El principe de las mentiras (29 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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—El viejo mojigato hace bien su trabajo. Hay que reconocerlo —susurró una voz al oído de Vrakk.

—Vete —dijo el orco con voz ronca sin molestarse en mirar a Ivlisar.

El profanador de tumbas resopló con fingido enfado.

—Vaya manera de tratar a un colega. Sólo porque llevamos diez días sin vernos... Bueno, no podemos hacer otra cosa, ¿no es cierto? Circunstancias que no podemos controlar y todo eso.

Vrakk trataba de aparentar indiferencia mientras rodeaba al público, pero el elfo no se despegaba de él. El orco no necesitaba ver a Ivlisar para saber que había estado bebiendo; el profanador olía a alcohol barato que apestaba.

—Me llevó días encontrarte.

—Pues has perdido el tiempo —gruñó Vrakk.

—Me voy de la ciudad.

—¿Y eso?

Ivlisar se plantó delante del orco cuadrando los hombros con un estilo casi militar. Su cuerpo enjuto estaba oculto bajo tres abrigos y llevaba un capote gris sobre los hombros. Se movía casi con la misma rigidez que las marionetas que en ese momento libraban una violenta batalla en el escenario, aunque su cara estaba muy animada por la conmoción y la furia.

—¿No te importan mis conexiones? —preguntó el elfo poniéndose rojo hasta la punta de las puntiagudas orejas—. Sabes que me necesitas.

Vrakk miró en derredor con nerviosismo. No había sacerdotes por allí, aunque el novicio que se había metido con él antes estaba siguiendo el espectáculo de las marionetas cerca del escenario.

—Encontraremos otro mercader. Adiós.

—Este lugar ya no es seguro para los enanos o los elfos —gruñó Ivlisar—. Pregúntale si no al pobre Hodur. Y la Iglesia no tiene la menor simpatía por los orcos. Te apuesto a que pronto me considerarán un hereje por no haber nacido humano. Y esos inquisidores... He oído que Cyric les está enseñando a leer la mente. —A esas alturas ya había perdido el control y el miedo le hacía alzar la voz mucho más de lo aconsejable—. Entonces no será necesario decir nada en contra de la Iglesia, bastará con que...

El orco le tapó la boca con una mano.

—Cállate —dijo entre dientes. Algunos de los adultos que los rodeaban se volvieron a mirar al profanador de cadáveres que los había distraído del espectáculo con sus gritos.

—Necio borracho —gritó Vrakk tirando al elfo al suelo—. Ve a dormir la mona.

—¡Herejía! —gritó alguien.

Vrakk alzo la vista, dispuesto a encontrarse con el dedo acusador de la multitud apuntándolo a él, pero no había sido Ivlisar el que había atraído las iras de los fieles de Cyric.

—La historia no es así —bramó el novicio de cara agria mirando al escenario—. ¡Cyric no tuvo necesidad de robar las Tablas del Destino! ¡Presentas a nuestro dios como un vulgar ladrón!

El viejo titiritero asomó la cabeza por encima del escenario junto con la mujer que hacía las veces de ayudante.

—P-pero la Iglesia... —tartamudeó Marvelius—. El patriarca aprobó esto el año pasado. Dijo que así era la historia. Pero puedo cambiarla...

Ya era demasiado tarde para disculparse o volverse atrás. Tres inquisidores se presentaron, uno a cada lado del escenario y otro detrás. Los caballeros de armadura de oro de Cyric hicieron trizas el escenario de madera y desgarraron el telón y el toldo de brillantes colores. La multitud se dispersó rápidamente entre gritos, y nada pudo hacer Vrakk para que no se atropellaran los unos a los otros y no pisotearan los puestos que había alrededor. De no ser porque los padres se llevaron a sus hijos en cuanto oyeron el primer grito de herejía, la situación habría sido mucho más caótica.

