El río de los muertos (24 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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—No necesito que tú ni nadie me ayude, Samar —contestó con tranquilidad—. Puedo soportar esta carga todo el tiempo que sea necesario. Y ahora, como bien has dicho, debemos darnos prisa. Mi madre corre peligro aquí.

Disfrutando de la expresión estupefacta del comandante elfo, Silvanoshei apartó con el hombro al pasmado guerrero y empezó a caminar torpemente hacia el bosque.

—Ayúdalo, Samar —ordenó Alhana mientras recogía su espada. Miró a su hijo con cariño y orgullo, y también con algo de inquietud. Había cambiado, y a pesar de decirse a sí misma que la terrible prueba por la que había pasado cambiaría a cualquiera, esa mudanza le resultaba perturbadora. No era tanto el hecho de que hubiese pasado de ser un muchacho a ser un hombre, sino que había dejado de ser su hijo para convertirse en un adulto al que no conocía.

Silvanoshei se sentía imbuido de energía. Las cadenas no pesaban; eran de plumón y seda. Empezó a correr, torpemente, tropezando y trastabillando de vez en cuando, pero se las arreglaba por sí mismo tan bien como podría haberlo hecho con ayuda. Los elfos guerreros lo rodearon, protegiéndolo, pero no había nadie para detenerlos. Los Caballeros de Neraka habían actuado rápidamente para tomar Silvanost y envolver la ciudad con sus propias cadenas, forjadas con hierro, fuego y sangre.

* * *

Los elfos y su rey liberado viajaron hacia el norte durante un corto trecho, aunque lo bastante lejos para no oler el humo de la destrucción. Luego giraron hacia el este, guiados por Rolan, y llegaron al río, donde los Kirath tenían barcas preparadas para llevar a Silvanoshei corriente arriba, al norte del campamento de las tropas de Alhana. Descansarían durante un rato. No encendieron lumbres y montaron guardia.

Silvanoshei se las había arreglado para mantener el paso de los demás, aunque al final de la jornada respiraba trabajosamente, los músculos le ardían y sus manos estaban cubiertas de sangre, que resbalaba de los cortes de las muñecas. Se cayó más de una vez y, finalmente, porque su madre se lo suplicó, permitió que otros elfos lo ayudaran. No salió una sola queja de sus labios, y siguió adelante con una resolución tal que incluso se ganó la aprobación de Samar.

Una vez que llegaron a la orilla del río y a una relativa seguridad, los elfos empezaron a golpear sus grillos con hachas. Silvanoshei permaneció sentado e inmóvil, sin encogerse, aunque las afiladas palas a veces pasaban peligrosamente cerca de sus pies o sus piernas, con riesgo de cortárselos. Saltaban chispas del hierro, pero las cadenas no se rompían y, finalmente, después de que las palas de las hachas estuvieron melladas, los elfos no tuvieron más remedio que darse por vencidos. Sin una llave no podían quitar las manillas ni los grilletes que ceñían las muñecas y los tobillos de Silvanoshei.

Alhana le aseguró a su hijo que una vez que hubiesen llegado al campamento el herrero haría una llave que encajara en los rodetes de las cerraduras y se los quitarían.

—Hasta entonces, haremos en barca el resto del camino. El viaje no será tan penoso para ti, hijo mío.

Silvanoshei se encogió de hombros, con indiferencia. Soportaba el dolor y la incomodidad con gran entereza. Acompañado por el tintineo de las cadenas, el joven se tendió en el suelo, arropado con una manta, sin protestar.

Alhana se sentó a su lado. Un gran silencio envolvía la noche, como si todas las criaturas estuvieran conteniendo el aliento, asustadas. Sólo el río seguía hablando, la rápida corriente pasando veloz junto a ellos, susurrando para sí en un profundo y dolido murmullo al saber el terrible espectáculo que le esperaba aguas abajo, detestando tener que seguir viajando pero incapaz de detener su fluir.

