—Cualquier cosa por una buena historia, ¿no? —añadió Hodur—. Me hubiera gustado que el pequeño y desagradable borrachín hubiera sido un poco más interesante como mortal. ¿No es posible aderezar un poco la historia, incluir un par de peleas con el gremio de los ladrones o con los gigantes en las que haya ganado?
«La vida de Cyric fue como la de tantos otros durante el tiempo en que fue mortal —explicó la voz con frialdad—. Pero es indudable que desde la Era de los Trastornos se ha demostrado que sus primeros fracasos fueron engañosos».
—¿Engañosos? —Hodur hizo un gesto despectivo—. Yo los encuentro simplemente aburridos.
En el silencio incómodo que sobrevino, el enano hizo una seña al elfo ladrón de tumbas y a continuación se dirigió hacia la puerta.
—Nos vamos —dijo de repente—. Iremos a la taberna en busca de compañía más divertida. Pero volveremos —dedicó a Fzoul una sonrisa desafiante—. Algunos de nosotros no somos tan importantes como para que los dioses nos estén vigilando de sol a sol.
«Nadie escapa a la atención de Cyric, Hodur, especialmente en esta ciudad. Harías bien en recordarlo».
Hodur puso los ojos en blanco.
—Es lo que yo solía decir... cuando Rin todavía me hablaba. No me impresionan vuestros dioses humanos. Si alguna vez queréis ver a un maldito bastardo en acción, echad una mirada a Abbathor, el dios enano de la Codicia.
—O a Everan Ilesere, nuestro dios de las Travesuras —añadió el profanador de tumbas con un extraño orgullo en la voz—. Él sí es un auténtico cabronazo.
Hodur asintió con entusiasmo, abrió la puerta de par en par y dio un paso hacia la calle.
—Ellos saben lo que quieren y se limitan a extender la mano y cogerlo en lugar de todas estas triquiñuelas y de los juegos que se traen con los mortales. —Rió entre dientes—. Todas estas jugarretas me hacen pensar que Cyric lo que tiene es miedo de que lo cojan con la mano en el cepillo. No es más que un cobarde...
El enano se dio de bruces contra un muro de malla y planchas de oro. El gigante que se erguía ante él le triplicaba en altura, sin contar los cuernos que sobresalían de su yelmo.
—¿Y tú, qué diablos se supone que eres?
El inquisidor puso las manos, del tamaño de una sartén, a ambos lados de la cabeza de Hodur y lo levantó del suelo. Los ganchos de púas de los extraños guanteletes del caballero se clavaron a fondo en la cara del enano. Una veintena de hilillos de sangre empezaron a correr por las mejillas de Hodur manchándole de rojo la barba.
El enano consiguió emitir un grito, aunque Rinda nunca consiguió saber con certeza si era de rabia o de terror. Alzó las dos piernas y descargó una patada salvaje en el estómago del caballero con sus pesadas botas. El golpe no hizo ni mella en la armadura. Con los gruesos dedos escarbó en los ojos del inquisidor, dispuesto a arrancárselos, pero las afiladas cuchillas que rodeaban las cuencas le cortaron la punta de todos los dedos. A Hodur había empezado a nublársele la vista a causa del dolor, pero todavía tuvo tiempo de ver los miles de diminutas calaveras grabadas en la armadura que se reían de él con malévola expresión.
—Muere, hereje —dijo Gwydion consiguiendo por fin que las palabras salieran por el bocado que le habían puesto en la mandíbula. Ejerció presión con las dos manos y la cabeza del enano se deformó como un melón bajo la pisada de un gigante.
Con los sentidos embotados por la ginebra y por el miedo, sólo en ese momento pudo Ivlisar tender una mano hacia su amigo con la esperanza de tirar de él y volver a meterlo en la casa de la escriba. Era demasiado tarde. El cuerpo ensangrentado e inerme del enano se deslizó entre los guanteletes del inquisidor y cayó contra el empedrado. El elfo cayó de rodillas junto al cadáver y lo meció en sus brazos.
Rinda hizo intención de acudir, pero Fzoul la retuvo por un brazo.
—Quieta —dijo entre dientes.
La escriba trataba de zafarse de la mano de Fzoul, pero intervino su divino protector.
«Haz lo que te dice»
. Las palabras sonaron discordantes y entrecortadas por el miedo.
Rinda volvió los ojos llorosos hacia aquella cosa que se cernía sobre el cadáver de Hodur. El caballero de la armadura de oro miraba a través de la puerta evidentemente confundido. Daba la impresión de que podía percibir su presencia, pero sus sentidos le decían que la habitación estaba vacía, que el único morador era el elfo que se encontraba en la puerta.
Los cinco permanecieron inmóviles durante un instante: Ivlisar, tirado en el suelo; Vrakk, agachado y esgrimiendo la espada; Fzoul, sujetando a Rinda, que temblaba a ojos vistas ante la presencia del inquisidor; y Gwydion, con los guanteletes chorreando sangre, perdido en un mar de plegarias y maldiciones. Por fin, el caballero se volvió y atravesó un portal que apareció en el aire frente a él.
