El quinto día (51 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
2.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cuál sería la alternativa?

—Pues darle otra oportunidad a Stone.

—Para recuperar la fábrica.

—O para volver a ponerla en funcionamiento, si es posible. Sea como sea, el caso es que Skaugen quiere ascenderme. Pero si hace la vista gorda, Stone continúa en su puesto y se marcha al
Thorvaldson
.

—¿Y tú qué haces mientras tanto?

—Viajo a Stavanger para informar al comité directivo. Eso le da a Skaugen la oportunidad de respaldarme allí.

—Felicidades —dijo Johanson—. Estás haciendo carrera.

Se hizo un breve silencio.

—¿Es eso lo que quiero?

—¿Es que yo sé lo que tú quieres?

—¿Y acaso lo sé yo, maldita sea?

Johanson pensó en el fin de semana que pasaron en el lago.

—Ni idea —dijo—. Puedes tener novio y sin embargo hacer carrera, si es eso lo que te hace dudar. Por cierto, ¿sigues teniendo novio?

—Ése es otro asunto complicado.

—¿Sabe el pobre Kare dónde se está metiendo?

—Ya no nos hemos visto tan seguido desde... desde que tú y yo... —Sacudió disgustada la cabeza—. Es que andar vagando por la plácida Sveggesundet o navegar por las islas no tiene nada que ver con la verdadera vida. Me da la sensación de que todo forma parte de una puesta en escena.

—¿Y es buena al menos?

—Es como volver a visitar una y otra vez el lugar del que te has enamorado —dijo Lund—. Cada vez que vas te cautiva su belleza. Y cuando tienes que partir, se te caen las lágrimas, porque quisieras quedarte. Pero al mismo tiempo te preguntas si realmente quieres vivir en el lugar más hermoso del mundo y si seguirá siendo el lugar más hermoso del mundo cuando vivas allí. Nos hemos acostumbrado a que nuestra vida... cielos, ¿cómo decirlo?... ¡pierda encanto!, cada día un poquito más. De modo que buscamos algo que en realidad no existe, ¿entiendes? —Sonrió tímidamente—. Perdona, todo esto es terriblemente cursi y confuso. No soy buena para estas cosas.

—No, la verdad es que no.

Johanson la miró. Buscó indicios de desorientación. En lugar de eso vio a alguien que ya se había decidido, sólo que ella todavía no lo sabía.

—Si no estás dispuesta a vivir en ese lugar es porque en realidad no lo quieres —le dijo—. Tuvimos la misma conversación en el lago, ¿te acuerdas? Entonces hablamos de casas, pero, en el fondo, es lo mismo. Tal vez deberías ir a ver Kare y decirle que lo amas y que quieres envejecer a su lado. Así me harías un gran favor, porque si no cada dos días me arrastrarás a las procelosas aguas de tus alegorías.

—¿Y si sale mal?

—Para otras cosas no eres tan miedosa.

—Sí —dijo en voz baja—. Eso es exactamente lo que soy.

—Desconfías de la sensación de felicidad. Yo también lo he hecho alguna vez. Y te aseguro que no es bueno.

—¿Y ahora? ¿Eres feliz?

—Sí.

—¿Sin restricciones?

Johanson alzó los brazos en un gesto de impotencia.

—¿Quién es feliz sin restricciones, corderito? No me engaño y no engaño a nadie. Disfruto con mis flirteos, mi vinos y mis pequeños placeres, y quiero marcar el rumbo de mi vida. Tiendo a la reserva, pero no a la compensación. Cualquier psiquiatra se moriría de aburrimiento conmigo, porque en realidad lo único que quiero es estar tranquilo. O sea que a fin de cuentas me va fenomenal. Pero yo soy yo. Mi dicha no está hecha del mismo material que la tuya. Yo confío en mi dicha. Tú todavía debes aprender eso, y pronto. Kare no es un sitio ni una casa. No esperará eternamente.

