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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (26 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Sí, tú te... eh... ocupas de la retaguardia. Vigila atentamente, y no me molestes sea lo que sea lo que me veas hacer o me oigas decir.

—De acuerdo, Palin, lo haré —prometió solemnemente el kender, que ocupó su posición, pero enseguida volvió dando brincos—. Perdona, Palin, pero puesto que estamos solos en la Torre, ¿contra quién se supone que tengo que proteger la retaguardia?

El mago se exhortó a tener paciencia para sus adentros antes de contestar.

—Si, por ejemplo, el hechizo de cerrojo mágico incluye salvaguardias, realizar un contraconjuro en la cerradura podría provocar que esos guardianes aparecieran.

—¿Te refieres a esqueletos, espectros y cadáveres andantes? —Tas parecía entusiasmado—. Oh, espero que pase... Es decir, espero que no ocurra eso —rectificó rápidamente al ver la expresión torva del mago—. Vigilaré, lo prometo.

Tas regresó a su puesto, pero no bien Palin empezaba a evocar las palabras del conjuro, sintió un tirón en la manga.

—¿Sí, Tas? —Palin luchó contra la tentación de arrojar al kender por la ventana—. ¿Qué pasa ahora?

—¿Es porque tienes miedo de los espectros y los cadáveres andantes por lo que no has intentado escapar hasta ahora?

—No, Tas. Es porque tenía miedo de mí mismo.

—Dudo que pueda guardarte la espalda contra ti mismo, Palin —comentó el kender tras reflexionar unos segundos.

—En efecto, Tas, no puedes. Y ahora, vuelve a tu puesto.

Palin calculó que disponía de quince segundos de paz antes de que la novedad de estar en retaguardia perdiera interés y Tasslehoff volviera a darle la lata. Se aproximó a la puerta, cerró los ojos y extendió las manos.

No tocó la puerta, sino la magia que la rodeaba. Sus dedos rotos... Recordaba un tiempo en que eran largos, delicados y ágiles. Buscó la magia, tanteó como un hombre ciego; al percibir un cosquilleo en las yemas de los dedos, lo embargó la emoción. Había hallado un hilo de magia; lo alisó y encontró otro, y otro más, hasta que el encantamiento vibró bajo su toque. El tejido mágico era suave y fino, un fragmento cortado de un relámpago y colgado sobre la puerta. No era un conjuro sencillo, pero tampoco excesivamente complejo. Uno de sus alumnos aventajados habría podido deshacerlo. Ahora era su orgullo el que estaba herido.

—Siempre me subestimaste —murmuró al ausente Dalamar. Tiró de un hilo, y el tejido de magia se deshizo en sus manos.

La puerta se abrió.

Un soplo de aire fresco, impregnado del penetrante olor de los cipreses, penetró en la Torre como habría hecho una persona en la boca de un ahogado para intentar devolverle la vida. Los espíritus que vagaban entre las sombras de los árboles interrumpieron su incesante ir y venir y centenares de ellos se volvieron al unísono para contemplar la Torre con sus ojos sombríos. Ninguno se movió hacia allí, ninguno hizo intención de aproximarse. Permanecieron suspendidos, vigilando, en el aire susurrante.

—No usaré magia —les dijo Palin—. Sólo tengo comida y agua en mi mochila. Me dejaréis en paz. —Llamó a Tas con un ademán, un gesto innecesario puesto que el kender brincaba ya a su lado—. Quédate cerca de mí, Tas. No es momento para salir a explorar por ahí. No debemos separarnos.

—Lo sé —contestó, excitado, el kender—. Todavía ocupo el puesto de retaguardia. ¿Adónde vamos, exactamente?

Palin miró al otro lado de la puerta. Años atrás había una escalera de piedra y un patio; ahora el primer escalón se apoyaba sobre una capa de agujas muertas de ciprés, que rodeaba la Torre como un foso seco. Los propios cipreses formaban un muro alrededor del pardo foso, y sus verdes ramas creaban un dosel bajo el que podrían caminar. Parados en las sombras de los árboles, vigilantes, se hallaban los espíritus de los muertos.

