Kelemvor estaba sentado con las piernas cruzadas en el centro de un torbellino enloquecido, con el ojo de su mente centrado en sí mismo. No veía las caras que llegaban a través de la niebla rosácea que lo rodeaba. Procuró dejar fuera los gritos de dolor de las almas y cerró los sentidos al olor acre del aire, a la extraña mezcla de olores de hierro al rojo vivo y de mohosas tumbas recién abiertas. A pesar de todo, las imágenes de los espíritus torturados se abrían camino insidiosamente hasta sus pensamientos. Siempre pasaba lo mismo cuando Cyric empuñaba la espada.
—Voy a poner fin a este caos —musitaba Kelemvor una y otra vez—. No voy a permitir que acaben con el reinado de la ley y la razón en el universo.
—Hay quienes considerarían eso un noble sentimiento —dijo
Godsbane
con su voz seductora—, pero a mí me parece que no tiene sentido, amorcito. Bien mirado, la ley y el caos carecen de importancia. Al final, siempre acaban equilibrándose.
La suave voz femenina le llegaba con toda claridad, imponiéndose incluso a los alaridos de las sombras y los engendros atrapados dentro de la espada.
—Con todo —añadió
Godsbane
—, una vez que hayamos derrotado a Cyric podrás decir que has cumplido tu promesa. Derribar a un loco como él siempre es un triunfo de la ley y el orden, al menos durante un tiempo.
Kel abrió los ojos. El espíritu de un engendro con cabeza de mantis pasó a toda velocidad, deformándose hasta transformarse en una corriente de energía.
—No creas que me voy a conformar con Cyric —susurró Kelemvor—. Me has tenido prisionero toda una década. También me vengaré de eso.
—No estás en situación de amenazar —replicó la espada con fingida indignación—. Además, te he mantenido a salvo. Habrías ido derecho a la Ciudad de la Lucha si aquel día no hubiera capturado tu alma en la cima de la torre de Bastón Negro. ¿Dónde estarías ahora?
—Le diré a Medianoche que lo tenga presente cuando me lleves a ella —murmuró Kel. Se le partía el alma a la vista de los rostros torturados, de ojos muy abiertos y suplicantes. La impotencia que sentía ante su sufrimiento le ardía en el pecho como una daga envenenada.
—En realidad, nuestros objetivos son los mismos —dijo la espada con suavidad—. Tú quieres que Cyric pague por haberte matado. Yo quiero que sufra por tratar de doblegar mi voluntad después de robarme en aquella aldea halfling.
Kelemvor mantuvo un silencio obstinado. Por fin,
Godsbane
volvió a hablar.
—Te necesito como a la proverbial zanahoria en el extremo del palo, amor mío, pero en cuanto incorpore a la señora de los Misterios a mi grupo de conspiradores, es posible que de repente dejes de ser útil para mí. Si sigues con tus bravatas, tal vez no tenga más remedio que destruirte.
Como muestra de su poder, la espada dispersó con un resoplido a las almas que había reunido en la batalla sobre las riberas del Slith.
Godsbane
había explicado en una ocasión que podía transferir esta esencia vital robada a quien la esgrimiera, o almacenarla, o simplemente guardarla en su interior. Lo que la traicionera espada no había revelado era cómo había mantenido a Kelemvor a salvo de la mente escudriñadora de Cyric durante todos esos años. Cuando
Godsbane
entraba en contacto con su amo, Kel podía sentir la malevolencia del dios de la Muerte a su alrededor, pero Cyric permanecía ajeno a su presencia.
La voz sensual y fría de
Godsbane
vino a llenar el repentino silencio.
—Permite que te ofrezca un pequeño presente —su voz sonó como un arrullo—. Sólo para demostrar que no te guardo rencor.
Las paredes de la prisión imaginaria que Kelemvor se había marcado se hicieron reales, justo como él las había creado en su mente. Bajo sus pies apareció un suelo y por encima de su cabeza se alzó un techo, ambos con el aspecto de piedras colocadas con torpeza. El lugar incluso olía como una prisión sembiana en la cual Kel había pasado un mes, a aguas estancadas y a tierra húmeda y mohosa. Una rata sarnosa asomó de un agujero en una esquina. Las cucarachas pululaban en torno a un delgado hilo de agua que entraba por una ventana elevada y sin luz y se iba abriendo camino tortuosamente hasta el suelo.
—Ahí tienes —dijo la espada con orgullo—. Esas pobres almas lo dieron todo por este lugar. El caos transformado en orden. Deberías alegrarte...
Una mujer apareció en la celda junto a Kelemvor, una mujer joven, esbelta y muy hermosa. El largo cabello negro como ala de cuervo y la piel pálida hacían que se pareciera a Medianoche hasta tal punto que despertó el interés de Kel, pero no tanto como para que no la desechara inmediatamente como una impostura.
—Podría disculparme de muchas otras maneras —dijo la mujer con una voz íntima que era toda una promesa de pasión.