—Debes de estar agotado, hijo mío —musitó Alhana en voz muy baja—, y no te tendré despierto mucho tiempo, pero quiero decirte que lo entiendo. Has vivido momentos muy difíciles, has experimentado acontecimientos que habrían abrumado a los hombres mejores y más sabios, y tú sólo eres un joven. Tengo que confesar que temía encontrarte destrozado por lo que ha ocurrido hoy. Me daba miedo que estuvieras tan enredado en las trampas de la bruja humana que nunca podrías librarte de ella. Sus trucos son impresionantes, pero no debes dejarte engañar por ellos. Es una bruja y una charlatana, y hace que la gente vea lo que quiere ver. El poder de los dioses ha desaparecido de este mundo, y no veo ningún indicio de su reaparición.

Alhana hizo una pausa por si Silvanoshei quería comentar algo, pero el joven guardó silencio. Sus ojos, en los que se reflejaba el brillo de las estrellas, estaban abiertos de par en par, contemplando la oscuridad.

—Sé que debes de estar sufriendo por lo que ocurre ahora en Silvanost —siguió Alhana, decepcionada por su mutismo—. Te prometo, como le prometí a Rolan de los Kirath, que regresaremos con tropas suficientes para liberar a nuestro pueblo y expulsar a las legiones de la oscuridad de la ciudad. Volverás a ser rey. Ése es mi más caro deseo. Has demostrado, con el coraje y la fuerza que veo en ti esta noche, que eres merecedor de ser depositario de esa sagrada confianza, de asumir esa gran responsabilidad.

Un atisbo de sonrisa asomó a los labios de Silvanoshei.

—De modo que, ¿he demostrado mi valía ante ti, madre? ¿Por fin crees que soy digno del legado de mi linaje?

—No tenías que demostrarme tu valía, Silvanoshei —contestó Alhana, que lamentó lo que había dicho en el mismo momento de pronunciar las palabras. Vaciló, intentando explicarse—. Si te he dado esa impresión, nunca estuvo en mi ánimo tal cosa. Te quiero, hijo mío. Estoy orgullosa de ti. Creo que los extraños y terribles acontecimientos en los que has tomado parte te han obligado a madurar rápidamente. Y lo has hecho, cuando podrías haberte derrumbado.

—Me alegro de haber conseguido que tengas tan buena opinión de mí, madre —dijo Silvanoshei.

Alhana estaba perpleja y dolida por su actitud fría y despegada. No lo entendía pero, tras pensarlo un poco, la atribuyó al hecho de que había tenido que soportar mucho y debía de encontrarse agotado. El semblante de Silvanoshei estaba relajado y tranquilo; sus ojos permanecían clavados en el cielo nocturno con tal intensidad que habríase dicho que contaba todos los puntitos luminosos que lo alumbraban.

—Mi padre solía contarme una historia, madre —comentó el joven justo cuando Alhana iba a levantarse. Rodó para ponerse de lado, haciendo que las cadenas tintinearan, un sonido discordante en la quietud de la noche—. La historia de una mujer humana... No recuerdo su nombre. Se presentó ante los elfos qualinestis en otra época de conflictos y peligro, llevando una vara de cristal azul y proclamando que iba allí enviada por los dioses. ¿Recuerdas la historia, madre?

—Su nombre era Goldmoon —respondió Alhana—. Es una historia verdadera.

—¿La creyeron los elfos cuando dijo que venía portando un regalo de los dioses?

—No, no la creyeron —contestó Alhana, preocupada.

—Muchos elfos la tildaron de bruja y de charlatana, entre ellos mi propio padre. Sin embargo, sí traía un regalo de los dioses, ¿no es cierto?

—Hijo mío, hay una diferencia...

—Estoy muy cansado, madre. —Silvanoshei se cubrió los hombros con la manta y se giró, de manera que le dio la espalda—. Que tu reposo sea grato —añadió.

—Que duermas bien, hijo mío —deseó Alhana, agachándose para besarle la mejilla—. Seguiremos hablando de esto por la mañana, pero querría recordarte que los caballeros negros están matando elfos en nombre de ese supuesto dios Único.

