Algunos de los elfos jóvenes cayeron de hinojos y empezaron a rezar. Otros, los de mayor edad, se resistieron. Los elfos jamás habían adorado a otro dios que no fuera Paladine. Unos cuantos empezaron a murmurar que los Kirath tenían razón, pero entonces aquellos que habían rezado alzaron los ojos al cielo y clamaron jubilosos que el dolor había dejado de atormentar sus cuerpos. A la vista de la milagrosa curación, más elfos se postraron de rodillas y alzaron sus voces en plegarias. Los elfos mayores contemplaron la escena con incredulidad y consternación, sacudiendo las cabezas. Uno en particular, que vestía con la mágica capa de camuflaje de los Kirath, dirigió una dura y larga mirada a Mina antes de desaparecer en las sombras.
El caballo rojo como la sangre reanudó la marcha mientras los soldados abrían paso entre la multitud apiñada. La Torre de las Estrellas brillaba suavemente con la luz de la luna, como si apuntase hacia el cielo. Galdar, que caminaba al lado del caballo, procuraba respirar lo más superficialmente posible. Para el minotauro, el olor de los elfos era muy intenso, empalagoso, nauseabundo, como el hedor de algo muerto mucho tiempo.
—Mina, ¡son elfos! —dijo con un gruñido, sin esforzarse en absoluto por ocultar su asco—. ¿Qué puede querer el Único de los elfos?
—Las almas de todos los mortales son valiosas para el Único, Galdar.
El minotauro meditó la respuesta de Mina, pero no comprendió. Al alzar la vista hacia la joven, vislumbró, a la luz de la luna, las imágenes de incontables elfos atrapados en el cálido y dorado ámbar de sus ojos.
Mina siguió avanzando a través de Silvanost mientras las plegarias al dios Único, pronunciadas en el lenguaje elfo, susurraban en la noche.
* * *
Silvanoshei, hijo de Alhana Starbreeze y Porthios de la Casa Solostaran, heredero de los dos reinos elfos, Qualinesti y Silvanesti, se encontraba con el rostro y las manos pegados contra el cristal del ventanal, escudriñando la noche.
—¿Dónde está? —demandó, impaciente—. ¡Un momento! ¡Creo que la veo! —Contempló larga e intensamente la avenida y después se apartó del cristal con un suspiro—. No, no es ella. Me equivoqué. ¿Por qué no viene? —Se giró para inquirir con un repentino temor—. ¿Crees que le habrá pasado algo, primo?
Kiryn abrió la boca para contestar, pero antes de que hubiese podido pronunciar una sola palabra, Silvanoshei le ordenó a un sirviente:
—Ve y entérate de lo que ha pasado en las puertas. Vuelve a informar de inmediato.
El sirviente inclinó la cabeza y se marchó, dejando solos a los dos en la estancia.
—Primo —empezó Kiryn, con un tono sosegado—, es el sexto criado que envías durante la última media hora. Regresará con el mismo mensaje que trajeron los otros. El avance de la comitiva es lento debido a que son muchos los que quieren verla.
Silvanoshei volvió junto al ventanal y oteó la avenida con una impaciencia que no se molestó en disimular.
—Fue un error no salir a su encuentro para recibirla. —Lanzó una fría mirada a su primo—. No debí hacerte caso.
—Majestad —dijo Kiryn con un suspiro—, no habría sido correcto que el rey diese la bienvenida a la cabecilla de nuestros enemigos. Ya es bastante malo que la hayamos admitido en la ciudad —añadió para sí en voz baja, pero Silvanoshei tenía un oído finísimo.
—¿Es que necesito recordarte, primo, que fue esa misma cabecilla de nuestros enemigos quien nos salvó de las maquinaciones del dragón Cyan Bloodbane? —instó el rey, secamente—. Gracias a ella volví a la vida y tuve la oportunidad de bajar el escudo que nos rodeaba, el mismo que nos estaba consumiendo hasta matarnos. Gracias a ella, pude destruir el Árbol Escudo y salvar a nuestro pueblo. De no ser por ella, no habría silvanestis en las calles, sino cadáveres.