La imagen del inquisidor quedó marcada a fuego en los pensamientos de Rinda, manteniéndose clara y vivida largo tiempo después de que Ivlisar se hubiera llevado a rastras el cadáver de Hodur, sin duda para venderlo en el mercado negro. Los ojos del caballero eran la parte más vivida del recuerdo. No había en ellos malicia ni furia, sólo una abrumadora expresión de impotencia. Era una mirada que a la escriba le resultaba familiar. Muchos de los habitantes más desesperados de los suburbios la miraban con ojos como ésos cuando le explicaban por qué vendían su cuerpo en los prostíbulos o traicionaban a sus familias delatándolas ante la guardia de la ciudad por una recompensa de unos cuantos cobres.
Pero no era ésa la razón por la cual la imagen no se apartaba de sus pensamientos. Al mirar al interior de esos ojos vacíos, tan faltos de esperanza, Rinda había visto su propia imagen.
Donde Xeno Mirrormane y la Iglesia de Cyric organizan un desfile para los ciudadanos de Zhentil Keep y el general Vrakk asiste a un espectáculo de marionetas muy alabado por las testas coronadas de Faerun.
A Vrakk, la pintoresca procesión que atravesaba la atestada plaza del mercado le parecía más propia de un circo que de un festival religioso, aunque en Zhentil Keep las dos cosas eran prácticamente lo mismo.
Un pequeño ejército de sacerdotes ataviados con túnicas color púrpura oscuro abría la marcha. Entonaban una plegaria a Cyric, acompasando las voces y los pasos. Distribuidos en veinticinco líneas de cuatro en fondo desfilaban con precisión militar. Vrakk lo miraba todo con disgusto. Una ciudad donde la Iglesia atraía a mejores soldados que el ejército regular no era lugar para él.
Y si la muestra de destreza de los clérigos no era suficiente para hacerle hervir la sangre, Vrakk no tenía más que pensar en qué era lo que lo había traído al mercado esa mañana: un deber relacionado con su patrulla. Un general condecorado, veterano de la cruzada de Azoun, y él habían recibido orden de vigilar la presencia de carteristas y de infiltrados en el mercado. Sólo con pensarlo bramaba de furia.
Una vez terminada la plegaria, el ejército de sacerdotes alzó las manos al despejado cielo invernal en una última muestra de fervor religioso. Los brazaletes de plata, símbolo de su encadenamiento al Príncipe de las Mentiras, relucieron bajo el sol de la mañana.
—¡Oh, señor de los Cielos y la Tierra, somos tus escudos contra los herejes, tus espadas vivientes contra los impíos!
Vrakk tuvo que contener el impulso de escupir.
Detrás de los sacerdotes cantores venía una larga fila de criaturas, entre las cuales las había raras y comunes. La gente que llenaba el mercado se apostó para mirar a las bestias. Habían prestado a los clérigos una atención respetuosa a su manera, sin interrumpir sus transacciones aunque bajando el volumen de la voz, pero hasta los mercaderes dejaron de pregonar sus alimentos excesivamente caros, la ginebra barata y las telas raídas para presenciar la procesión de los animales.
—Estas criaturas y muchas otras como ellas han sido capturadas en nombre de Cyric para hacer que el mundo sea más seguro para sus fieles —gritó un vocero a voz en cuello. Sus ropajes blancos inmaculados y su cara rasurada hacían que se destacara entre los mugrientos ciudadanos y mercaderes que aún traían encima el polvo de los caminos—. Hasta las bestias más temibles de los eriales circundantes se estremecen ante los devotos guerreros de Cyric...
Cinco osos abrían la marcha. Habían sido sacados de su hibernación por algún cazador excesivamente tenaz. Ahora avanzaban pesadamente sin abrir la boca y con una tela atada en torno a las zarpas. Soldados de aspecto aburrido mantenían, tanto a los osos como a la mayor parte de las criaturas que desfilaban, apartados de la multitud. Todos ellos iban provistos de látigos cortos o de gruesos garrotes de roble. Por el aspecto abatido de los animales Vrakk dedujo que habían sido apaleados hasta casi matarlos. Probablemente los rematarían una vez acabado el desfile.
Un gran mono carnívoro venía detrás, junto con un tigre, una variopinta colección de lobos y un lagarto del tamaño de un hombre sacado a rastras de alguna guarida subterránea. Sus ojos no tenían vida. Eran de un color blanco pálido y se cerraban para evitar la luz del sol. Detrás de él venían un par de leones y un jabalí gigantesco, ninguno de los cuales había sido capturado cerca de Zhentil Keep.
Un trío de soldados armados con lanzas conducía a un minotauro. Los niños azuzaban a la gran bestia de cabeza de toro, guardián de tumbas y laberintos, mostrándole trozos de tela roja para llamar su atención. El minotauro estuvo a punto de escapar de sus vigilantes cuando un borracho se acercó demasiado a él. Había estado tratando de azuzar a la bestia muerta de hambre con un mendrugo de pan, pero el minotauro le hubiera arrancado el brazo desde el codo de haber tenido la menor oportunidad.
