Una vez limpio, pudo examinarse las heridas. Estaban inflamadas, pero sólo ligeramente infectadas. Las había tratado con el ungüento proporcionado por la reina madre, y se estaban curando bien. Torció el gesto al contemplar su imagen reflejada en el agua y se pasó la mano por la mandíbula. Tenía barba de varios días, de un color castaño oscuro, no rubia como su pelo. Su rostro ya era bastante feo sin barba, que le había crecido a trozos, de forma irregular, como manchones, y parecía una especie de planta maligna que trepaba por las mandíbulas.
Recordó cuando en su juventud intentó en vano dejarse crecer el sedoso y largo bigote que era el orgullo de la Orden solámnica. Resultó que su bigote crecía duro y tieso, saliendo en todas direcciones, como su rebelde cabello. Su padre, cuyo bigote era espeso y largo, se había tomado el fracaso de su hijo como una afrenta personal, culpando irracionalmente a lo que quiera que hubiese de rebelde dentro de Gerard y que se manifestaba a través de su pelo.
Gerard se volvió para vadear hasta donde había dejado las prendas de cuero y la mochila, con intención de coger la navaja y afeitarse. Un destello del sol reflejándose en metal casi lo cegó. Alzó la vista a lo alto del banco de la ribera y vio a un Caballero de Solamnia.
El caballero llevaba un coselete de cuero acolchado encima de una túnica, larga hasta la rodilla y ceñida a la cintura. El destello de metal procedía del casco, que le cubría la cabeza pero que no tenía visera. Una cinta roja ondeaba en la cimera del morrión, y el coselete acolchado estaba decorado con una rosa roja. Un arco largo asomaba detrás de sus hombros, indicando que el caballero había salido de caza, como demostraba el cadáver de un ciervo, cargado a lomos de una mula. El corcel del caballero se encontraba cerca, con la cabeza agachada, paciendo en la hierba.
Gerard se maldijo por haber bajado la guardia. De haber estado atento, en lugar de hacer el tonto como un colegial, habría oído acercarse al caballo y a su jinete.
Uno de los pies del caballero, que calzaba botas, estaba plantado firmemente sobre el talabarte y la espada de Gerard. El caballero empuñaba un espadón en la enguantada mano; en la otra sostenía un rollo de cuerda.
Gerard no veía el rostro del otro hombre a causa de las sombras de los árboles, pero estaba seguro de que su expresión sería severa e indudablemente triunfante.
Plantado en mitad del arroyo, que se volvía más frío por momentos, reflexionó sobre la extraña peculiaridad de la naturaleza humana que hacía sentirse a las personas más vulnerables estando desnudas que si llevaban ropas. Una camisa y unos calzones no habrían detenido flecha, cuchillo o espada, y, sin embargo, de haber estado vestido, Gerard habría sido capaz de enfrentarse a ese caballero con confianza en sí mismo. Tal como estaban las cosas, permaneció en el arroyo, mirando boquiabierto al caballero con, más o menos, tanta inteligencia como el pez que nadaba velozmente entre sus piernas desnudas, rozándole al pasar.
—Eres mi prisionero —dijo el solámnico, hablando en Común—. Sal despacio y mantén las manos alzadas para que pueda verlas.
La incomodidad de Gerard fue absoluta. La voz del supuesto caballero era profunda y melodiosa e inequívocamente femenina. En ese momento, la mujer giró la cabeza para mirar cautelosamente en derredor, y Gerard atisbo dos largas y gruesas trenzas de un cabello lustroso e intensamente negro que salían por debajo del morrión.
El joven sintió que la piel le ardía de tal modo que le extrañó que el agua alrededor no estuviese hirviendo.
—Dama de Solamnia —dijo, cuando por fin fue capaz de hablar—, no tengo reparos en admitir que soy tu prisionero, al menos por ahora, hasta que pueda explicar las inusitadas circunstancias, y obedecería tu orden, pero, como puedes ver, estoy... desnudo.