Lund asintió. Se había levantado viento y jugaba con su pelo. Johanson confirmó cuánto le agradaba. Se alegró de que en el lago no hubieran llegado a una de esas
liaisons
con fecha de caducidad que determinaban su vida amorosa.

—Si Stone fuera al talud —caviló Lund—, yo pondría la cara en Stavanger. Eso está bien. El
Thorvaldson
ya está preparado, así que Stone podría embarcar mañana o pasado mañana. En cambio Stavanger requiere más tiempo, tendré que escribir un informe detallado. Es decir, que dispondría de un par de días para ir a Sveggesundet y... trabajar allí.

—Trabajar. —Johanson sonrió—. ¿Por qué no?

Lund apretó los labios.

—Tengo que pensarlo y hablar con Skaugen.

—Hazlo —dijo Johanson—. Y piensa rápido.

De vuelta en su despacho, revisó el correo electrónico. No encontró prácticamente nada que lo hiciera avanzar. Sólo el último mensaje despertó su interés al mirar el remitente:

«[email protected]».

Johanson lo abrió.

«Gracias por su mail, doctor Johanson. acabo de volver a Londres y por el momento sólo puedo decirle que no tengo la menor idea de lo que ha pasado con Lukas Bauer y su barco, hemos perdido todo contacto, si quiere, podemos vernos pronto, es posible que podamos ayudarnos mutuamente, a mediados de la próxima semana podrá localizarme en mi oficina de Londres. pero si quiere que nos reunamos antes, puede venir a las islas Shetland, donde estoy pasando unos días, hágame saber qué le viene mejor, Karen Weaver».

—Vaya, vaya —murmuró Johanson—. Cuánto puede llegar a cooperar la prensa.

¿Lukas Bauer había desaparecido?

Tal vez debería reunirse de nuevo con Skaugen. Lo máximo que podía pasar era que hiciera el ridículo exponiéndole su teoría de una causa superior, si es que podía llamarse así. En realidad no tenía mucho más que la incómoda sensación de que el mundo estaba llegando a una situación peligrosa, y que la causa se hallaba en el mar.

Si quería desarrollar seriamente la idea, tenía que preparar un informe cuanto antes.

Reflexionó. Debía encontrarse con Karen Weaver lo antes posible. ¿Por qué no en las islas Shetland? Quizá el tema de los vuelos lo complicara un poco, aunque eso en realidad no constituía ningún problema porque Statoil asumía todos los gastos.

«No —pensó de pronto—, no es nada complicado».

¿No había dicho Skaugen unas horas antes que se dejaría crucificar por él?

No necesitaba llegar a tanto.

Bastaría con que pusiera un helicóptero a su disposición.

¡Eso sí que estaba bien! Viajaría en helicóptero oficial, como el comité directivo. No en un vuelo regular, sino en un medio rápido y confortable. Si Skaugen lo reclutaba a la fuerza, también tendría que hacer algo por él.

Johanson se reclinó en su asiento. Miró el reloj. Dentro de una hora tenía clases y luego una reunión con varios colegas del laboratorio para revisar un análisis de ADN.

Abrió un nuevo documento y escribió el nombre del archivo:

«El quinto día».

Fue una idea espontánea, tal vez un poco poética, pero la verdad es que no se le ocurría nada mejor. Según la Biblia, al quinto día Dios había creado el mar y sus habitantes. Y el mar y sus habitantes estaban causando algunos problemas.

Comenzó a escribir.

Con cada minuto que pasaba sentía más frío.

2 de mayo. Vancouver e isla de Vancouver, Canadá

Hacía veinticuatro horas que King y Anawak estudiaban aquella secuencia.

Primero sólo oscuridad. Luego las oscilaciones de un impulso sonoro que superaba el umbral de capacidad auditiva del ser humano. Tres veces.

Luego la nube.

