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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (32 page)

BOOK: El río de los muertos
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Ya habían llegado a la calzada, y el ritmo del paso aumentó. Gerard tuvo oportunidad sobrada para estudiarla mientras caminaba a su lado, conduciendo por las riendas al caballo y a la mula. Era alta, bastante más que él, con una constitución musculosa y bien proporcionada. Su piel no tenía el color oscuro de los marinos ergothianos, sino un tono que recordaba la caoba, lo que indicaba una mezcla de razas entre sus antepasados.

Su cabello era largo y le caía en dos trenzas hasta la cintura. Gerard nunca había visto un pelo tan negro, tanto que tiraba al azul, como ala de cuervo. Sus cejas eran anchas, y la mandíbula angulosa. Los labios eran su mejor rasgo, llenos, en forma de corazón, muy rojos, y propensos a la risa, como ya había demostrado.

Gerard nunca admitiría que tenía algún rasgo bonito. Las mujeres no eran santo de su devoción, y las consideraba maquinadoras, intrigantes y materialistas. De las mujeres que más desconfiaba y que más le desagradaban, decidió que las damas de caballería de cabello negro y tez oscura que se reían de él ocupaban el primer lugar de su lista.

Odila siguió hablando, señalando las vistas de Solanthus basándose en la teoría de que el joven no vería mucho de la ciudad desde su celda en las mazmorras. Gerard no le hizo caso. Reflexionó sobre lo que iba a decir al Consejo de Caballeros, y cómo dar un mejor cariz a las circunstancias aparentemente siniestras —tenía que reconocer—, de su llegada. Ensayó las palabras elocuentes que utilizaría para presentar la petición de los asediados elfos. Esperó contra toda esperanza que alguien lo conociera. No tuvo más remedio que admitir que tampoco él, de haber estado en lugar de la irritante dama, le habría creído. Había sido un necio por olvidar la mochila.

Al recordar la desesperada situación de los elfos, se preguntó cómo les irían las cosas. Pensó en el gobernador Medan, en Laurana y en Gilthas, y se olvidó de sí mismo y de sus propios problemas, seriamente preocupado por aquellos que habían llegado a ser sus amigos. Tan ensimismado estaba, que no prestó atención a lo que lo rodeaba y se sorprendió al alzar los ojos y caer en la cuenta de que había caído la noche mientras iban de camino y que se encontraban ante la muralla exterior de Solanthus.

Gerard había oído que Solanthus era la ciudad mejor fortificada de todo Ansalon, superando incluso a la gran capital, Palanthas. Ahora, contemplando las enormes murallas, negras al perfilarse contra el cielo estrellado, murallas que sólo eran el anillo exterior de las defensas, estuvo completamente de acuerdo con esa opinión.

Lienzos de muralla rodeaban toda la urbe; su construcción consistía en varias hileras superpuestas de piedras, con arena embutida en los resquicios, revestidas con una gruesa capa de barro y luego cubiertas con más piedras. Al otro lado de los lienzos, en los que había poternas en varios puntos, se abría un foso, que podía salvarse a través de grandes puentes levadizos. Detrás del foso se alzaba otra muralla, ésta jalonada con troneras y aspilleras para los arqueros. Situadas a intervalos regulares, se veían enormes marmitas que podían llenarse de aceite hirviendo. Al otro lado de esta segunda muralla se habían plantado árboles y matorrales para que si cualquier enemigo conseguía tomar esa muralla, tuviera obstáculos para saltar desde el muro a la ciudad. Más allá se encontraban las calles y los edificios de la población, la mayoría de ellos construidos también de piedra.

Aun a una hora tan tardía, había gente en la torre de guardia de la puerta, esperando para entrar en la ciudad. Los guardias paraban a todos y les hacían preguntas, pero conocían bien a lady Odila, de manera que la mujer no tuvo que ponerse en la cola, sino que pasó entre jocosas chanzas sobre la magnífica «presa abatida» y su éxito en la caza.

Gerard soportó las bromas y los groseros comentarios sumido en un digno silencio. Odila aguantó con buen talante la chacota hasta que uno de los guardias, en el último puesto, gritó:

—Veo que habéis tenido que atar de pies y manos a este hombre para que no se os escape, lady Odila.

La sonrisa de la mujer se borró, los verdes ojos centellearon. Se volvió y asestó al guardia una mirada que le hizo ponerse colorado como un tomate, antes de regresar precipitadamente al interior de la garita.

—Imbécil —rezongó Odila, que sacudió las negras trenzas y fingió reír, pero a Gerard no le pasó inadvertido que el dardo verbal había acertado de lleno en algo íntimo y vital.

La mujer condujo al caballo entre la multitud que abarrotaba las calles. La gente miraba a Gerard con curiosidad, y cuando se fijaba en el emblema de la pechera, se mofaba y hacía alusiones en voz alta al filo ensangrentado del hacha del verdugo.