—Puesto que tus ropas se encuentran aquí, en la orilla, no esperaba otra cosa —replicó la mujer—. Sal del agua ahora mismo.
Gerard se planteó la posibilidad de huir hacia la otra orilla, pero la corriente era rápida y profunda, y no era muy buen nadador. Dudaba que pudiera conseguirlo, y se imaginó a sí mismo pataleando en el agua, ahogándose, pidiendo ayuda y acabando con la poca dignidad que aún le quedaba.
—Supongo que no querrías volverte, señora, y permitirme que me vistiera —comentó.
—¿Y dejar que me acuchilles por la espalda? —Rió y se inclinó hacia adelante—. ¿Sabes una cosa, Caballero de Neraka? Me parece divertido que tú, un campeón del Mal, que sin duda has masacrado un sinnúmero de inocentes, incendiado pueblos, robado a los muertos, saqueado y violado, seas un pudoroso lirio.
Su broma le hacía gracia, obviamente. El emblema de los caballeros negros sobre el que reposaba su pie era la calavera y el lirio.
—Si hace que te sientas mejor —continuó la dama—, te diré que he servido en la caballería durante doce años, he combatido en batallas y torneos y he visto cuerpos masculinos no sólo desnudos, sino abiertos en canal. Que será como veré el tuyo si no me obedeces. —Alzó la espada—. O sales o entro a sacarte.
Gerard empezó a caminar, salpicando agua, hacia la orilla. Ahora estaba furioso por el tono burlón de la mujer, y su rabia paliaba en parte su turbación. Estaba ansioso por coger su mochila y mostrar la carta de Gilthas, demostrando a esa guasona mujer que era un verdadero Caballero de Solamnia con una misión urgente y que probablemente la superaba en rango.
Ella lo vigiló atentamente, su rostro trasluciendo una mayor y manifiesta jocosidad al ver su desnudez, cosa que no era de extrañar habida cuenta de que tenía la piel arrugada como una ciruela pasa, que estaba aterido y tiritando de frío. Al llegar a la orilla, le asestó una mirada furiosa y extendió la mano hacia su ropa. Ella seguía con el pie plantado sobre su espada, en tanto que mantenía la suya enarbolada y presta.
Gerard se puso los pantalones de cuero; iba a pasar por alto la túnica, que estaba tirada en la orilla, arrugada, confiando en que la mujer no reparara en el emblema cosido en la pechera. La dama levantó la prenda con la punta de la espada, sin embargo, y se la echó.
—No querrás que te queme el sol. Póntela —dijo—. ¿Tuviste un buen vuelo?
A Gerard se le cayó el alma a los pies, pero intentó disimular.
—No sé a qué te refieres. He caminado...
—No pierdas el tiempo, «Neraka» —lo interrumpió—. Vi al Dragón Azul. Lo vi aterrizar. Localicé el rastro, lo seguí y te encontré. —Lo miró con interés, sin dejar de apuntarlo con la espada y agitando el rollo de cuerda—. Bien, ¿qué te proponías, Neraka? ¿Espiarnos, quizá? ¿Fingir ser un granjero patán que va a la ciudad a divertirse? Lo de patán pareces haberlo pillado bien.
—No soy un espía —replicó, prietos los dientes para evitar que le castañetearan—. Sé que no vas a creerlo, pero no soy un Caballero de Neraka, sino un solámnico, como tú.
—¡Oh, eso sí que es bueno! Un solámnico amoratado montado en un Dragón Azul. —La dama rió con ganas, luego movió la mano y, con presteza, le echó el lazo de la cuerda por la cabeza—. No te preocupes, que no pienso colgarte aquí, Neraka. Voy a llevarte a Solanthus, y podrás contar tu historia ante una admirada audiencia. El inquisidor lleva unos días muy alicaído. Estoy segura de que lo animarás. —Dio un tirón a la cuerda y sonrió al ver que Gerard la agarraba para no asfixiarse—. Que llegues vivo, medio vivo o apenas respirando depende de ti.