—Vamos a buscar un camino, un sendero, cualquier cosa que nos conduzca fuera de este bosque —contestó Palin.

Metió las manos en las mangas para hacer hincapié en el hecho de que no iba a utilizarlas, cruzó el umbral y se encaminó directamente a la línea de árboles. Tas lo siguió, representando su papel de vigilante de retaguardia intentando mirar hacia atrás al mismo tiempo que caminaba hacia adelante, toda una proeza de agilidad para la que, al parecer, se necesitaba cierta práctica, ya que el kender estaba teniendo dificultades.

—¡Deja de hacer eso! —instó Palin, prietos los dientes, la segunda vez que Tasslehoff chocó contra él. Se acercaban a la línea de árboles y Palin sacó una mano de la manga justo el tiempo suficiente para agarrar a Tas por el hombro y obligarlo a darse media vuelta—. Mira hacia adelante.

—Pero si estoy en retaguardia... —protestó Tasslehoff, que se interrumpió antes de acabar la frase—. Oh, entiendo. Lo que te preocupa es lo que tenemos delante.

Los muertos no tenían cuerpos; habían dejado atrás la envoltura de carne fría como las mariposas dejaban sus capullos. Otrora, al igual que mariposas tras la metamorfosis, esos espíritus habrían volado libres al nuevo destino que los aguardaba al final del viaje, fuera cual fuera. Ahora estaban atrapados, como si se encontraran dentro de un frasco colosal, obligados a vagar sin rumbo, buscando una salida.

Tantas almas, un río que se arremolinaba en torno a los troncos de los cipreses, cada una de ellas una gota de agua en un caudaloso torrente. Palin apenas podía distinguir una de otra. Los rostros pasaban deslizándose veloces, manos o brazos o cabello ondeando detrás cual diáfanos pañuelos de seda. Las caras eran lo más terrible, pues todas lo miraban con un ansia que lo hacía vacilar, aflojar el paso. El roce del aliento, que él había tomado erróneamente por el soplo del aire, le rozó la mejilla; percibió palabras susurradas y sufrió un escalofrío.

«La magia —decían—. Danos la magia.» Lo miraban. Al kender no le hacían caso. Palin vio que el kender movía los labios y casi adivinó sus palabras, pero no las oyó. Era como si tuviese los oídos taponados con los susurros de los muertos.

—No tengo nada que daros —les contestó. Su propia voz le sonaba apagada y lejana—. No llevó artefactos mágicos. Dejadnos pasar.

Llegó a la línea de los árboles. Las almas susurrantes formaban un estanque blanco, espumante, entre las sombras de los árboles. Había esperado que se apartaran a su paso, como la niebla matinal levantándose en los valles, pero no se movieron y siguieron cerrándole el paso. Podía ver borrosamente, a través de ellas, más árboles con la espeluznante niebla blanca de almas flotando entre los troncos. Le recordaban las hordas de mendigos que abarrotaban las calles de Palanthas, manos mugrientas extendidas, voces gemebundas suplicando.

Se detuvo y lanzó una ojeada hacia atrás, a la Torre de la Alta Hechicería; vio unas ruinas que se desmoronaban. Volvió la vista al frente.

«No te hicieron daño en el pasado —se recordó a sí mismo—. Conoces su tacto. Es desagradable, pero no peor que caminar a través de una telaraña. Si regresas allí, no saldrás. No hasta que seas uno de ellos.»

Penetró en el río de almas.

Manos pálidas, frías, tocaron las suyas, sus brazos. Ojos pálidos, fríos, lo miraron fijamente. Labios pálidos, fríos, se apretaron contra sus labios, absorbiendo su aliento. No podía moverse porque el remolino de espíritus que lo había atrapado lo arrastraba hacia el fondo. No podía oír nada excepto el apagado rugido de sus temibles voces. Giró sobre sí mismo, tratando de hallar el camino de vuelta, pero sólo vio ojos, bocas, manos. Giró una y otra vez y acabó confuso y desorientado; seguían viniendo más y más y más.