Kelemvor se vio tentado por el toque tranquilizador de la mano de la mujer sobre su hombro, la sensación sólida del suelo de piedra bajo los pies, pero no se rindió a la seducción.
—No tenías que haberte molestado —dijo. Después se puso de pie, dio media vuelta con precisión y contó sus pasos hasta la esquina de la habitación imaginada—. Lo que creo con mi mente es tan real como lo que tú me ofreces, pero jamás lo confundo con la realidad. Me pregunto sí tú puedes decir lo mismo.
No esperó una respuesta, y no la habría oído por parte de
Godsbane
si ella se hubiera molestado en devolver el insulto. Con los ojos fijos ante sí, Kelemvor empezó a marcar las paredes de su prisión. El ritmo constante de sus pasos era propagado por el eco en el vacío, como los golpes acompasados de la maza y el cincel contra la piedra tallando epitafios en las tumbas de las almas engullidas por el caos.
Donde Gwydion el Veloz viste la armadura forjada por un dios de un impío caballero del Hades y el Príncipe de las Mentiras lanza su inquisición mecánica sobre los reinos mortales con temibles consecuencias para Rinda y para los demás conspiradores de Zhentil Keep.
Hacía tiempo que Gwydion había perdido toda sensación de dolor, desde que los obreros le habían desmontado todos los músculos de la espalda. Cuando los muelles metálicos con que los reemplazaron fueron unidos a su columna, la agonía había sido tan espantosa que la sombra había traspasado el umbral de los sentidos. Ahora su mente se había separado de su forma imperecedera. Observaba cómo los herreros inhumanos golpeaban en su cuerpo desde un observatorio por encima de la larga y sucia mesa de caballetes donde estaba tendido. A uno y otro lado de su esencia descarnada y flotante estaban los cuerpos incandescentes de los escribas fallidos suspendidos como macabras antorchas. La luz parpadeante de los Hombres Incandescentes proyectaba unas sombras fantasmagóricas, movedizas, sobre la operación que se estaba realizando a sus pies.
Un gólem mecánico de bronce tan pulido como el espejo favorito de una princesa estaba inclinado sobre el cuerpo de Gwydion. El herrero autómata introdujo unas pinzas de hierro en el antebrazo abierto y las fijó al último hueso enterrado bajo la carne. De un tirón arrancó el hueso. Un gólem más pequeño, éste de plata, cogió el hueso ensangrentado y lo arrojó a una pila formada por trofeos similares.
—Ésta es la última de las piezas centrales —dijo un hombre corpulento que hablaba a través de una barba tan enredada como la mente de Cyric. Estudió la barra de oro que tenía en las manos y pasó por ella con afecto unos dedos grasientos y endurecidos por el trabajo—. A partir de aquí, queda lo más fácil: alinear los miembros, fijar las placas externas...
El maestro herrero introdujo la varilla metálica en el espacio que habías dejado el hueso y la fijó en su sitio. Una vez apretados los tornillos, dejó la herramienta y cogió otra más delicada de su delantal sucio y andrajoso. Con ella ajustó cuidadosamente los engranajes del codo y la muñeca y al final dio un paso atrás indicando con un gesto a sus ayudantes autómatas que engancharan el último de los músculos-muelles y cerraran las incisiones.
—Supongo que debería sentirme honrado de estar aquí —declaró el corpulento obrero. Su voz sonaba hueca y metálica, casi como si estuviera hablando dentro de una caja de paredes de acero—. Tengo entendido que no has invitado a ningún otro dios a tu salón del trono desde hace mucho tiempo.
Cyric dedicó a Gond su sonrisa más despreciativa, seguro de que el dios de los Oficios no percibiría la afrenta. El Hacedor de Maravillas se parecía mucho a sus adoradores: rico en fuerza y en cierta astucia por lo que respecta a las cosas mecánicas, pero corto en el tipo de inteligencia retorcida que el dios de la Muerte encontraba estimulante.
—Pensé que fueras tú el que colocara la armadura —dijo el Príncipe de las Mentiras—. No creo que ninguno de mis súbditos hubiera sido capaz de hacer el trabajo debidamente.
Con un gruñido evasivo, Gond dirigió su atención a un yelmo adornado con una cornamenta horrorosa. Separó la parte superior redondeada de la base y se puso a ajustar las finas agujas que había en el interior de la mitad inferior del yelmo. Un repentino ruido de metal contra el suelo de piedra hizo que sus mejillas sucias de hollín se pusieran rojas y que asomara la ira a sus ojos grises como el acero.
—¡Cuidado con eso, estúpida caja fuerte con patas! —rugió. Uno de los gólems, una caja con brazos largos y cuatro patas delgadas, hizo una rígida inclinación de cabeza a modo de disculpa y le pasó la pieza caída a su compañero de aspecto más humano, que hábilmente aseguró la armadura a las piernas de Gwydion.
Los herreros autómatas casi habían terminado de acoplar la sombra de Gwydion a la armadura dorada forjada por el dios. Lo levantaron de la mesa, obligándolo a ponerse de pie, y él se tambaleó hasta que el mayor de los gólems lo sujetó con sus poderosos brazos de hierro. Incluso así, el peso y el tamaño del nuevo cuerpo desorientaron a la sombra. Ahora tenía por lo menos el doble de estatura que antes y su cuerpo era corpulento como el de un ogro.