—Demostraré que digo la verdad —manifestó Gerard—. Deja que abra mi mochila...
Bajó la vista al suelo. La mochila no se encontraba allí. Gerard escudriñó frenéticamente a lo largo de la ribera. Ni rastro de la mochila. Y entonces se acordó. La había dejado colgada de la silla del dragón. Y la silla, la mochila y la carta estaban en la cueva, con el Dragón Azul.
Inclinó la cabeza, que chorreaba agua, demasiado abrumado hasta para maldecir. Las palabras punzantes ardían en su corazón, pero no podían pasar el nudo de la garganta para llegar a su lengua. Alzó la cabeza y miró a la Dama de Solamnia, directamente a los ojos que, advirtió, tenían el color verde de las hojas de un árbol.
—Te juro, señora, por mi honor de caballero, que soy solámnico. Me llamo Gerard Uth Mondor Estoy destacado en Solace, donde soy uno de los guardias de honor de la Tumba de los Últimos Héroes. No puedo darte pruebas de lo que digo, lo admito, pero mi padre es muy conocido en la Orden. Estoy seguro de que hay caballeros entre los mandos de Solanthus que me reconocerán. He sido enviado con noticias urgentes para el Consejo de Caballeros en Solanthus. En mi mochila tengo una carta de Gilthas, rey de los elfos...
—Oh, sí —le interrumpió—, y en la mía tengo una carta de Morera Muchabarza, la reina de los kenders. ¿Dónde está esa mochila con la maravillosa carta?
Gerard masculló algo entre dientes.
—¿Qué has dicho, Neraka? —preguntó, acercando la cabeza.
—Que está colgada de la silla del... Dragón Azul —respondió, sombrío—. Podría ir a buscarla. Te doy mi palabra de honor de que regresaré y me entregaré.
—¿No tendré, por casualidad, pajas enredadas en el cabello, verdad? —inquirió la mujer tras fruncir ligeramente el ceño.
Gerard le lanzó una mirada fulminante.
—Pensé que tal vez sí —siguió ella—, porque obviamente crees que acabo de caerme del carro del heno. Sí, dulce Neraka, aceptaré la palabra de honor de un jinete de Dragón Azul, y te dejaré ir corriendo a recoger tu mochila y a tu dragón. Y luego agitaré mi pañuelito para despediros cuando alcéis el vuelo. —Le amagó con la espada en la tripa—. Sube al caballo.
—Escucha, señora —insistió Gerard, cuya rabia y frustración aumentaban por momentos—, sé que no es fácil de creer, ¡pero si utilizas esa cabeza tuya cubierta de acero para pensar, te darás cuenta de que estoy diciendo la verdad! Si fuera realmente un Caballero de Neraka, ¿crees que estarías aquí azuzándome con esa espada tuya? A estas alturas servirías de alimento a mi dragón. Tengo una misión urgente. Miles de vidas están en juego... ¡Deja de hacer eso, maldita seas!
La mujer no había dejado de azuzarlo con la espada cada dos por tres, obligándolo a retroceder hasta que chocó contra el caballo. Furioso, apartó la espada con la mano, abriéndose un tajo en la palma.
—Me encanta oírte hablar, Neraka. Podría estar escuchándote todo el día, pero, por desgracia, entro de servicio dentro de pocas horas, así que monta de una vez y pongámonos en marcha.
Gerard estaba ahora tan encorajinado que faltó poco para que llamase al dragón. Filo Agudo despacharía en un santiamén a esa exasperante mujer, que parecía haber nacido con acero sólido dentro de la cabeza, en lugar de llevarlo puesto encima. Sin embargo, controló la ira y montó en el caballo. Plenamente consciente de lo que pensaba hacer con él, puso las manos a la espalda, con las muñecas juntas.