Una pequeña duda provocó en Gerard una momentánea inquietud, casi un instante de pánico. ¿Y si no era capaz de convencerlos de que decía la verdad? ¿Y si no le creían? Se imaginó conducido al tajo, clamando ser inocente, la negra capucha cubriéndole la cabeza, la pesada mano empujándole la cabeza contra el ensangrentado tajo, los momentos finales de terror esperando que cayera el hacha.

Gerard se estremeció. La escena era tan vivida que lo empapó un sudor frío. Recriminándose por dar suelta a su imaginación, se obligó a concentrarse en el presente.

Había supuesto, por alguna razón, que lady Odila lo llevaría inmediatamente ante el Consejo de Caballeros. En cambio, la mujer condujo al caballo a lo largo de un oscuro y estrecho callejón, al final del cual se alzaba un gran edificio de piedra.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En la cárcel —contestó Odila.

El joven se quedó estupefacto. Había estado tan concentrado en lo que diría al Consejo de Caballeros que en ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que lo llevara a otro sitio.

—¿Por qué me traes aquí?

—Te daré dos opciones, Neraka. A ver si adivinas. Una, que asistimos a un cotillón, vas a ser mi pareja de baile, beberemos vino y haremos el amor toda la noche. Y dos —sonrió dulcemente—, vas a quedarte encerrado en una celda.

Frenó al caballo. En las paredes ardían antorchas; a través de una ventana cuadrada y con reja salía el brillo de la luz de un fuego. Los guardias, al oírlos aproximarse, salieron presurosos para hacerse cargo del prisionero. El jefe de la prisión salió limpiándose la boca con el dorso de la mano. Obviamente habían interrumpido su cena.

—Puesto a elegir, me quedo con la celda —dijo Gerard con acritud.

—Me alegro —contestó Odila mientras le daba una palmadita en el muslo—. Detestaría tener que desilusionarte. Ahora, muy a mi pesar, debo dejarte, dulce Neraka. Entro de servicio. No dejes que te consuma la añoranza echándome de menos.

—Por favor, lady Odila, si pudieras ser seria por una vez, tiene que haber alguien aquí que conozca el nombre de Uth Mondor. Pregunta por ahí respecto a mí. ¿Querrás hacerlo?

Odila lo miró un momento en silencio, intensamente.

—Podría resultar divertido —comentó.

Se volvió para hablar con el jefe de la prisión, y Gerard tuvo la sensación de que le había causado impresión, pero si era buena o mala, si haría lo que le había pedido o no, lo ignoraba por completo.

Antes de marcharse, Odila dio una detallada explicación de todos los delitos de Gerard: que lo había visto volar en un Dragón Azul, que había aterrizado a bastante distancia de la ciudad, que el dragón se había tomado muchas molestias para poder esconderse en una cueva. El jefe de la prisión asestó una mirada torva a Gerard y dijo que tenía una celda de seguridad en el sótano que estaba hecha a la medida de jinetes de Dragones Azules.

Con una última burla de despedida y agitando la mano, lady Odila montó en su caballo, agarró las riendas de la mula y salió del patio, dejando a Gerard a merced del jefe de la prisión y sus guardias.

En vano Gerard protestó, argumentó y exigió ver al caballero comandante o algún otro oficial. Nadie le hizo el menor caso. Dos guardias lo llevaron dentro con inflexible eficacia mientras otros dos guardias vigilaban, armados con gruesas porras rematadas con pinchos, por si intentaba escapar. Le cortaron las ataduras para reemplazarlas inmediatamente por grillos.

Lo condujeron a través de habitáculos exteriores, donde el jefe de la prisión tenía la oficina y el carcelero su banqueta y su mesa. Las llaves de las celdas colgaban en ganchos, alineadas en ordenadas hileras a lo largo de la pared. Gerard sólo pudo echar un fugaz vistazo a todo eso antes de que lo bajaran a empujones y tropezando por una escalera que llevaba directamente a un angosto corredor, en el subterráneo del edificio. Lo condujeron a su celda con antorchas —al parecer era el único prisionero en ese nivel— y lo metieron de un empellón. Le informaron que había un cubo para sus necesidades y un jergón de paja para dormir. Le darían dos comidas al día, por la mañana y por la noche. La puerta, una gruesa hoja de roble con un ventanuco en la parte superior, empezó a cerrarse. Todo ello ocurrió tan deprisa que Gerard, aturdido e incrédulo, no reaccionó.

El jefe de la prisión estaba en el corredor, delante de su celda, para asegurarse de que el prisionero quedaba a buen recaudo. Gerard se lanzó hacia adelante, interponiendo el cuerpo entre el muro y la puerta.

—¡Señor! —suplicó—. ¡He de hablar con el Consejo de Caballeros! ¡Diles que Gerard Uth Mondor está aquí! ¡Traigo noticias urgentes! ¡Información de...!

—Cuéntaselo al inquisidor —lo interrumpió fríamente el jefe de la prisión.

