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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (25 page)

BOOK: El río de los muertos
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A la muerte de Raistlin, Dalamar fue nombrado Señor de la Torre de la Alta Hechicería. La Torre se encontraba en la ciudad de Palanthas, que se consideraba el centro del mundo conocido. Anteriormente, la Torre de la Alta Hechicería había sido un lugar siniestro, símbolo de mal agüero y de terror. Dalamar era un mago atrevido, a pesar de ser elfo y Túnica Negra (o tal vez precisamente por ser elfo y Túnica Negra). Quería hacer ostentación del poder de los magos, no ocultarlo, así que había abierto la Torre a los estudiantes, añadiendo habitaciones en las que sus aprendices pudieran vivir y estudiar.

Amigo de la comodidad y del lujo, como cualquier elfo, había llevado a la Torre muchos objetos coleccionados en sus viajes: los maravillosos y los horrendos, los bellos y los espantosos, los sencillos y los curiosos. Esos objetos habían desaparecido, al menos que Palin supiera. Quizá Dalamar los había amontonado en sus aposentos, que también estaban cerrados mágicamente, pero Palin lo dudaba. Tenía la impresión de que si entraba en las habitaciones de Dalamar las hallaría tan vacías como todas las demás estancias oscuras y silenciosas de la Torre. Esas cosas eran parte del pasado. O se habían roto en el catastrófico solevantamiento de la Torre en su traslado de Palanthas, o su propietario se había deshecho de ellos llevado por el dolor y la ira. Palin se decantaba por esto último.

Recordaba muy bien cuando le llegó la noticia de que Dalamar había destruido la Torre, antes que permitir que el gran Dragón Azul, Khellendros, se apoderara de ella. Los ciudadanos de Palanthas despertaron con una ensordecedora explosión que sacudió las casas, abrió grietas en las calles y rompió los cristales de las ventanas. Al principio, la gente creyó que los dragones atacaban, pero después de la conmoción inicial no ocurrió nada más.

A la mañana siguiente, se quedaron estupefactos y sobrecogidos —y por lo general complacidos— al ver que la Torre de la Alta Hechicería, considerada desde hacía mucho una monstruosidad y un nido del Mal, había desaparecido. En su lugar había un estanque reflectante en el que si uno miraba, se decía que podía ver la Torre bajo las negras aguas. Así, muchos empezaron a hacer circular el rumor de que el edificio había sufrido una implosión, hundiéndose en el suelo. Palin jamás había creído esos rumores, ni, como había discutido con su vieja amiga y colega, la hechicera Jenna, creía que Dalamar estuviera muerto ni la Torre destruida.

Jenna había estado de acuerdo con él, y si alguien podía saberlo, era ella, pues había sido amante de Dalamar durante muchos años y era la última que lo había visto antes de su marcha, hacía casi cuatro décadas.

—Puede que no tanto —murmuró para sí Palin mientras miraba por la ventana con frustración y a punto de estallar de rabia—. Dalamar sabía exactamente dónde encontrarnos. Sabía dónde echarnos mano. Sólo una persona pudo decírselo. Sólo una persona lo sabía: Jenna.

Probablemente debería alegrarse de que el poderoso hechicero los hubiese rescatado. En caso contrario, Tasslehoff y él estarían metidos en una celda de la prisión de Beryl, en circunstancias mucho menos propicias. El sentimiento de gratitud de Palin hacia Dalamar se había evaporado totalmente a esas alturas. Antes podría haber estrechado la mano de Dalamar; ahora sólo deseaba apretar el cuello del elfo.