Otto Marvelius se mantuvo en su papel de embaucador hasta el final, tratando de ocultar el temblor de su voz mientras decía:

—Ha habido un malentendido de la autoridad local. Eso es todo. Corregiré lo que haya que corregir. Eso es todo. Rectificaremos y donaremos una suma importante a la Iglesia para... para... para pagar un espectáculo apropiado. Se podrá presentar en este mismo mercado...

El titiritero todavía estaba tratando de suavizar las cosas cuando uno de los inquisidores le atravesó el pecho con un puño.

La ayudante de Marvelius no se tomó tan bien lo del ataque. Empezó a gritar y plegó los brazos y las rodillas sobre el cuerpo, rogando con todas sus fuerzas despertarse en cualquier momento y encontrar con que ese horror sólo había sido un mal sueño. No iba a ser así: los otros destructores armados de la heterodoxia la dividieron sin miramientos en dos sangrientas mitades.

A continuación, tras destrozar a las tres marionetas reduciéndolas a jirones, los inquisidores desaparecieron.

El pánico le nubló la vista a Ivlisar, que no hacía más que aferrarse a Vrakk.

—Por favor, voy a abandonar la ciudad.

—¡No me importa! —gritó el orco. Mientras trataba de levantar al elfo por un brazo hacía lo posible por frenar con el otro al frenético gentío.

—Abridme paso.

Vrakk dejó de luchar y se limitó a quedarse inmóvil en medio de la multitud que huía. La gente chocaba contra sus músculos de acero, pero lo encontraban tan enraizado como un roble de mil años de antigüedad. Dos veces fue arrastrado Ivlisar unos cuantos pasos por la enardecida multitud. Dos veces consiguió el elfo regresar fijando los ojos implorantes en la cara verde grisácea del orco.

Cuando el gentío se hubo dispersado, quedaron los dos frente a frente.

—Necesito un salvoconducto —repitió Ivlisar—. No tengo oficio legal y la ciudad no me va a otorgar uno. Tienes que hacer esto por mí. Tal vez Fzoul...

—Nunca pronuncies su nombre —le advirtió Vrakk.

—Diré más que eso —replicó Ivlisar retorciendo nerviosamente el borde de su capote.

—No lo hagas —volvió a advertirle Vrakk.

—Si no me das un salvoconducto...

El profanador de cadáveres no llegó a terminar su amenaza. Vrakk le clavó profundamente la espada en el pecho. No fue la muerte más limpia de su historia, pero sin duda, una de las más rápidas.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó el sacerdote de cara agria mientras Vrakk limpiaba su espada en el cadáver.

—Maldijo contra la Iglesia y por eso lo maté —murmuró el orco—; para ahorrarles un viaje a los caballeros de oro.

—¿Qué fue lo que dijo?

A la mente de Vrakk acudieron mil gloriosos insultos, pero su lengua se frenó antes de que pudiera pronunciarlos. Fuera cual fuera la injuria que atribuyera al muerto, se volvería contra él como su propia herejía.

El orco se apretó una fosa nasal con un dedo verrugoso y a continuación sopló el contenido de la otra en el suelo.

—Vaya, no recuerdo.

—No eres mejor que un animal —rezongó el novicio con clara expresión de asco. Luego señaló el destrozado escenario—. Limpia todo eso —le ordenó—, y deshazte de estos cadáveres antes de que el carro de los hombres de la resurrección se los lleve.

—No hay tantos ladrones de cadáveres por aquí, creo.

Se puso a encender una hoguera para destruir el escenario, los restos de las marionetas y, llegado el caso, los cadáveres, aunque a los mercaderes no les iba a gustar cómo olía el lugar cuando regresaran.

«Espera a que esté acabada
"La verdadera vida"
—dijo para sus adentros echando una mirada al novicio—. Entonces nos tocará a nosotros decidir qué marionetas van a parar a la hoguera...»