—No tenéis nada que temer —dijo el vocero al observar la mirada de inquietud en los rostros de la gente más próxima al minotauro—. Mientras os mantengáis fieles a Cyric, no sufriréis ningún daño.
En un carro tirado por un elefante, un hombre sirena temblaba dentro de un tanque de agua. Las escamas de su cola de pez estaban oscurecidas por alguna enfermedad, y los músculos de su torso se veían flácidos por el largo cautiverio. Miraba a la multitud con ojos implorantes, algo totalmente inútil en esta ciudad, donde las subastas de esclavos eran tan comunes como las riñas entre los borrachos.
A continuación venía la atracción principal: un dragón blanco de corta edad. El wyrm estaba orlado de cadenas y rodeado por una docena de fornidos guerreros. No medía más de cuatro pasos desde el afilado hocico hasta la punta de la cola, y le habían sujetado las alas para impedir que saliera volando. Mientras avanzaba, el dragón empezó a tirar de las cadenas, arrastrando primero a uno y después a otro de sus captores hasta acercarlos a sus fauces de acero. Cada vez que el wyrm se movía, un zhentilar que portaba una antorcha le quemaba la cola hasta que la bestia daba un alarido de protesta y avanzaba unos pasos más.
Vrakk miraba con asombro la aproximación del dragón; los zhentilares habían marcado su costado con el símbolo sagrado de Cyric y la cresta formada por un guantelete y una piedra preciosa de Zhentil Keep. Aunque por lo general los dragones blancos eran menos inteligentes que otros wyrms, eran proclives a tomar violentas represalias contra quienes infligían castigos a los suyos. Los demás dragones de esta camada sin duda se empeñarían en atacar las caravanas que entraban y salían de Zhentil Keep si se enteraban de lo de las marcas.
—Si los sacerdotes no temen a los wyrms —oyó decir Vrakk a un mercader de pocas luces—, es que la Iglesia es tan poderosa como dicen.
El tenso silencio que respondió a las palabras del hombre podría haberse interpretado como un grito de protesta. No había muchos en la ciudad tan tontos como para cuestionar abiertamente cualquier afirmación de la autoridad o el poder de la autoridad de la Iglesia, sobre todo cuando un inquisidor podía presentarse en cualquier momento para castigar al disidente. Así pues, el silencio se había convertido en la forma favorita de mostrar descontento respecto de Cyric y sus secuaces. Pero si Xeno Mirrormane y sus fanáticos se salían con la suya, hasta esa muda protesta llegaría a ser punible con la muerte.
A pesar de todo, los zhentileses reconocían el poder de su patriarca: cuando su carruaje entró en el mercado, se alzaron aclamaciones entre el público. Hasta los mercaderes, descontentos con el desfile porque les robaba un tiempo comercial valioso, mostraron su apoyo a regañadientes. Unos cuantos buhoneros especialmente aduladores ofrecieron comida y bebida gratis al contingente de zhentilares que rodeaban el carruaje del opulento sacerdote. Tal como habían previsto los mercaderes, los soldados de recia expresión rechazaron en silencio los regalos, pero los buhoneros sabían que la muestra de apoyo a Xeno y a su grupo podría redundar más tarde en valiosos favores.
—¡Un anuncio de su santidad! —gritó un heraldo de pie en la trasera del carruaje del patriarca—. ¡Todos los ciudadanos de Zhentil Keep, todos los fieles verdaderos del gran dios Cyric, deben reunirse y escuchar las palabras de su siervo más bendecido!
El carruaje se detuvo, tal como había hecho antes en una docena de lugares atestados de la ciudad, y Xeno Mirrormane se puso de pie. Con el pelo plateado al viento y los ojos entrecerrados de satisfacción, el patriarca tendió la mirada por todo el mercado.
—Lord Cyric, atendiendo a la llamada de su corazón, ha decidido honrar a Zhentil Keep estableciendo aquí su residencia en los reinos mortales —graznó Xeno—. Por este gran honor, el día de hoy ha sido declarado día santo en la ciudad. Todos los ciudadanos estarán exentos de impuestos hasta la puesta del sol.
Unos gritos sinceros y entusiastas resonaron entre la multitud y duraron casi tanto tiempo como el que les había llevado a las bestias desfilar por el mercado.
Por último, Xeno abrió los brazos como si fuera a abrazar a todos los presentes.
—Sabed, entonces, que debemos demostrar nuestro aprecio declarando a la Iglesia de Cyric la única y verdadera organización espiritual de la ciudad. Ninguno de los dioses aspirantes puede ser objeto de culto en nuestros hogares ni en nuestros templos, y todos los símbolos y efigies sagrados dedicados a ellos deben ser considerados ilegítimos. La posesión de esos símbolos después de la puesta de sol se considerará una herejía contra la Iglesia, mereciendo el castigo que manda la ley. Desde ahora, todas las pertenencias de dichas iglesias heréticas son propiedad de la ciudad estado.