabilarse un poco, cuando comprendió que la razón por la que no veía a Palin y a Dalamar era porque ya no estaban en la habitación. O, si estaban, es que jugaban al escondite, pero aunque ése era un juego divertido, los dos magos no le parecían el tipo de personas que practicaran esa clase de entretenimiento.
Se bajó de la silla y se dirigió a tientas al escritorio de Dalamar. En la chimenea quedaban unas brasas moribundas. Tas tanteó la mesa hasta dar con un papel. Esperando que no tuviera un conjuro escrito o que, si lo tenía, fuera un hechizo que Dalamar ya no necesitaba, Tas arrimó un pico de la hoja a las brasas, lo prendió y encendió la lámpara de aceite.
Ahora que podía ver, rebuscó en el bolsillo trasero para comprobar qué era lo que se le había estado clavando. Sacó el molesto objeto y lo sostuvo frente a la lámpara.
—¡Oh, oh! —exclamó—. ¡Oh, no! —gritó—. ¿Cómo has
llegado
ahí? —gimió.
Lo que le había estado molestando era la cadena del ingenio de viajar en el tiempo. Tas la tiró sobre el escritorio y volvió a meter la mano en el bolsillo trasero. Sacó otra pieza del artilugio, y a continuación otra, y otra más. Sacó todas las gemas, una por una. Soltó las piezas sobre el escritorio y las miró tristemente. Habría querido amenazarlas con el puño, pero eso no habría sido digno de un Héroe de la Lanza, así que no lo hizo.
Como uno de los Héroes de la Lanza, Tas sabía qué debía hacer. Debía recoger todas las piezas en su pañuelo (es decir, el de Palin) y llevarlas directamente a donde estuvieran Palin y Dalamar, entregárselas y decir, con gran valentía, que estaba dispuesto a regresar y morir por el mundo. Éso sería un Acto Noble —así, con mayúsculas— y él ya había estado dispuesto a realizar un Acto Noble con anterioridad. Pero uno tenía que estar de humor para ser noble, y Tas descubrió que no estaba en absoluto de ese humor. Suponía que uno también tenía que estar de humor para dejarse aplastar por un gigante, y tampoco estaba de humor para eso. Después de ver a los muertos deambulando sin norte ahí fuera —en especial a los kenders muertos, a los que ni siquiera les importaba lo que guardaban en sus saquillos— Tasslehoff sólo estaba de humor para vivir y seguir viviendo.
Sabía que tal cosa no era muy probable que ocurriera si Dalamar y Palin descubrían que tenía el ingenio mágico en el bolsillo, aunque estuviese roto.
Temiendo que los dos magos entraran en cualquier momento para ver cómo le iba y ofrecerle la cena, Tasslehoff se apresuró a recoger las piezas del artilugio mágico, las envolvió en el pañuelo y las guardó en uno de sus saquillos.
Ésa fue la parte fácil. A continuación venía la parte difícil.
Lejos de ser noble, iba a ser innoble; creía que ésa era la palabra correcta. Iba a huir.
Salir por la puerta principal quedaba descartado. Ya había probado con las ventanas, y no había funcionado. No se las podía romper lanzándoles una piedra al cristal, como se haría con una ventana normal y decente. Tas había lanzado una piedra, y ésta había rebotado y le había caído en el pie, machacándole los dedos.
—Tengo que pensar esto con lógica —se dijo a sí mismo. Puede considerarse como algo histórico el hecho de que ésta fue la única vez que un kender pronunciaba semejante frase, y ello demostraba hasta qué punto era apurada la situación en que se encontraba—. Palin salió, pero es un mago, y tuvo que utilizar la magia para hacerlo. Sin embargo, recurriendo a la lógica, he de plantearme: si nada ni nadie salvo un hechicero puede salir, ¿puede algo o alguien que no sea hechicero entrar? En tal caso, ¿qué o quién y cómo?
Tas reflexionó sobre eso. Mientras pensaba, contempló las brasas de la chimenea. De pronto soltó un grito, y al punto se tapó la boca con la mano, temeroso de que Palin y Dalamar lo oyeran y se acordaran de él.
—¡Lo tengo! —susurró—. ¡Hay algo que entra! ¡El aire! Y también sale. Y donde va el aire, también yo puedo ir.
Tasslehoff pisoteó y pateó las brasas hasta apagarlas. Cogió la lámpara de aceite, se acercó la chimenea y la examinó. Era un hogar grande, y no tenía que inclinarse mucho para meterse en él. Sosteniendo en alto la lámpara, escudriñó las sombras del tiro. Casi de inmediato tuvo que agachar la cabeza y parpadear frenéticamente hasta librarse del hollín que le había caído en los ojos. Una vez que pudo ver de nuevo, tuvo la recompensa de una vista estupenda. La pared del tiro de la chimenea no era lisa, sino maravillosamente irregular, llena de pequeñas protuberancias, con los picos, extremos y lados de grandes piedras sobresaliendo en todas direcciones.
—Vaya, podría trepar por esa pared con una pierna atada a la espalda —exclamó Tas.
Como eso no era algo que hiciera por norma, decidió que sería mucho más práctico usar las dos piernas. No le sería fácil trepar llevando la lámpara, así que la dejó en el escritorio; la apagó de un soplido para que no prendiese fuego a nada. Se metió en la chimenea, encontró un par de buenos agarres para la mano y el pie derechos, y empezó a subir.
Sólo había recorrido un corto trecho —moviéndose despacio porque tenía que buscar a tientas el camino en la oscuridad y deteniéndose de vez en cuando para limpiarse la porquería de los ojos— cuando oyó voces que venían de abajo. Se quedó muy quieto, aferrado como una araña a la pared de la chimenea, por miedo a desprender un montón de hollín sobre el suelo del hogar. Pensó, bastante resentido, que Dalamar podía haber dedicado al menos un poco de magia en deshollinar la chimenea.