—Soy consciente de ello, majestad —contestó Kiryn—. Sin embargo, me preguntó por qué. ¿Qué motivos tiene?
—Podría preguntarte lo mismo a ti, primo —adujo fríamente el rey—. ¿Cuáles son tus motivos?
—No sé qué quieres decir.
—¿De veras? He sido informado de que conspiras a mi espalda. Te han visto reunirte con miembros de los Kirath.
—¿Y qué hay de malo en eso, primo? —preguntó sosegadamente Kiryn—. Son tus leales súbditos.
—¡No lo son! —replicó, furioso, Silvanoshei—. ¡Conspiran contra mí!
—Conspiran contra tus enemigos, los caballeros negros...
—Contra Mina, quieres decir. Conspiran contra ella. Y eso es lo mismo que conspirar contra mí.
Kiryn suspiró suavemente.
—Hay alguien que espera hablar contigo, primo —informó después.
—No recibiré a nadie.
—Creo que deberías verlo —continuó Kiryn—. Viene de parte de tu madre.
Silvanoshei se giró y miró de hito en hito a Kiryn.
—¿Qué dices? Mi madre ha muerto. Murió la noche que los ogros atacaron nuestro campamento, la noche que caí a través del escudo...
—No, primo. Tu madre, Alhana, vive. Ella y sus tropas han cruzado la frontera. Se ha puesto en contacto con los Kirath. Esa es la razón de que me... Intentaron verte, primo, pero se denegó su petición. Acudieron a mí.
Silvanoshei se sentó pesadamente en un sillón y hundió el rostro en las temblorosas manos para ocultar las lágrimas.
—Perdóname, primo —dijo Kiryn—. Debí buscar un modo mejor de decírtelo...
—¡No! ¡Es la mejor noticia que podrías haberme dado! —protestó Silvanoshei, alzando la cara hacia él—. ¿Dices que un mensajero de mi madre está aquí? Hazlo pasar —ordenó mientras se incorporaba y caminaba hacia la puerta con impaciencia.
—No está en la antecámara. Correría peligro en palacio. Me tomé la libertad de...
—Sí, por supuesto. Lo olvidé. Mi madre es una elfa oscura —comentó el rey amargamente—. Tiene prohibida la entrada bajo pena de muerte. Ella y quienes la siguen.
—Eres el rey y ahora tienes la facultad de derogar esa orden.
—De acuerdo con la ley, tal vez —adujo Silvanoshei—. Pero las leyes no pueden borrar años de odio. Ve, entonces, a buscarlo dondequiera que lo hayas escondido.
Kiryn abandonó la estancia y Silvanoshei regresó junto al ventanal, sumido en un confuso revoltijo de pensamientos gozosos. Su madre, viva. Mina regresaba a su lado. Debían conocerse las dos. Se caerían bien. Bueno, quizás al principio no...
Oyó un ruido rasposo a su espalda y se volvió a tiempo de ver un movimiento detrás de una pesada cortina. Ésta se corrió, dejando a la vista una abertura en la pared, un pasaje secreto. Silvanoshei había oído hablar a su madre de esos pasajes secretos. Los había buscado por mera diversión, pero sólo había encontrado ése. Conducía al jardín privado, un lugar recoleto ahora muerto, cuyas plantas y flores habían sido aniquiladas por la plaga del escudo.
Kiryn apareció detrás de la cortina, y otro elfo, embozado y encapuchado, salió a continuación.
—¡Samar! —exclamó Silvanoshei al reconocerlo con una mezcla de placer y dolor.
Su primer impulso fue correr hacia Samar y estrechar su mano o incluso abrazarlo, tal era su alegría de verlo y saber que estaba vivo, que su madre estaba viva. Kiryn había confiado en que el encuentro se produjera exactamente así, que la noticia de que su madre se encontraba cerca, que ella y sus tropas habían cruzado la frontera, arrancaran a Mina de la mente del joven monarca.