Una nube de color azul fosforescente que surgió repentinamente en medio de la pantalla como una galaxia en expansión. No era una luz intensa, sino más bien de un azul crepuscular, una iluminación leve, difusa, pero suficiente para ver las macizas siluetas de los animales que avanzaban por delante. La nube se extendió rápidamente» Debía de ser enorme. Al final ocupaba la pantalla entera y las ballenas aparecían delante, como cautivadas.

Pasaron algunos segundos.

En el interior de la nube se produjo un movimiento. De repente, algo salió disparado como un rayo serpenteante rematado en una punta fina y alcanzó a una de las ballenas en un costado de la cabeza. Era
Lucy
. La descarga no duró ni un segundo. Luego cayeron varios rayos más sobre otros animales; como si se hubiera desatado una tormenta bajo el agua, que terminó tan rápido como había comenzado.

La secuencia de vídeo pareció retroceder. La nube se contrajo de nuevo, se fue desvaneciendo y desapareció. Luego la pantalla se puso negra. Los ayudantes de King habían ralentizado varias veces la secuencia. Habían hecho cuanto habían podido para mejorar la calidad de la imagen y reducir la luz, pero, después de veinticuatro horas de análisis, el vídeo de la excursión nocturna de las ballenas seguía siendo lo que era: un enigma.

Finalmente, Anawak y King redactaron un informe para el gabinete de crisis. Les habían dado permiso para convocar a un biólogo de Nanaimo especializado en bioluminiscencia, quien, después de los primeros momentos de desorientación, llegó a las mismas conclusiones que ellos: la nube y los haces de luz eran posiblemente de origen orgánico. Respecto a los rayos, el experto en luminiscencia sostenía que tal vez procedían de una especie de reacción en cadena que tenía lugar en el interior de la nube, pero tampoco él pudo decir qué los generaba ni por qué se producían. Su forma serpenteante y su punta fina le hacían pensar en un calamar, pero, en ese caso, debía de ser de dimensiones gigantescas y, además, irradiaría luz, lo cual era muy improbable. Y aun cuando fuera así, eso no habría explicado el origen de la nube ni de aquellos rayos serpenteantes.

Sólo habían visto clara una cosa: aquella nube debía de ser la causa del singular comportamiento de las ballenas.

Expusieron todas sus conclusiones en el informe, y éste acabó en un agujero tan negro como la pantalla del monitor cuando desapareció la luz azul. De hecho, habían apodado al gabinete de Crisis con el nombre de «agujero negro», porque engullía todo sin revelar nada. Al principio, el gobierno canadiense había tratado de cerrar filas con los investigadores. Pero desde que los gabinetes de crisis de Canadá y Estados Unidos operaban bajo la dirección norteamericana, parecía más bien que se servían de ellos pura apoderarse de ciertos resultados. El acuario, el instituto de Nanaimo e, incluso, la Universidad de Vancouver habían sido degradados a la categoría de meros proveedores de información: debían investigar y exponer sus conocimientos, hipótesis y dudas en informes, pero jamás les suministraban dato alguno. Ni Terry King ni León Anawak, ni tampoco Ed Byrne, Sue Oliviera o Ray Penwick se enteraban de la evaluación de los resultados; ni siquiera sabían qué pensaba el gabinete de crisis al respecto. Les escamoteaban el instrumento más importante de su investigación: la comparación con los conocimientos de otros grupos de Investigadores estatales y militares.

—Esto sucede —protestaba King— desde que esa tal Judith Li se puso al timón... ¡Coordinadora de los gabinetes de crisis! Quién sabe lo que coordina. A mí me parece más bien que nos está dando una patada en el culo.

Oliviera llamó a Anawak. —Necesitamos algunos moluscos más para poder avanzar.

—No tengo acceso a Inglewood —dijo Anawak—. No quieren hablar conmigo. Además, según la versión oficial que da Li, el accidente fue provocado por un fallo en la maniobra de acople. Ni Una palabra sobre los moluscos.

