El principe de las mentiras (28 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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Xeno compartía carruaje con el recientemente nombrado señor de la ciudad, que ahora se puso de pie trabajosamente. Su rostro penosamente delgado asomaba desde el interior de una capucha de piel.

—L-lo q-que d-dice el b-buen p-patriarca es v-verdad —tartamudeó, señalando a los ciudadanos con un pequeño soldado de juguete—. Que toda la ciudad sepa que el propio lord Cyric ha d-declarado que nuestra causa es j-justa.

—Gracias, Ygway —dijo Xeno empujando con rudeza al hombre para que se volviera a sentar—. Ahora permanece quieto, no querríamos que te cansaras.

Por toda respuesta, el joven esbozó una sonrisa tonta y se sentó.

Recogió el resto de su ejército de juguete y reanudó la batalla en miniatura en el mullido asiento que tenía enfrente.

Ahora el atestado mercado estaba casi silencioso. Sólo se oía el ruido ocasional de algún diminuto símbolo sagrado que caía sobre los adoquines. La mayor parte de los presentes había vivido la limpieza de imágenes de Bane después de la Era de los Trastornos, pero esto era algo muy diferente. Cyric había reemplazado a Bane como señor de la Lucha. Los dioses ahora declarados heréticos seguían teniendo su corte en los cielos y todavía tenían dominio sobre los reinos mortales.

Vrakk permaneció en medio del mar de rostros humanos conmocionados, estudiando al patriarca y al noble débil mental que tenía a su lado. Con la desaparición de lord Chess diez días antes, la Iglesia había asumido el control del gobierno de la ciudad y había instalado a Ygway Mirrormane como señor de Zhentil Keep. La locura estaba muy extendida en la familia Mirrormane, o al menos eso se decía. Después de observar a Xeno y a su babeante y contrahecho sobrino en acción, Vrakk ya había sacado su conclusión. En esa familia la locura galopaba como un poni tuigano al que le hubieran prendido fuego a la cola.

—Sabed también —prosiguió Xeno—, que todos los viajes desde la ciudad han quedado suspendidos a menos que cuenten con la aprobación de la Iglesia y del gobierno. Estas restricciones se mantendrán vigentes hasta que lord Cyric declare terminada la inquisición.

Dicho esto, el patriarca hizo una seña a su cochero. El carruaje dio un salto adelante, pero se paró un momento después para que retiraran una pila de estiércol de su camino. Vrakk meneó la cabeza: los sacerdotes no habían tomado la precaución de poner a los elefantes cerrando el desfile.

Una bandada de novicios de la Iglesia, con el símbolo sagrado de Cyric tatuado en la frente, atravesaron el mercado cerrando la procesión. Recogieron los símbolos sagrados desechados así como toda la mercancía adornada con las imágenes recién prohibidas. Otros sacerdotes pegaron carteles donde se repetía la proclama de Xeno o pasaban revista a la multitud para detectar a cualquiera que pareciera abiertamente desanimado por los anuncios. Una tristeza tan impresentable sólo podía corresponder a un hereje.

Vrakk no prestó mucha atención a los clérigos mientras seguía patrullando el pequeño mercado. En la plaza había puestos variados. Los vendedores anunciaban de todo, desde cecina hasta mantas de lana. No era el mercado más grande de la ciudad, y lo que allí se ofrecía era bastante común y falto de interés, pero precisamente por eso habían encargado al general orco que lo patrullara. Para un soldado de su categoría y renombre, la misión equivalía a barrer las calles.

—Eh, nariz de cerdo —se burló alguien sujetando el grueso capote de Vrakk por detrás—. ¿Es que además de feo eres sordo? Te he dicho que me eches una mano con este hereje.

El orco se volvió lentamente. El tono imperativo del joven lo había identificado como un sacerdote antes de que Vrakk pudiera ver sus ropajes oscuros y su sonrisa amarga y santurrona.

—Llámame general —bramó Vrakk, señalando la insignia en su peto de cuero—. O señor.

—Ningún sacerdote de Cyric llamará señor a un orco —le soltó el otro—. Y ningún orco debería ser general en el ejército de una ciudad santa como Zhentil Keep. —Cogió a una mujer por el pelo y la empujó hacia Vrakk—. Tómala bajo custodia.

La mujer cayó de rodillas. Su pelo oscuro enmarcaba un rostro aceitunado. No era una mujer zhentilesa, sino una comerciante de Turmish o de algún otro territorio meridional. Sujetaba algo entre sus delgadas manos y trataba de protegerlo del sacerdote.

—El patriarca dijo que tenemos tiempo hasta la puesta del sol para destruir nuestros símbolos sagrados —protestó entre lágrimas—. Por favor, hoy mismo parto con una caravana hacia mi hogar en Alaghon. Cuento con el permiso aprobado por la Iglesia y los nobles. Mi dios no entenderá que haya profanado su imagen sin necesidad.

—Tiene razón. —Vrakk hizo que la mujer se pusiera de pie ayudándola con su manaza—. Eso dijo Mirrormane. Yo no tan sordo que no oír eso.