Sólo tuvo la respuesta del tintineo de las cadenas. O rebullía por sentirse incómodo o se estaba acomodando para dormir; Alhana lo ignoraba, ya que no veía el rostro de su hijo.

La elfa hizo la ronda por el campamento para comprobar si los que hacían su turno de guardia se encontraban en sus puestos. Tras asegurarse de que todos se mantenían vigilantes y alertas, se sentó al borde del río y pensó, abrumada por la desesperación y la rabia, en el terror que reinaba esa noche en Silvanost.

El río se lamentó y lloró con ella hasta que a Alhana le pareció empezar a oír palabras en los murmullos del agua.

·

· Duérmete, amor, que todo duerme.

· Cae en brazos de la oscuridad silente.

· Velará tu alma la noche vigilante.

· Duérmete, amor, que todo duerme.

·

El río abandonó sus orillas; las aguas oscuras se desbordaron, subieron, y la cubrieron.

* * *

Alhana despertó con un sobresalto y se encontró con que ya era de día. El sol había subido por encima de las copas de los árboles. Unas nubes suaves se desplazaban ligeras por el cielo, ora ocultando el astro, ora descubriéndolo, de manera que parecía un ojo haciendo guiños por una broma compartida.

Furiosa por haber sido tan indisciplinada como para permitirse dormir cuando el peligro los rodeaba, se incorporó de un brinco. Para su consternación descubrió que no era la única que se había quedado dormida en su puesto. Los que estaban de guardia dormían de pie, con la barbilla apoyada en el pecho, los ojos cerrados, las armas caídas.

Samar yacía a su lado; tenía la mano extendida, como si hubiese estado a punto de decirle algo, pero el sueño lo había vencido antes de que tuviese tiempo de pronunciar una sola palabra.

—¡Samar! —llamó al tiempo que lo sacudía por el hombro—. ¡Samar! Algo extraño nos ha pasado.

El guerrero se despertó de inmediato y enrojeció de vergüenza al ver que había faltado a su deber. Lanzó un furioso grito que despertó a todos los elfos.

—No he cumplido con mi cometido —dijo con amarga pesadumbre—. ¡Es un milagro que nuestros enemigos no se hayan aprovechado de nuestra debilidad para degollarnos! Tenía la intención de partir con el alba. Nos espera una larga jornada, y al menos hemos perdido dos horas de viaje. Tenemos que darnos...

—¡Samar! —gritó Alhana en un tono que le rompió el corazón—. ¡Ven, deprisa! ¡Mi hijo!

La elfa señalaba la manta vacía y cuatro argollas rotas, las mismas que las hachas no habían podido cortar. En el suelo, cerca de la manta, se veían las huellas profundas de dos pies calzados con botas, así como las de los cascos de un caballo.

—Lo han cogido —dijo Alhana, aterrada—. ¡Se lo han llevado durante la noche!

Samar rastreó las huellas del caballo hasta el borde del agua, donde desaparecían. Recordó, con sorprendente claridad, el caballo rojo que había galopado hacia el bosque sin jinete.

—Nadie lo apresó, mi reina —dijo—. Alguien vino a buscarlo, y me temo que él se marchó de buen grado.

Alhana miró el río veteado por los rayos del sol, lo vio chispeante y resplandeciente en la superficie, pero oscuro, violento y peligroso por debajo. Recordó con un escalofrío las palabras que había oído cantar al río la noche anterior.

Duérmete, amor, que todo duerme.

15

Prisioneros, fantasmas, los muertos y los vivos

Palin Majere ya no estaba prisionero en la Torre de la Alta Hechicería. Es decir, lo estaba y no lo estaba. No estaba prisionero al no encontrarse confinado a una única habitación de la Torre; tampoco estaba atado, encadenado ni inmovilizado físicamente de ningún modo. Podía deambular libremente por la Torre, pero no más allá. No podía abandonar la construcción. Una puerta en la planta baja era el único acceso que permitía la entrada o la salida de ella, y estaba encantada, sellada a cal y canto por un hechizo de cerrojo.