—Pero tú estuviste allí abajo. Necesitamos más moluscos y mas muestras de esa repulsiva sustancia orgánica. ¿Por qué nos están bloqueando? ¡Pensé que debíamos ayudar!

—¿Por qué no contactas directamente con el gabinete de crisis?

—Todo pasa por King... No lo entiendo, León. ¿Para qué sirven en realidad esos comités?

¿Cuál era su función? ¿Por qué Estados Unidos y Canadá formaban un comité conjunto de cuya dirección se ocupaba la comandante general Judith Li? La razón era evidente: ambos países se enfrentaban a los mismos problemas, ambos necesitaban intercambiar conocimientos a un nivel superior y ambos habían echado el velo del secreto sobre todo. Quizá debía ser así. Quizá las comisiones de investigación y los gabinetes de crisis debían trabajar en la sombra. ¿Cuándo habían afrontado una situación como aquélla? Los miembros permanentes de esos comités tenían que habérselas con ataques terroristas, con catástrofes aéreas y tomas de rehenes, con crisis políticas y militares, con golpes de Estado. ¡Todos ellos asuntos secretos, por supuesto! Actuaban, además, cuando había problemas en una central atómica o en una represa, cuando se incendiaban los bosques o se desbordaban los ríos, cuando la tierra temblaba y entraban en erupción los volcanes y cuando se extendía el hambre. ¿Asuntos secretos también? Tal vez, pero ¿por qué?

—Las causas de los terremotos y de las erupciones volcánicas son conocidas —dijo Shoemaker cuando León descargó su enfado aquella mañana—. Puedes temerle a la tierra, pero no tienes por qué desconfiar de ella. No maquina porquerías ni intenta joderte. Eso sólo lo hace el ser humano.

Estaban desayunando los tres en el barco de León. El sol se asomaba tras unas grandes nubes blancas y hacía una temperatura agradable. Desde las montañas soplaba una suave brisa hacia la costa. Podría haber sido un hermoso día, sólo que ya nadie tenía sensibilidad para los días hermosos. Únicamente Delaware tenía buen apetito a pesar de las dificultades y se zampaba cantidades enormes de huevos revueltos.

—¿Os habéis enterado de lo del buque metanero?

—¿El que saltó por los aires frente a Japón? —Shoemaker sorbía su café—. Sucedió hace unos días. Salió en las noticias.

Delaware sacudió la cabeza.

—No me refiero a ése. Ayer se hundió otro. Se quemó en el puerto de Bangkok.

—¿Se sabe la causa?

—No. Es raro, ¿no creéis?

—Tal vez haya sido un fallo técnico —opinó Anawak—. No hay por qué ver fantasmas por todos lados.

—Ya te pareces a Judith Li. —Shoemaker dejó la taza sobre la mesa—. Por cierto, tenías razón: casi no se ha informado sobre el
Barrier Queen
. Básicamente escribieron sobre el remolcador hundido.

Anawak no había esperado otra cosa. El gabinete de crisis los tenía a pan y agua. Tal vez eso formaba parte del juego, pero, si era así, buscarían ellos por su cuenta. Después de la caída del avión, Delaware había comenzado a investigar en Internet. Si a los propios colaboradores del gabinete de crisis los tenían tan controlados, ¿qué llegaría a la opinión pública de otros países? ¿En qué otras partes del mundo se habían producido ataques de ballenas, si es que se habían producido? Como había dicho Winton Tippet, el
taayii hawil
de los tla-o-qui-aht:

«Tal vez las ballenas no son en absoluto el problema, León. Tal vez sólo son la parte del problema que nosotros vemos».

Other books

Shouting in the Silence by Malcolm Rhodes
A World of My Own by Graham Greene
Wishes by Allyson Young
Necromancing the Stone by Lish McBride
A Cure for Night by Justin Peacock
The Sinister Signpost by Franklin W. Dixon
The Phobos Maneuver by Felix R. Savage
The Danger Trail by Curwood, James Oliver