13. El príncipe de la victoria

Donde la Dama de los Misterios demuestra entender el valor de la buena artesanía, pero pocos en el Círculo de los poderes mayores aprecian la forma en que pone en acción dicho entendimiento.

Gwydion no podía recordar a cuántas personas había matado, cuánta sangre había derramado en nombre de Cyric. Una parte de su alma gritaba cada vez que apretaba con sus manos cubiertas de guanteletes la garganta de alguien, pero ese débil grito no bastaba para acallar la imperiosa orden de matar a los herejes dada por el dios de la Muerte. Gwydion sabía que no tenía más remedio que obedecer las órdenes descabelladas de Cyric. De todos modos, eso no lo libraba del sentimiento de culpa. La confusión de voces proveniente de Zhentil Keep se había aquietado desde su transformación, o quizá era que él se había acostumbrado al constante murmullo de oraciones y ruegos al Príncipe de las Mentiras. Fuera lo que fuera, los resultados eran los mismos: mientras sobrevolaba un plano infernal situado en algún punto entre la Ciudad de la Lucha y los reinos mortales, Gwydion se encontró disfrutando de un instante de silencio casi absoluto.

Los nueve inquisidores habían hecho bien su trabajo. En ocasiones muy contadas se atrevía un hereje a negar el poder de Cyric o a poner en duda su mandato para reinar en los cielos. De no haber otorgado el señor de los Muertos a su patriarca el derecho de modificar la definición de herejía, los caballeros del Hades hubieran pasado ociosos varios días. Ahora Gwydion dedicaba el tiempo a matar selectivamente a oponentes de cada nuevo edicto de la Iglesia. Los herejes a los que se enfrentaba eran casi siempre enemigos menores de Xeno Mirrormane, pero oponerse al patriarca había pasado a ser tan letal como insultar a su dios.

En cuanto a los otros ocho caballeros impíos, habían sido enviados a otras ciudades de Faerun, otros lugares que Cyric consideraba vitales para propiciar su culto. En Mulmaster, Teshwave y Yulash, los inquisidores habían iniciado nuevas guerras contra la herejía. Fuerte Tenebroso y la Ciudadela del Cuervo, fortalezas muy conocidas como centros de las intrigas de los zhentarim, también fueron visitados por aquellos terrores con armadura de oro. Tal como habían hecho en Zhentil Keep, los inquisidores atacaban de forma tan repentina como violenta a cualquiera que dijera algo contra el Príncipe de las Mentiras o contra su Iglesia. En estos lugares la resistencia era mayor, pero igualmente inútil.

Y en cuanto estas ciudades se doblegaran a la voluntad de Cyric, había muchas otras esperando una revelación de la verdad y el poder del dios de la Muerte...

—Cyric es un cobarde. ¡Un dios tiene que serlo para usar matones autómatas contra los mortales!

La vehemencia del insulto dejó sin aliento a Gwydion. Tras más de una semana de amenazas vagamente susurradas contra sacerdotes menores, o de juramentos farfullados de borrachos contra todos los poderes y destinos, incluido el señor de los Muertos, esa amenaza clara, intencionada, resonó en la conciencia del inquisidor como una salva de fuegos artificiales de Shou.

Gwydion apareció en los reinos mortales en el centro del puente Fuerza. El Tesh helado corría perezosamente bajo el largo puente de piedra, y las gaviotas lo sobrevolaban. Ante él, en uno de los parapetos que bordeaban el puente, estaba sentada una anciana de espalda encorvada. Parecía tan frágil como el cristal elfo, tan delgada que el frío viento invernal podría haberla barrido hacia el crepúsculo que ya se cernía sobre la ciudad.

—Aquí estás —dijo la mujer con voz cascada. Se puso de pie con dificultad y el chal blanquiazul se le deslizó de los hombros. La tela se posó sobre el suelo como una enorme hoja muerta.