Las esperanzas de Kiryn estaban condenadas al fracaso.
Samar no vio a Silvanoshei el rey. Vio al jovencito malcriado, vestido con ropas excelentes y relucientes joyas mientras su madre llevaba prendas toscas y como único adorno el frío metal de la cota de malla. Vio a Silvanoshei residiendo en un magnífico palacio, con todas las comodidades que pudiera desear, vio a su madre tiritando en una cueva inhóspita. Samar vio un inmenso lecho con gruesas mantas de fina lana y sábanas de seda, y vio a Alhana durmiendo en el frío suelo, envuelta en su ajada capa.
La rabia encendió la sangre de Samar, le nubló la vista, le ofuscó la mente. Entonces dejó de ver a Silvanoshei y sólo vio a Alhana, rebosante de felicidad y emocionada al saber que su hijo, a quien había dado por muerto, estaba vivo. Y no sólo eso, sino que había sido coronado rey de Silvanesti, su más caro deseo para él.
Había querido ir a verlo inmediatamente, un acto que no sólo habría puesto en peligro su vida, sino la de su gente. Samar había argumentado largo y tendido para hacerla entrar en razón y disuadirla, y sólo la certeza de saber que pondría en peligro todo por lo que había trabajado durante tanto tiempo la convenció finalmente de que él fuese en su lugar. Debía transmitir a su hijo su amor, pero Samar no pensaba adular al chico ni rendirle pleitesía. Le recordaría el deber de cualquier hijo para con su madre, ya fuese rey o plebeyo. Para con su madre y para con su gente.
La fría mirada de Samar frenó a Silvanoshei cuando daba el primer paso hacia él.
—Príncipe Silvanoshei —saludó con una mínima inclinación de cabeza—. Confío en que gocéis de buena salud. Ciertamente os veo bien alimentado. —Dirigió una mirada mordaz a la mesa cargada de comida—. ¡Con eso podría alimentarse al ejército de vuestra madre durante un año!
El cálido sentimiento de afecto de Silvanoshei se tornó hielo en un instante. Olvidó cuánto le debía a Samar y en cambio recordó sólo que nunca había tenido la aprobación de ese hombre, quizá que ni siquiera le había caído bien. Se irguió todo lo posible.
—Indudablemente no conoces la noticia, Samar —dijo con tranquila dignidad—, así que te perdonaré. Soy rey de Silvanesti, y te dirigirás a mí como tal.
—Me dirigiré a vos como lo que sois —repuso Samar, a quien le temblada la voz—. ¡Un mocoso malcriado!
—¿Cómo te atreves...?
—¡Basta! ¡Los dos! —Kiryn los miraba horrorizado—. ¿Qué hacéis? ¿Habéis olvidado la terrible crisis que atravesamos? Primo Silvanoshei, conoces a este hombre desde que naciste. Me has dicho muchas veces que lo admirabas y lo respetabas como a un segundo padre. Samar arriesgó su vida para venir a verte. ¿Es así como se lo pagas?
El joven rey no contestó. Apretó los labios y miró a Samar con una expresión de dignidad herida.
—Y en cuanto a ti, Samar —continuó Kiryn, volviéndose hacia el guerrero elfo—, tu actitud es incorrecta. Silvanoshei es el rey coronado y ungido del pueblo silvanesti. Tú eres qualinesti, y es posible que las costumbres de tu gente sean distintas. Los silvanestis reverenciamos a nuestro rey. Cuando le desairas a él también nos desairas a todos nosotros.
Samar y el rey guardaron silencio unos segundos, mirándose el uno al otro, pero no como amigos que se han peleado y se alegran de hacer las paces, sino como dos espadachines que están midiéndose mientras se ven obligados a estrecharse las manos antes de iniciar el duelo. A Kiryn le dolió en lo más hondo la actitud de ambos.
—Hemos tenido un mal comienzo —dijo—. Empecemos de nuevo.