Los guardias dieron a Gerard un brutal empujón que lo lanzó hacia atrás trastabillando, en medio del tintineo de los grillos. La puerta se cerró, y el joven oyó los pasos subiendo la escalera. La luz de las antorchas disminuyó y desapareció. Otra puerta se cerró de golpe al final de la escalera.

Gerard se quedó solo en una oscuridad tan absoluta y en un silencio tan profundo que habríase dicho que lo habían expulsado del mundo, dejándolo flotando en la vacía nada que se decía había existido mucho antes de la llegada de los dioses.

18

El mensajero de Beryl

El gobernador Medan estaba sentado, impasible, detrás del escritorio de su despacho, situado en el enorme y feo edificio que los Caballeros de Neraka habían construido en Qualinost. El gobernador consideraba el edificio tan horrendo como los propios elfos, que apartaban los ojos si se veían obligados a pasar cerca de sus macizos y grises muros, y rara vez entraba en el cuartel general. Detestaba las frías y austeras habitaciones. Debido al aire cargado de humedad, las paredes de piedra la acumulaban y rezumaban, de manera que parecían estar sudando siempre. Cada vez que tenía que quedarse allí largos períodos de tiempo sentía que se ahogaba, y no era cosa de su imaginación. Para mayor protección de quienes estaban dentro, el edificio no tenía ventanas, y el olor a moho lo invadía todo.

Ese día era peor que nunca. El olor le obstruía la nariz y le provocaba una dolorosa presión detrás de los ojos. A causa de ello, estaba apático y aletargado y le costaba trabajo pensar.

—No funcionará —se dijo, y estaba a punto de salir de la habitación para dar un vivificador paseo por el exterior, cuando su segundo al mando, un caballero llamado Dumat, llamó a la puerta de madera.

El gobernador frunció el entrecejo, regresó para sentarse detrás del escritorio y soltó un tremendo resoplido por la nariz en un esfuerzo de despejarla.

Tomando el resoplido por una respuesta de autorización, Dumat entró y cerró cuidadosamente la puerta tras él.

—Está aquí —anunció a la par que señalaba con el pulgar hacia atrás, por encima del hombro.

—¿Quién, Dumat? ¿Otro draco?

—Sí, milord. Un bozak. Con grado de capitán. Lo acompañan dos baaz, escoltas, diría yo.

Medan dio otro resoplido y se frotó los doloridos ojos.

—Podemos ocuparnos de tres dracos, milord —dijo Dumat con suficiencia.

Dumat era un tipo raro. Medan había renunciado a hacerse una opinión de él. Era bajo, compacto, de cabello oscuro, de unos treinta y tantos años, calculaba Medan. En realidad sabía muy poco de él. Dumat era reservado, callado, rara vez sonreía y guardaba las distancias. No hablaba de su vida pasada, nunca se unía a los otros soldados para fanfarronear sobre proezas, ya fueran en el campo de batalla o entre sábanas. Había entrado en la caballería hacía unos pocos años. Le había contado a su comandante sólo lo necesario para el registro oficial de datos y eso, Medan había sospechado siempre, era todo mentira. El gobernador no había llegado a entender por qué Dumat se había alistado como Caballero de Neraka.

No era un soldado. No le gustaba la batalla. No era propenso a las peleas. No era sádico. No era particularmente hábil con las armas, aunque había demostrado en reyertas de barracones que podía defenderse bien. Nunca se alteraba, aunque en sus ojos oscuros asomaba el brillo de unas brasas que traducía un fuego ardiendo en algún rincón profundo de su ser. Medan no se había sentido más sorprendido en toda su vida que el día, hacía casi un año, en que Dumat se había presentado ante él para decirle que se había enamorado de una elfa y que quería hacerla su esposa.

Medan había hecho todo lo posible para frenar las relaciones entre elfas y humanos. Se encontraba en una difícil situación, manejando tensiones raciales explosivas, intentando conservar el control de una población que sentía odio por sus conquistadores humanos. También tenía que mantener la disciplina entre sus tropas. Estableció reglas estrictas contra la violación, y a aquellos que, en los primeros compases de la ocupación del reino elfo, las quebrantaron, se los castigó con dureza e inmediatez.

Pero Medan tenía bastante experiencia con la extraña conducta de la gente para saber que a veces el cautivo se enamoraba del captor y que no todas las elfas encontraban repulsivos a los hombres humanos.

Había mantenido una conversación con la elfa que Dumat quería desposar a fin de asegurarse de que no estaba coaccionada ni amenazada. Descubrió que no era una doncella atolondrada, sino una mujer adulta, modista de oficio. Amaba a Dumat y deseaba ser su esposa. Medan le expuso que la sociedad elfa le haría el vacío, que no tendría trato con familia y amigos. Ella le dijo que no tenía familia y que a los amigos que no les gustara su elección de esposo entonces no serían verdaderos amigos. El gobernador no podía argumentar nada contra eso, y los dos se casaron en una ceremonia humana, ya que los elfos no reconocían oficialmente una unión tan abyecta para ellos.

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