A primera vista, la armadura daba la impresión de ser sólo un conjunto exquisitamente trabajado de planchas de tamaño excesivo, pero en realidad era mucho más que eso. El peto estaba cincelado con miles de pequeñas calaveras de macabra sonrisa, y cada una de éstas estaba rodeada por un sol oscuro grabado con ácido en el metal. Unas puntas aguzadas y gruesas cubiertas de veneno sobresalían de los codales y de las rodilleras, y los escarpes que cubrían los pies de la sombra terminaban en unas puntas cortantes como cuchillas. Los guanteletes llenos de docenas de diminutos ganchos de metal estaban destinados a clavarse en la carne de los herejes a los que apresara el inquisidor. No había cintas ni broches que sujetasen la armadura en su sitio. Cada pieza iba anclada al esqueleto metálico de Gwydion.
—El casco es la parte más complicada —afirmó Gond poniéndose de pie sobre la mesa. Levantó el ventalle, extremando el cuidado al colocar las agujas sobre los ojetes que había practicado en la garganta de la sombra—. Para sujetarla tenemos que clavar esto en su boca. Hará que hablar le resulte duro.
Cyric se inclinó hacia adelante, levemente interesado por la transformación que estaba teniendo lugar ante sus ojos.
—Mientras pueda pronunciar
"muere, hereje"
, me conformaré —manifestó el dios de la muerte con aire jocoso.
«Magnificentísimo señor
—empezó a decir Jergal levitando hasta acercarse al burdo trono—,
está la cuestión de la sentencia final...»
—Más formalidades —farfulló Cyric—. Está bien. Acabemos con ello.
El senescal desenrolló un largo pergamino.
Te hago saber, Gwydion, hijo de Gareth el herrero, que has sido encontrado culpable de traición contra el señor legítimo del Castillo de los Huesos y gobernante de la Ciudad de la Lucha. Por la presente se te condena a servir a dicho señor por toda la eternidad como santo inquisidor.
—¿Que se lo condena? —exclamó Gond con sorna—. Debería ser un privilegio llevar esta armadura. ¡La he forjado con mis propias manos!
—Estoy seguro de que lo agradecería si no le hubieras clavado eso en la boca —murmuró Cyric—. Ahora, ¿podemos acabar con esto de una vez? Mi inquisidor tiene asuntos que atender en Zhentil Keep.
Gond bajó el ventalle sobre la cabeza de Gwydion, introduciéndole las púas en el cuello. Sujetó la mitad inferior del yelmo a la pieza de la boca y luego levantó el resto de la pieza de la cabeza. Al igual que el ventalle, la parte superior del yelmo estaba bordeada de agujas.
Las largas púas de metal se introdujeron en el cráneo de Gwydion y éste sintió que volvía la conciencia a su voluminoso cuerpo. Trató de resistirse, pero fue como si las agujas hubieran abierto una sima debajo de él. Se sintió absorbido por el torbellino hacia un lugar de oscuridad absoluta. De repente, sólo vio paredes metálicas en derredor. Se cerraron, pegándole los brazos a los lados y entumeciéndole las piernas. Un grito murió en su garganta, atravesado por alfileres de oro.
Durante un rato, Gwydion no tuvo conciencia de esa terrible parálisis. Entonces, un estallido de luz atravesó la oscuridad en la que estaba sumido. Abrió los ojos y se encontró en la sala del trono de Cyric.
Las sombras de los Hombres Incandescentes bailaban por las paredes sobre los trofeos colgados sin orden ni concierto por toda la sala. Gwydion podía ver cada uno de los huesos del trono de Cyric, cada una de las planchas perfectamente trabajadas en la plata o el bronce más finos de los herreros autómatas de Gond. El Príncipe de las Mentiras y el Hacedor de Maravillas estaban frente a él con una extraña expresión de orgullo en sus rostros, aunque por razones muy diferentes. Por primera vez, la sombra reparó en que sus formas humanas eran meras fachadas, como los trajes que se llevan en un baile de disfraces. El poder estaba presente en sus ojos de mirada fija, se irradiaba con cada uno de sus sutiles movimientos. Sus formas tangibles no era más que marionetas, no tenían más vida que unos troncos tallados.
Gwydion olió el poder de los dioses, como se huele el aire cargado antes de una gran tormenta. Otros olores lo invadieron: el olor a sangre rancia de la espada de Cyric; los mohosos huesos antiguos, incrustados con trozos de barro de las sepulturas y con los que estaba hecho todo el mobiliario de la sala; y el fino aceite de los engranajes de los gólems. Lo que más lo preocupó fue su propio olor. Mezclado con el olor áspero y frío de la armadura de oro se percibía un aire de putrefacción, de muerte. Todos los olores eran mil veces más sutiles, más potentes que cualquiera que hubiera percibido en su vida mortal.