El traslado de la Torre desde Palanthas a dondequiera que estuviese en ese momento —Palin no tenía la más remota idea, pues sólo divisaba árboles alrededor— había producido otros cambios. Palin había visto varias grietas grandes en las paredes, grietas que le habrían hecho temer por su seguridad si no hubiese estado bastante convencido (o al menos eso esperaba) de que Dalamar había reforzado los muros con magia. La escalera espiral, que siempre había sido tan peligrosa, ahora lo era muchísimo más debido a que algunos peldaños no habían sobrevivido al traslado. Tasslehoff la subía y bajaba ágilmente, como una ardilla, pero Palin contenía el aliento cada vez que tenía que utilizarla.

Tas, que había explorado cada rincón de la Torre en el transcurso de la primera hora desde su llegada, informó que la entrada a uno de los minaretes estaba completamente obstruida por una pared derrumbada, y que al otro minarete le faltaba la mitad del techo. El temible Robledal de Shoikan, que antaño guardaba tan eficazmente la Torre, había quedado atrás, en Palanthas, donde ahora no era más que una triste curiosidad. Una nueva arboleda rodeaba al edificio: un cipresal de enormes ejemplares.

Al haber vivido toda su vida entre vallenwoods, Palin estaba acostumbrado a los árboles gigantescos, pero aquellos cipreses lo impresionaban. La mayoría de ellos eran mucho más altos que la Torre, que parecía pequeña en comparación. Los cipreses extendían protectoramente sus enormes brazos cubiertos de verde sobre ella, ocultándola a la vista de los dragones que vagaran por los alrededores, en especial Beryl, que habría dado sus colmillos, sus garras y su escamosa cola verde por saber la ubicación de la Torre que antaño se irguió orgullosamente sobre Palanthas.

Asomándose por una de las contadas ventanas del piso superior que todavía existían —muchas otras que recordaba habían sido selladas—, Palin contempló el espeso bosque de cipreses que se extendía ondulante, como un mar verde, hasta el horizonte. Mirase en la dirección que mirase, sólo veía aquella inmensa extensión verde, un océano de ramas, hojas y sombras. Ningún camino atravesaba la masa forestal, ni siquiera una trocha de animales, pues en la fronda reinaba un silencio inquietante. No cantaban pájaros, no chillaba, gruñona, ninguna ardilla, ningún buho ululaba, ninguna paloma arrullaba. Ningún ser vivo vagaba por el bosque. La Torre no era un barco meciéndose en aquel océano. Era un sumergible en sus profundidades, perdido de la vista y el conocimiento de quienes vivían en el mundo que había más allá.

El bosque era el territorio de los muertos.

Una de las ventanas que quedaban estaba situada en el nivel inferior de la Torre, a unos palmos de la enorme puerta de roble. Se asomaba al suelo del bosque, un suelo donde las sombras eran densas, ya que la luz del sol rara vez conseguía penetrar a través de las hojas que formaban un dosel en lo alto.

Entre las sombras, vagaban los espíritus; su aspecto no era agradable. Con todo, Palin se sentía fascinado por ellos, y a menudo se quedaba allí, temblando de frío, con los brazos cruzados dentro de las mangas para darse calor, observando la congregación de muertos siempre en movimiento de aquí para allí.

Se quedaba mirándolos hasta que ya no se sostenía de pie, y entonces daba media vuelta, su propia alma dividida entre la lástima y el horror, sólo para sentirse de nuevo empujado a regresar a la ventana.

Aparentemente, los muertos no podían entrar en la Torre. Palin no los percibía cerca de él, como los había sentido en la Ciudadela. No notaba aquella extraña sensación de cosquilleo cuando usaba su magia para realizar conjuros, una sensación que había achacado a mosquitos o fragmentos de telarañas o un mechón despeinado o cualquiera de otras cien explicaciones corrientes. Ahora sabía que lo que había sentido eran las manos de los muertos, robándole la magia.

Encerrado solo en la Torre, con Tasslehoff, Palin dedujo que era Dalamar quien había dado esa orden a los muertos. Dalamar había estado usurpando la magia. ¿Por qué? ¿Qué hacía con ella? Ciertamente, pensó Palin con sarcasmo, Dalamar no la utilizaba para renovar la decoración.