El sacerdote desplegó una gran hoja de papel en los mismísimos hocicos del orco.

—La proclama afirma que todos los símbolos sagrados no pertenecientes a la Iglesia de Cyric deben ser destruidos.

Vrakk se dio cuenta de que el sacerdote no estaba dispuesto a ceder, de modo que dejó que una apariencia de estupidez cubriera sus facciones. Abrió la boca el tiempo suficiente para dejar ver su lengua oscura y para que un hilillo de saliva se desprendiera de los dos colmillos amarillentos que sobresalían de su mandíbula inferior.

—Uh, mí no lee zhentilés —mintió, fijando sus ojos redondos y rojos sobre el sacerdote con su mejor mirada vacía—. Sólo puede hacer lo que Mirrormane ordena, y él dijo los dejáramos libres hasta la puesta del sol.

La comerciante de Turmish entendió la clave y se escabulló entre la multitud mientras el joven sacerdote dirigía su enfado hacia el zhentilar orco.

—¿Por qué se te permite todavía llevar un uniforme? —preguntó el clérigo—. Creía que todos los de tu especie habían sido puestos a reparar puentes.

Tenía razón. La mayor parte de los orcos e incluso de los semiorcos del Zhentilar habían sido destinados a la gloriosa tarea de trabajar en los dos puentes gemelos sobre el Tesh. Sin embargo, Vrakk era un héroe de guerra. Su leal servicio a lord Chess y a la ciudad le había valido una exención de ese insultante trabajo, aun cuando la Iglesia había apoyado una prohibición de que no se admitieran no humanos en la milicia de la ciudad.

—Yo, demasiado torpe trabajar en puentes —musitó Vrakk dando la espalda al furioso sacerdote—. Ahora tengo comprobar permisos comerciales.

El soldado orco hizo todo lo que pudo para tragarse el enfado, pero le quemaba en la garganta como una bola de brea encendida. Había sido un buen soldado, un defensor incansable de la ciudad y de la Iglesia de Cyric. Sin embargo, las almas de los orcos no le importaban en lo más mínimo al Príncipe de los Ladrones, y sus secuaces habían hecho todo lo posible por expulsarlos de la ciudad.

Mientras se dedicaba a la tediosa tarea de comprobar las licencias del gremio y los permisos mercantiles en el mercado, Vrakk se sorprendió gruñendo casi tanto como los sacerdotes que buscaban cosas ilegales en los puestos, es decir, hasta que dio con un anciano que montaba un desvencijado teatro de marionetas en uno de los extremos de la plaza.

—Toma, buen hombre —le dijo el demacrado anciano mientras le entregaba a Vrakk el permiso concedido por la ciudad.

—¿Han comprobado los sacerdotes el espectáculo? —dijo Vrakk con tono hosco.

El titiritero respondió con una amplia reverencia acompañada de un movimiento florido de su capa y del sombrero de ala ancha.

—La última vez que estuve en esta hermosa ciudad —declaró con voz cantarina—. El sello está en el reverso del permiso. Un poco vapuleado, pero eso es inevitable después de haber pasado todo el año recorriendo el mundo, ya sabes.

Vrakk le entregó al hombre el ajado trozo de pergamino y se volvió para marcharse.

—Si tienes un carterista, será mejor que pertenezca al gremio de los ladrones. Les cortan las manos a los que no están afiliados.

El hombre pareció sorprendido ante la insinuación de que pudiera contratar a un carterista para despojar al público de sus pertenencias, aunque la práctica era muy común.

—Otto Marvelius jamás ha despojado a nadie de un solo cobre. Lo que yo ofrezco es buen y sano entretenimiento. Espectáculos capaces de arrancar una sonrisa incluso a un sacerdote de Cyric —se acercó y guiñó un ojo con aire cómplice—, y los dos sabemos lo difícil que puede resultar, ¿no?

El titiritero siguió con su trabajo, silbando una canción tabernaria muy popular en puertos de dudosa reputación a lo largo de la Costa de la Espada. Las cortinas rayadas y el brillante toldo que desplegó sobre el escenario semejante a una caja atrajo tanto a niños como a adultos como una gaita encantada. Vrakk se colocó en el extremo de la creciente multitud de golfillos y plebeyos a la espera de los casi inevitables ladrones de poca monta que sin duda acudirían a buscar su presa entre ellos.

—Buenas gentes de Zhentil Keep —empezó Marvelius de pie ante el escenario—, en este día festivo he llegado a vuestra gran ciudad para ofrecer una obra que es a un tiempo entretenida y esclarecedora. He representado este espectáculo, conocido en todo el mundo civilizado como
"El rescate de las Tablas del Destino"
o
"Cyric gana la batalla"
ante las testas coronadas de Cormyr y los emperadores del fabuloso Shou Lung.

Con gestos teatrales desenrolló un enorme pergamino cubierto de sellos y firmas sumamente elaboradas.

—Estas firmas de personas tan notables como Bruenor Battlehammer, de Mithril Hall; Tristán Kendrick de los Moonshaes, y el rey Azoun IV de Cormyr, atestiguan la fuerza de la historia para cautivar incluso a los públicos más cultos.