No podía respirar, no podía hablar, no podía gritar. Cayó al suelo, boqueando, medio asfixiado. Ellos subían y bajaban rodeándolo como una marea, tocándolo, tirando de él. Estaba desgarrado, hecho jirones. Ellos buscaban entre las fibras de su ser.

«Magia... Magia... Danos la magia...»

Se hundió bajo la superficie del horrendo río y dejó de luchar.

* * *

Tasslehoff vio a Palin entrar en las sombras de los árboles, pero no lo siguió de inmediato. En cambio, intentó llamar la atención de varios kenders muertos que había detrás de los árboles, observando al mago.

—Eh —llamó Tas en voz alta, por encima del zumbido que tenía en los oídos, un ruido que empezaba a ser muy molesto—, ¿habéis visto a mi amigo Caramon? Es uno de vosotros.

Tas había estado a punto de decirles que Caramon estaba muerto, como ellos, pero se contuvo, pensando que tal vez les entristecía que se lo recordara.

—Es un humano realmente grande, y la última vez que lo vi vivo era muy viejo, pero ahora que ha muerto, y no es mi intención ofenderos, su aspecto vuelve a ser el de un hombre joven. Tiene el cabello ondulado y una sonrisa muy amistosa.

Inútil. Los kenders no le hicieron ni pizca de caso.

—Lamento tener que decíroslo, pero sois muy maleducados —manifestó Tas mientras pasaba junto a ellos. Ya que nadie pensaba hablar con él, podía ir en pos de Palin—. Cualquiera pensaría que os han criado humanos. No debéis de ser de Kendermore, porque ningún kender de Kendermore actuaría de ese... Eh, vaya, qué extraño. ¿Dónde se ha metido?

Tas escudriñó el bosque que se alzaba ante él lo mejor que pudo, considerando el obstáculo que formaban los pobres fantasmas, que giraban de un modo frenético, lo bastante para que cualquiera se mareara al mirarlos.

—¡Palin! ¿Dónde estás? Se supone que tengo que actuar como retaguardia, pero no puedo hacerlo si tú no estás delante.

Esperó un poco para ver si Palin contestaba a su llamada, pero si lo hizo, Tas seguramente no pudo oírlo debido al dichoso zumbido, que además le estaba produciendo un buen dolor de cabeza. Tas se llevó los dedos a las orejas para intentar ahogar el ruido y se volvió para mirar detrás, pensando que quizá Palin había olvidado algo en la Torre y había vuelto para cogerlo. Vio el edificio, empequeñecido por los cipreses, pero ni rastro del mago.

—¡Maldita sea! —Tas retiró las manos de las orejas y las agitó en un intento de dispersar a los muertos, que se estaban poniendo verdaderamente pesados.

—Fuera de aquí. No veo nada. ¡Palin!

Era como caminar entre una densa niebla, sólo que peor, porque la niebla no mira con ojos suplicantes ni intenta agarrar con sus manos tenues. Tasslehoff siguió avanzando a tientas. Tropezó con algo, seguramente la raíz de un árbol, y cayó de bruces. Fuera lo que fuese sobre lo que había caído, se retorcía bajo sus piernas.

«No es una raíz de árbol —pensó—. O, si lo es, pertenece a una de las especies más vivas de árboles.»

Tas reconoció la túnica de Palin y, al cabo de un instante, reconoció al propio mago. Se inclinó sobre su amigo, consternado.

Palin tenía la cara muy blanca, más que las de los espíritus que lo rodeaban, y los ojos cerrados. Boqueaba, intentando respirar, con una mano en la garganta y la otra crispada sobre la pechera de la túnica.