Tras envainar la espada, y manteniendo firmemente agarrada la cuerda ceñida a la garganta de Gerard, le ató las muñecas con la misma cuerda, ajusfándola de manera que si el joven movía los brazos o cualquier parte de su cuerpo acabaría estrangulándose a sí mismo. Y durante el proceso no dejó de hacer sus bromas jocosas, llamándolo Neraka, «dulce Neraka», «Neraka de mi corazón» y otras ternezas satíricas que eran irritantes en extremo.
Cuando todo estuvo listo, cogió las riendas del caballo y condujo al animal a través del bosque a buen paso.
—¿No vas a amordazarme? —demandó Gerard.
Ella miró hacia atrás.
—Tus palabras son como música en mis oídos, Neraka. Habla. Cuéntame más sobre el rey de los elfos. ¿Viste con tules verdes y le crecen alas en la espalda?
—Podría llamar al dragón —adujo Gerard—. No lo hago porque no deseo que sufras daño alguno, Dama de Solamnia. Eso prueba todo lo que he dicho, con que sólo lo pensaras un poco.
—Quizás —admitió ella—. Puede que estés diciendo la verdad, pero también es posible que no. Tal vez no llamas al dragón porque esas bestias son notoriamente imprevisibles y no son de fiar, y podría matarte a ti en lugar de a mí, ¿verdad, Neraka?
Gerard empezaba a entender por qué no lo había amordazado. No se le ocurría nada que decir que no lo incriminara o empeorara las cosas. El argumento de la mujer sobre la naturaleza maligna de los Dragones Azules era el mismo que él habría hecho antes de conocer a Filo Agudo. No le cabía duda de que si llamaba al dragón para que se ocupara de la dama solámnica, el reptil acabaría rápidamente con la mujer sin tocarle un pelo a él. Pero, aunque Gerard habría preferido tener a Filo Agudo como compañero de viaje cualquier día en lugar de esa irritante mujer, no toleraba la idea de que una compañera de caballería sufriese tan horrible muerte, por muy detestable que fuera.
—Cuando llegue a Solanthus, enviaré a una compañía para que mate al dragón —continuó la dama—. No puede encontrarse muy lejos de aquí. A juzgar por las explosiones que oí, no tendremos problemas en descubrir su escondrijo.
Gerard estaba razonablemente seguro de que Filo Agudo sabría cuidar de sí mismo, y eso le hizo preocuparse por la buena salud de sus compañeros de caballería. Decidió que el mejor curso de acción que podía adoptar era esperar hasta encontrarse ante el Consejo. Una vez allí, explicaría quién era y la misión que tenía. Estaba convencido de que el Consejo le creería, a pesar de la falta de credenciales. Sin duda habría alguien en el Consejo que lo conocería a él o a su padre. Si todo iba bien, regresaría junto a Filo Agudo, y los dos, junto con una fuerza de caballeros, volarían a Qualinesti. Después de que la Dama de Solamnia le hubiese ofrecido sus más humildes disculpas, por supuesto.
Dejaron atrás la arbolada ribera del arroyo y entraron en una pradera, no muy lejos de donde el dragón había aterrizado. Gerard veía a lo lejos la calzada que conducía a Solanthus. La parte alta de las torres de la ciudad asomaban justo por encima de la alta hierba.
—Allí está Solanthus, Neraka —dijo la mujer, señalando—. Aquel edificio alto, a tu izquierda, es...
—No me llamo Neraka. Mi nombre es Gerard Uth Mondor. ¿Cómo te llamas tú? —preguntó, añadiendo entre dientes:— Además de terrible.
—¡Te he oído! —entonó ella, que miró de nuevo hacia atrás—. Me llamo Odila Cabrestante.
—Cabrestante. ¿No es eso un tipo de artefacto mecánico a bordo de un barco?
—Lo es. Los míos son gente de mar.
—Piratas, sin duda —comentó él en tono cáustico.
—Tu ingenio es tan pequeño y arrugado como otras ciertas partes de tu cuerpo, Neraka —replicó, sonriendo ante su turbación.