El pergamino bien podría no estar firmado por nadie ni contener testimonio alguno, ya que la mayoría de los allí reunidos no sabía leer. Vrakk hizo una mueca al ver la expresión de asombro del público. Era probable que Marvelius no contratara a un carterista, pero sin duda era todo un embaucador.

Marvelius colgó el pergamino a un lado del escenario y a continuación cogió otro menos impresionante.

—También he tenido ocasión de representar la obra en todos los valles al sur de aquí.

Un silbido, muy esperado por el titiritero, surgió de la multitud. Marvelius impuso silencio y presentó su segundo pergamino, lleno de borrones de tinta, manchas de comida y unas equis enormes y gruesas.

—Hicieron todo lo posible por firmar su testimonio, pero esto fue todo lo que consiguieron. —Esperó que las risitas bajaran de tono y añadió:— Menos mal que Elminster enseñó a lord Mourngrym y al resto de los, digamos «guerreros», del valle de las Sombras a hacer equis, de lo contrario estaría en blanco. Y hablando de marionetas, ¿qué os parece si empezamos con el espectáculo?

Sonoras carcajadas y aplausos llenaron el tiempo que le llevó a Marvelius colocarse detrás del escenario. A esas alturas, Vrakk estaba casi fascinado viendo cómo manejaba el hombre a la multitud. Los zhentileses odiaban a los habitantes de los valles, especialmente a Mourngrym y a los hombres del valle de las Sombras, con una pasión sin igual. Al insultar al noble y al viejo sabio que lo había asesorado, Marvelius se había ganado al público, y seguramente su asistente recaudaría algo más que unos cuantos cobres cuando pasara la gorra después del espectáculo.

Una marioneta de una mujer de pelo negro, piel blanca como el hueso y extraños ojos color escarlata apareció en el escenario. Su traje azul y blanco y la varita que llevaba en la mano la identificaban como Medianoche, el avatar mortal de Mystra.

—Ay de mí —dijo—. Me pregunto dónde estarán escondidas las Tablas del Destino. ¿Sabéis vosotros dónde están? —Su voz exageradamente chillona, proveniente del ayudante invisible de Marvelius, hizo que más de un niño se tapara los oídos con las manos.

Medianoche se inclinó hacia el público.

—Bueno, si ninguno de vosotros lo sabe, creo que puedo adivinar quién las tiene. ¡Oh, Kelemvor! ¿Dónde está mi valiente caballero?

La marioneta que representaba a Kelemvor era tan reconocible como la de Mystra: cuerpo fornido y una cabeza con dos caras. Una de ellas era mortal, con facciones toscas, patillas destacadas y un bigote caído. La otra era felina, una cabeza de pantera con afilados y blancos dientes. Los niños se estremecieron de miedo cuando Kelemvor apareció detrás de Medianoche mirando al público con su cara de pantera.

Al volverse Medianoche, Kelemvor cambió de cara.

—Aquí estoy, amorcito —respondió, arrastrando las palabras como un borracho y con aire de tonto.

—¿Tienes las Tablas? —preguntó Medianoche—. Debemos llegar al monte de Aguas Profundas y devolvérselas a lord Ao.

—Bueno, ¿y eso por qué? —replicó Kelemvor rascándose la cabeza. Abandonó la escena y volvió a continuación con dos cuadrados que se suponía eran las tablas sagradas—. Servirían muy bien de mesas, o incluso podrían transformarse en un buen par de sillas —añadió tratando de sentarse sobre ellas.

Medianoche le atizó duro con su varita mágica.

—Zoquete. Cuando se las devolvamos a lord Ao, éste nos hará dioses. —Las marionetas se quedaron inmóviles y luego temblaron ante la sorpresa de esta noticia, justo el tiempo suficiente para que el público empezara a gritar y a silbar—. Y entonces podremos dar a toda la gente que nos caiga bien mucho poder.

—¿Como a los zhentileses? —preguntó Kelemvor con tono bobalicón.

La multitud estalló en vivas, pero Medianoche la hizo callar.

—Por supuesto que no. Nos gustan los habitantes de los valles, especialmente el guapo lord Mourngrym. ¡Si llegamos primero a la montaña, seremos dioses y los ayudaremos a ellos a dominar el mundo!

El coro de protestas fue silenciado por la aparición de una hermosa marioneta de nariz aguileña que representaba a Cyric en la parte delantera del escenario.

—¡Eso no sucederá! —gritó al público blandiendo su rosácea espada por encima de las cabezas de los niños arracimados para ver la escena.

Mientras Medianoche y Kelemvor se marchaban hacia Aguas Profundas, Cyric se fue sigilosamente tras ellos manteniéndose en las esquinas del escenario. Los otros dos se detenían de vez en cuando en su fingida búsqueda para pegarse o para abrazarse frenéticamente. Cyric aprovechaba esos momentos para acercarse cada vez más para robar las Tablas del Destino. Diferentes razones hacían que el ladrón fuera sorprendido en cada ocasión, y en cada ocasión conseguía engañar a los otros para que lo dejaran libre.

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