Podría habérselo preguntado, pero no encontraba al Túnica Negra. Y Tasslehoff, al que había reclutado para ayudar en la búsqueda, tampoco había dado con él. En la Torre, había que reconocer, existían muchas puertas cerradas mágicamente tanto para el kender como para él; sobre todo para el kender.

Tasslehoff pegaba la oreja a esas puertas, pero ni siquiera él, con su afinado oído, había sido capaz de detectar sonido alguno al otro lado de las hojas de madera, incluida la que conducía a los que, si Palin no recordaba mal, eran los aposentos de Dalamar.

Palin había llamado a esa puerta, con los nudillos y a voces, pero no había recibido respuesta. O Dalamar hacía oídos sordos deliberadamente o no se encontraba allí. Ahora empezaba a pensar que se trataba de lo primero, y tal cosa le ponía furioso. Se le pasó por la cabeza la idea de que a Tas y a él los habían llevado allí y abandonado después para que acabaran sus días como prisioneros en la Torre, rodeados y vigilados por los muertos.

—No —rectificó Palin, hablando en voz baja para sí mismo mientras observaba a través de la ventana de la planta baja—, los muertos no son guardianes. También son prisioneros.

Los espíritus abarrotaban las sombras bajo los árboles, incapaces de hallar descanso, de encontrar paz, vagando sin norte, en constante movimiento. A Palin le era imposible calcular su número; miles, decenas de miles, centenares de miles. No vio entre ellos a nadie conocido. Al principio había esperado encontrar a su padre, confiando en que él le daría alguna respuesta a las incontables preguntas que hervían en su mente febril, pero enseguida comprendió que su búsqueda de un espíritu entre miríadas de ellos era como intentar encontrar un grano de arena en una playa. Si Caramon hubiese estado en posición de llegar hasta él, sin duda lo habría hecho.

Palin recordaba ahora claramente la visión que había tenido de su padre en la Ciudadela de la Luz. En esa visión, Caramon había luchado para llegar hasta su hijo a través de la multitud de muertos que rodeaban al mago. Había intentado decirle algo, pero antes de que pudiera hacerse entender, había sido arrastrado por alguna fuerza invisible.

—Me parece muy, muy triste —comentó Tasslehoff, que tenía la frente pegada en la ventana, oteando a través del cristal—. Mira, ahí hay un kender. Y otro. Y otro más. ¡Hola! —Tas golpeó con los nudillos en la ventana—. ¡Eh, hola! ¿Qué lleváis en los saquillos?

Los espíritus de los kenders muertos hicieron caso omiso de aquel saludo habitual entre los de su raza —una pregunta que ningún kender vivo habría podido resistir— y enseguida se perdieron de vista entre la multitud de almas: elfos, enanos, humanos, minotauros, centauros, goblins, hobgoblins, draconianos, gullys, gnomos, y otras razas que Palin jamás había visto y a las que sólo conocía por haber leído sobre ellas. Vio lo que creyó que eran espíritus de theiwars, los enanos oscuros, una raza maldita. Vio almas de dimernestis, elfos que vivían en el fondo del mar y cuya existencia había sido tema de debate desde siempre. Vio almas de thanois, las extrañas y temibles criaturas del Muro de Hielo.

Allí estaban amigos y enemigos. Espíritus goblins caminaban al lado de espíritus humanos. Los de draconianos se deslizaban cerca de los de elfos. Minotauros y enanos deambulaban hombro con hombro. Ningún espíritu hacía caso de otro, no era consciente de los demás o no parecía conocer su existencia. Cada cual seguía su propio camino, concentrado en una búsqueda, una búsqueda imposible, según parecía, ya que en los rostros de todos ellos Palin percibía el deseo vehemente de hallar lo que fuera, desánimo y desesperación.

—Me pregunto qué estarán buscando —dijo Tasslehoff.