Palin disponía de su propio cuarto, con una cama, pero sin silla ni escritorio. La habitación tenía puerta, pero no ventana; había una chimenea, pero no fuego, y el ambiente era frío y húmedo. Para comer había hogazas de pan, apiladas en lo que otrora fue la despensa de la Torre, junto con cuencos de loza —la mayoría de los cuales estaban rajados y desportillados— llenos de frutos secos. Palin reconoció el pan creado con magia, no hecho por el panadero, ya que carecía de sabor, tenía una textura esponjosa y no estaba dorado. Para beber, había agua en jarras que se rellenaban continuamente. El agua era salobre y tenía un olor desagradable.

Palin había sido reacio a bebería, pero no encontró otra cosa, de modo que, tras realizar un conjuro para asegurarse de que no contenía algún tipo de poción, la utilizó para bajar los trozos de pan que se quedaban atascados en su garganta. Realizó un hechizo que hizo aparecer un fuego, pero que no ayudó a aliviar la lobreguez del ambiente.

Por la Torre de la Alta Hechicería rondaban fantasmas. No los de los muertos que le habían robado su magia; algún tipo de conjuro de salvaguarda los mantenía a raya. Estos otros fantasmas eran del pasado. En un recodo, se encontraba con su propio fantasma dentro de la Torre, llegando a ella para someterse a la temida Prueba. En otro, imaginaba ver el de su tío, que había pronosticado un gran futuro para el joven mago. Allí, topaba con el fantasma de Usha cuando la conoció: bella, misteriosa, cariñosa, tierna. Eran fantasmas de pesadumbre, sombras de promesa y esperanza, ambas muertas. Fantasmas de amores, ya estuvieran muertos o moribundos.

El más terrible era el fantasma de la magia. Le susurraba desde las grietas de la escalera de piedra, desde los hilos rotos de la alfombra, desde el polvo de las cortinas de terciopelo, desde el moho seco y muerto muchos años atrás pero que nunca se había desprendido de las paredes.

Tal vez a causa de la presencia de los fantasmas, Palin se sentía como en casa en la Torre, curiosamente. Se sentía más en su ambiente allí que en su propia casa luminosa, espaciosa y confortable de Solace. No le gustaba admitir tal cosa ante sí mismo. Hacía que se sintiera culpable.

Tras varios días de deambular solo por la Torre, encerrado consigo mismo y con los fantasmas, comprendió por qué aquel lugar frío y temible era su hogar. Allí, en la Torre, había sido un hijo de la magia. Allí, la magia lo había guardado, guiado, amado, cuidado. Aun ahora, a veces podía percibir el tenue olor del perfume de pétalos de rosa y evocaba aquellos momentos, aquellos tiempos felices. Allí, en la Torre, todo guardaba silencio. Nadie le demandaba nada. Nadie esperaba nada de él. Nadie lo miraba con lástima. No decepcionaba a nadie.

Fue entonces cuando comprendió que tenía que marcharse. Tenía que escapar de ese lugar o se convertiría en otro fantasma más entre muchos otros.

Puesto que gran parte de los cuatro días que llevaba encerrado se los había pasado deambulando por la Torre, casi como un fantasma rondando por los lugares que está condenado a frecuentar, estaba familiarizado con la estructura física del edificio, muy semejante a como la recordaba, pero con ciertas diferencias. Cada Señor de la Torre cambiaba el edificio para acomodarlo a sus necesidades. Raistlin había hecho suya la Torre cuando entró en ella como el Amo del Pasado y del Presente. No la había compartido con nadie, excepto con un aprendiz, Dalamar, los espectros que le servían y los Engendros Vivientes, unas pobres criaturas deformes que arrastraban sus miserables y mal concebidas vidas en el subsuelo, en la Cámara de la Visión.

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