Gwydion dio dos pasos rápidos hacia la hereje y luego se detuvo. No se trataba de una mortal. Debajo de la apariencia envejecida acechaba el poder de un dios. El inquisidor podía oler el restallido de relámpago en sus movimientos y podía sentir cómo se estremecía el puente bajo sus pies. Además, alrededor de la mujer un millón de delgados zarcillos de luz le brotaban del cuerpo enlazándola al tejido mágico que rodea el mundo. Sólo podía tratarse de la mismísima diosa de la Magia.

—Diosa —dijo el inquisidor con dificultad. Al salir de sus labios la palabra sonó como el peor de los insultos que era capaz de pronunciar—: hereje.

—Bien —replicó la mujer con expresión de sorpresa—. O bien tú eres más de lo que me esperaba o mis ilusiones no son muy buenas. —La fachada se desvaneció, deslizándose sobre ella como el agua. Debajo apareció la joven avatar de pelo negro como ala de cuervo que solía adoptar Mystra en los reinos mortales.

Ante el nuevo intento de Gwydion de avanzar hacia ella, el chal se le enroscó alrededor del pie. Por un momento se refregó contra él como un gato doméstico, y a continuación también se transformó. La tela en jirones se convirtió en una lámina de fuerza mágica. A un chasquido de los dedos de Mystra, la lámina reluciente se deslizó debajo de la bota del inquisidor. Tiró, tratando de derribar al gigante, pero pronto cayó inerte.

Gwydion levantó el pie y con la afilada punta de la bota cortó el crepitante cuadrado. El metal forjado por un dios desbarató el encantamiento y lo deshizo en volutas de color blanquiazul que no tardaron en disiparse.

Gritos de alarma surgieron de ambas cabeceras del puente. Orcos del ejército Zhentilar se alinearon en el extremo meridional, lejos de la pelea. Dejaron de trabajar en el reforzamiento de las vigas de apoyo mientras miraban boquiabiertos y jaleaban a los extraños contendientes. En la orilla opuesta, llegó el sonido de un cuerno procedente de las murallas de la ciudad. Aparecieron soldados humanos armados de ballestas encima de las casetas gemelas de la guardia, mientras otros se daban prisa para cerrar las enormes puertas.

Mystra miró en ambas direcciones, asegurándose de que ningún soldado acudiera para intervenir en la lucha. Gwydion aprovechó esa distracción momentánea para atacar. Cuando la señora de los Misterios se volvió otra vez hacia el inquisidor, éste se cernía ante ella con los puños dispuestos para agredirla. A duras penas pudo Mystra esquivar los golpes que sonaron como truenos sobre el puente. Enormes bloques de piedra se desplomaron desde el parapeto a las aguas del Tesh.

El miedo sacudió a la parte de la mente de Gwydion a la que no había afectado la armadura de Gond. ¡Estaba atacando a una diosa! El miedo le aconsejaba salir corriendo, escapar al combate, pero lo imperativo de la orden de Cyric ahogaba esos pensamientos. Mystra era una hereje. Debía ser destruida.

El inquisidor volvió a la carga, amagando a la derecha y atacando con la izquierda. Alcanzó a la diosa en el brazo mientras ella trataba de apartarse para evitar el golpe rápido como un rayo. El codo del avatar se quebró bajo la presión de Gwydion. Los ganchos de sus guanteletes arrancaron grandes jirones de carne del brazo al tirar la diosa de él.

Mystra no daba muestras de temer a Gwydion ni tampoco de dolor. Con ágiles dedos trazó un signo arcano a lo largo del maltrecho brazo y las heridas se cerraron.

Rabioso, Gwydion volvió a atacar, y una vez más Mystra esquivó el golpe. El puño del inquisidor abrió otro agujero en el puente. Trozos de piedra y de madera se desprendieron a los pies de la diosa, pero ella flotó por encima del vacío. Cuando Mystra se posó al otro lado de la brecha, formuló uno de los encantamientos más poderosos de cuantos se conocían en los planos.

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