—Una salida —contestó Palin.

Se echó al hombro una mochila en la que llevaba varios de los panes hechos con magia y un odre de agua. Tomando una decisión, sin darse tiempo para pensarlo bien por miedo a cambiar de idea, se dirigió a la puerta principal de la Torre.

—¿Adónde vas? —inquirió Tas.

—Fuera.

—¿Me llevas contigo?

—Por supuesto.

Tas miró con ansia la puerta, pero se quedó atrás, cerca de la escalera.

—No vamos a regresar a la Ciudadela para buscar el ingenio de viajar en el tiempo, ¿verdad?

—Querrás decir lo que queda de él —repuso amargamente Palin—. No. Si es que hay alguna pieza que no esté dañada, cosa que dudo, los draconianos de Beril habrán recogido los fragmentos y ahora estarán en poder de la Verde.

—Bien —dijo Tas, soltando un suspiro de alivio. Absorto en colocar bien los saquillos para el viaje, no reparó en la mirada fulminante del mago—. De acuerdo, te acompaño. La Torre es un lugar muy interesante para hacer una visita, y me alegro de haber venido, pero al cabo de un tiempo se vuelve aburrido. ¿Dónde crees que está Dalamar? ¿Por qué nos trajo aquí para después desaparecer?

—Para alardear de su poder ante mí —contestó Palin, deteniéndose delante de la puerta—. Imagina que estoy acabado. Quiere quebrantar mi espíritu, obligarme a que me humille y le suplique que me libere. Pues se va a encontrar con que ha atrapado un tiburón en su red, no un pececillo de agua dulce. Hubo un tiempo en que creí que quizá podría sernos de cierta ayuda, pero ya no. No pienso ser un peón en su juego de khas. —Miró intensamente al kender—. No llevarás encima ningún objeto mágico, ¿verdad? Nada que hayas encontrado en la Torre.

—No, Palin —contestó el kender con los ojos muy redondos en un gesto de inocencia—. No he descubierto nada. Como he dicho antes, ha sido un aburrimiento.

—¿Nada que hayas encontrado y que tenías intención de devolver a Dalamar, por ejemplo? —insistió el mago—. ¿Nada que se haya caído en tus saquillos cuando no estabas mirando? ¿Nada que recogieras para que nadie se tropezara con ello?

—Bueno... —Tas se rascó la cabeza—. Quizá...

—Esto es muy importante, Tas —dijo Palin en tono serio. Echó una ojeada a la ventana—. ¿Ves los muertos ahí fuera? Si llevamos algo mágico intentarán cogérnoslo. Mira, me he quitado todos los anillos y el pendiente que Jenna me dio. He dejado mis bolsitas con los ingredientes de hechizos. Sólo como medida de seguridad, ¿por qué no dejas también tus saquillos aquí? Dalamar te los cuidará —añadió en tono tranquilizador, ya que el kender aferraba contra sí sus bolsas y lo miraba horrorizado.

—¿Que deje mis saquillos? —protestó, angustiado, como si Palin le hubiese pedido que dejara su cabeza o su copete—. ¿Volveremos a buscarlos?

—Sí. —Decir una mentira a un kender no era mentir realmente, sino más bien actuar en defensa propia.

—En ese caso, supongo... Puesto que es tan importante... —Tas se desprendió de los saquillos, despidiéndose de cada uno de ellos con una palmadita, y los amontonó a buen recaudo en un rincón oscuro, debajo de la escalera—. Espero que nadie los robe.

—Me parece poco probable. Quédate ahí, junto a la escalera, donde no estorbes. Y no me interrumpas. Voy a lanzar un conjuro. Avísame si viene alguien.

—¿Me sitúas en la retaguardia? ¿Cierro la marcha? —Tas estaba encantado con la idea y olvidó inmediatamente sus saquillos—. ¡Nadie me había puesto a retaguardia hasta ahora! Ni siquiera Tanis.

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