—¡Fuera de aquí, marchaos! ¡Dejadlo en paz! —gritó Tas, esforzándose por apartar a los espíritus, que parecían haberse enroscado alrededor de Palin como una telaraña maligna—. ¡Basta! —chilló el kender mientras se incorporaba de un salto y empezaba a dar golpes con un pie en el suelo. Empezaba a sentirse desesperado—. ¡Lo estáis matando!

El zumbido se volvió más intenso, como si unas abejas hubiesen entrado por sus oídos y utilizaran su cabeza como colmena. El ruido era tan espantoso que Tas era incapaz de pensar, pero se dio cuenta de que debía hacerlo. Sólo tenía que rescatar a Palin antes de que los muertos lo convirtieran en uno de ellos.

Tas miró de nuevo hacia atrás para orientarse. Divisó la Torre o, más bien, un atisbo de ella, a través de la siempre cambiante niebla de almas. Se situó apresuradamente detrás de la cabeza de Palin y lo agarró por los hombros. Clavó los talones en el suelo y dio un fuerte tirón a la par que soltaba un gruñido. Palin no era grande tratándose de un humano —Tas se imaginó a sí mismo intentando arrastrar a Caramon— pero era un hombre adulto, además de un peso muerto —a esas alturas, más muerto que vivo—, mientras que él era un kender, un kender viejo, para ser exactos. Arrastró a Palin sobre el irregular suelo cubierto de agujas secas y consiguió moverlo un par de palmos antes de que tuviera que soltarlo para recobrar el aliento.

Los muertos no intentaron detenerlo, pero el zumbido se hizo tan fuerte que Tas tuvo que apretar los dientes para soportarlo. Volvió a agarrar a Palin, miró una vez más hacia atrás para asegurarse de que la Torre continuaba donde él suponía, y dio otro tirón. Tiró, resopló, jadeó y trastabilló, pero no soltó al mago un solo momento. Con un último tirón, tan fuerte que resbaló y perdió pie, sacó a Palin del bosque sobre el lecho de agujas secas que rodeaba la Torre.

Sin quitar ojo a los muertos, que flotaban en las oscuras sombras bajo los árboles, observando, esperando, Tas se acercó gateando a su amigo para mirarlo con ansiedad.

Palin ya no boqueaba. Inhaló aire y parpadeó varias veces antes de abrir los ojos, que tenían una expresión aterrorizada, fuera de sí. Se sentó bruscamente al tiempo que gritaba y agitaba los brazos.

—¡No pasa nada, Palin, tranquilo! —Tas agarró uno de los brazos del mago y lo asió con fuerza—. Estás a salvo. O al menos eso creo. Parece haber algún tipo de barrera que no pueden cruzar.

Palin miró hacia atrás a los espíritus que bullían en la oscuridad. Sufrió un escalofrío y apartó la vista para mirar de nuevo la puerta de la Torre. Su expresión se tornó severa; se puso de pie y se sacudió las agujas secas, prendidas en la túnica.

—Te he salvado la vida, Palin —dijo Tas—. Podrías haber muerto allí.

—Sí, Tas, podría haber muerto. Gracias. —Bajó la vista hacia el kender y su expresión torva se suavizó. Puso la mano en el hombro de Tas—. Muchísimas gracias.

Sus ojos volvieron de nuevo a la Torre y el gesto severo reapareció. El ceño hacía que las arrugas de su rostro se marcaran más profundas. Siguió mirando fijamente el edificio y, tras respirar hondo varias veces, se encaminó hacia él. Estaba muy pálido, incluso más que cuando se encontraba al borde de la muerte, y traslucía resolución. Más resolución de la que Tas había visto nunca en una persona.

—¿Dónde vas ahora? —preguntó, dispuesto a emprender otra aventura, aunque no le habría importado disfrutar de un breve descanso.

—A encontrar a Dalamar.

—Pero si lo hemos buscado y buscado y...

—No, no lo hemos hecho —replicó Palin. Ahora estaba furioso, y tenía intención de actuar antes de que su ira se enfriara—. ¡Dalamar no tiene derecho a hacer esto! No tiene derecho a retener a esas desdichadas almas.

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