—¿Cómo se encuentra mi madre, Samar? —preguntó bruscamente Silvanoshei.
—Vuestra madre está bien... majestad —contestó Samar. Hizo una pausa deliberada antes del tratamiento—. Os envía su amor.
Silvanoshei asintió con la cabeza. Se notaba que le costaba un gran esfuerzo controlarse.
—La noche de la tormenta, pensé que... Parecía imposible que pudieseis sobrevivir.
—Al final resultó que la Legión de Acero había estado siguiendo los movimientos de los ogros, de modo que acudieron en nuestro auxilio. Al parecer —añadió Samar con voz áspera—, vos y vuestra madre habéis sufrido igualmente el uno por el otro. Al ver que no regresabais, os buscamos durante días. La única conclusión posible era que los ogros os habían capturado y os habían llevado con ellos para torturaros hasta mataros. Cuando el escudo cayó y vuestra madre entró en su patria, los Kirath salieron a nuestro encuentro. Su alegría no tuvo límites al enterarse de que no sólo estabais vivo, sino que erais rey, Silvanoshei. —Su tono se endureció—. Entonces llegaron los informes sobre vos y esa mujer humana...
Silvanoshei asestó una mirada fulminante a Kiryn.
—Ahora entiendo la razón de que lo hayas traído aquí, primo. Para sermonearme.
—Silvanoshei... —empezó Kiryn.
Entonces Samar se adelantó y agarró al monarca por el hombro.
—Sí, voy a sermonearte —dijo, obviando el tratamiento—. Te comportas como un mocoso consentido. Tu honorable madre no creía esos rumores, llamó embusteros a los Kirath que se lo contaron. ¿Qué pasó? Te he oído hablar sobre esa humana. ¡He escuchado de tus propios labios que los rumores son ciertos! Estás melancólico y lloriqueas por ella mientras un gran ejército de caballeros negros cruza la frontera. Un ejército que esperaba cerca del escudo para entrar cuando éste cayera.
»
Y, ¡hete aquí, el escudo cae! ¿Cómo es que ese ejército se hallaba allí, Silvanoshei? ¿Una coincidencia? ¿Acaso los caballeros negros llegaron justo en el preciso momento en que, quién lo hubiera dicho, el escudo cayó? No, Silvanoshei, los caballeros negros estaban en la frontera porque
sabían
que el escudo iba a desaparecer. Ahora esa fuerza, un contingente de cinco mil hombres, marcha sobre Silvanost y tú has abierto las puertas de la ciudad a la mujer que los trajo aquí.
—¡Eso no es cierto! —replicó acaloradamente el joven monarca, sin hacer caso a los intentos de Kiryn para que se calmara—. Mina vino a salvarnos. Sabía la verdad sobre Cyan Bloodbane, sabía que el dragón era el creador del escudo y que éste nos estaba matando. Cuando morí a manos del dragón, ella me devolvió la vida. Ella... —Silvanoshei enmudeció, sintiendo la lengua pegada al paladar.
—Ella
te dijo que bajaras el escudo —abundó Samar—. Te dijo
cómo
hacerlo.
—¡Sí, bajé el escudo! —espetó, desafiante, el joven—. ¡Hice lo que mi madre había intentado conseguir durante años! Sabes que es cierto, Samar. Mi madre supo ver lo que era realmente el escudo. Sabía que no estaba levantado para protegernos, y tenía razón. Su función era acabar con todos nosotros. ¿Qué querías que hiciese, Samar? ¿Dejar el escudo puesto? ¿Contemplar cómo absorbía la vida de mi pueblo?
—Podrías haberlo dejado un poco más, el tiempo suficiente para comprobar si tu enemigo se estaba concentrando en tu frontera —adujo cáusticamente el qualinesti—. Los Kirath te lo habrían advertido si te hubieses molestado en escucharlos, pero no, preferiste prestarle oídos a una humana, la cabecilla de aquellos que se ocuparán de destruiros a ti y a tu pueblo.