Después, tras terminar sus oraciones a Zzutam y devorar lo que quedaba de la carne salada, Thrym soñó con un conflicto terrible e intranquilizador. Un hombre delgado, de nariz aguileña, lideraba a un centenar de perros del infierno que lanzaban llamas por la boca. Las bestias expulsaban a los gigantes de su morada y los arrinconaban contra una pared negra. Las piedras encantadas eran demasiado altas para saltarlas y no se podían escalar porque eran resbaladizas.
Un vago recuerdo del sueño persiguió a Thrym durante días, un recuerdo de la risa cruel de un hombre de nariz aguileña y de los gruñidos de los perros del infierno que se lanzaban contra los atrapados gigantes de la escarcha...
* * *
En Aguas Profundas había muchos edificios magníficos, tanto antiguos como modernos, pero de pocos de ellos se hablaba tanto como de la torre de Bastón Negro. La morada del mago Khelben Arunsun a menudo recibía como huéspedes a miembros de la realeza y a exploradores de gran renombre. En todo Faerun había muchos que solicitaban los consejos de Khelben sobre cuestiones de estado y de magia, y por ese motivo la torre de Bastón Negro no tenía puertas ni ventanas.
La anodina fachada disuadía a los proyectos de mago y a los jóvenes aventureros de llamar a cualquier hora. Sin embargo, tras unas cuantas copas de hidromiel, Khelben admitía de buen grado que el principal motivo para mantener ocultas las puertas era el aire de misterio que eso daba al lugar.
Mientras el alba se extendía cálida y rosada sobre el horizonte, se estaban produciendo en el techo plano y circular de la torre acontecimientos que sin duda iban a dar lugar a nuevas leyendas y a rumores desatados. Un conjuro muy por encima de las posibilidades de Khelben y de la mayor parte de los magos mortales enmascaraba los destellos fantasmagóricos y los encantamientos que se voceaban en esa elevada atalaya. Las complejas y poderosas protecciones con que Khelben había rodeado la torre no daban la menor señal de la presencia del poderoso intruso. Con total desconocimiento, el archimago repasaba un polvoriento tomo de su biblioteca lleno de conocimientos arcanos.
Aunque Khelben hubiera desactivado el encantamiento y se hubiese dado de bruces contra el misterioso desconocido, no habría dado crédito a sus ojos. La mayor parte de las personas de Faerun que habían recorrido mucho mundo podían reconocer a lord Chess a simple vista, ya que el presumido gobernante de Zhentil Keep tenía debilidad por hacer reproducir su imagen en todas partes, desde los sellos de aduanas hasta las partituras musicales. Si un producto comercial tenía su origen en Zhentil Keep, o simplemente pasaba por allí, seguro que se podía encontrar en él una imagen de Chess, con sonrisa de tonto, encima de una gruesa doble cadena.
Sin embargo, era indudablemente lord Chess el que se encontraba encima de la torre de Khelben sin que nadie hubiera reparado en su presencia, dibujando arcanas runas sobre cuatro cráneos de wyvern. Cuando hubo terminado la tarea, el noble puso los cráneos de mirada lasciva sobre las puntas del compás grabado cuidadosamente en el techo. Por último, Chess se puso de pie y cruzó las regordetas manos sobre la barriga.
—¿M-me dejarás marchar ahora, por favor? —musitó—. Está casi terminado, tal como estaba indicado en el pergamino.
«Por supuesto que no, Chess
—susurró en su mente una voz acariciadora—.
Necesito la ayuda de un mortal para atrapar a esa bestia. Quedarás libre cuando la lucha haya, terminado».
Impulsado por la arcana presencia que lo había poseído, Chess se dirigió al centro del techo con pasos indecisos y tambaleantes. Allí volvió a comprobar las tres gruesas velas colocadas en un pequeño semicírculo. Seguían encendidas, mirando todavía hacia la trampilla donde acababa la escalera interior que daba acceso al techo. Cogió una pequeña jarra que contenía sangre de araña y trazó una runa que ya era antigua mucho antes de que cayera la fabulosa ciudad de Myth Drannor, mucho antes de que Aguas Profundas fuera un puesto comercial de segundo orden en las lindes del norte helado. Le tembló la mano al terminar la runa, pero no lo suficiente para estropear su gracia o su efectividad.
«Ahí está. ¿Verdad que no fue tan difícil?»
—Tengo miedo —dijo Chess quejoso—. Si Cyric llega a descubrir...
«Rezaste para que alguien se vengara de Cyric por matar a Leira, Chess. Yo te oí, y ahora, cuando respondo a tus plegarias y te doy la oportunidad de ayudar, ¿sólo se te ocurre decir que tienes miedo?»
—Pero es que tengo miedo realmente. Si muero, Cyric se apoderará de mi alma. —Chess se puso de rodillas, a riesgo de deshacer con sus finos pantalones de seda el círculo que rodeaba la runa. Se tapó la cara con las manos y sollozó—. Y se va a enterar. En cuanto me mire sabrá que lo he traicionado.
«Me llevaré tu alma a mi dominio
—lo tranquilizó la voz—.
Cyric no te encontrará allí, a menos que yo le permita...»
Lord Chess no era un valiente, pero tampoco era ningún tonto. Supo reconocer la amenaza que encerraban esas palabras. Ya era demasiado tarde para volverse atrás.
—¿Qué tengo que hacer ahora?
«Saca el pergamino y repite la última estrofa.»
Enjugándose las lágrimas, Chess sacó la hoja reluciente de luz de luna de su abombada manga y leyó la estrofa final del encantamiento.
La luz apaga primero un mortal
un dios viene luego su sed a aplacar.
La sangre de un traidor al último ha ahogado
la intriga urdida la suerte ya ha echado.
El pergamino se desintegró, deslizándose como rayos de luna entre los dedos de Chess. La luz que irradiaba la página deshecha se posó sobre los cráneos y las velas. Después de un instante, la luz se desvaneció, y con ella desapareció el extraño compás grabado a fuego en las tablas.
—Esa tercera parte todavía me preocupa —murmuró Chess—. ¿Por qué sangre?
«Porque así lo dice el conjuro
—replicó la voz—.
Tienes el puñal que te entregué. Sólo tienes que pincharte el pulgar, un poco de sangre bastará...»
—Ya vieneee —anunció con voz parecida a un graznido el cráneo de wyvern situado al sur—. El Perro del Caos vieneee del suuur.
«Hemos acabado justo a tiempo
—sentenció la voz—.
Rápido, Chess, detrás de las velas. Viene tal como habíamos pensado. Y recuerda, tienes que ocuparte de la primera y tercera velas que son responsabilidad tuya».
El corpulento hombre se apresuró a colocarse en el lugar que había marcado con el antiguo signo y plantó cuidadosamente los pies calzados con pantuflas sobre la runa. Chess estaba tan preocupado de mantener los dedos gordos dentro del círculo de protección que no vio a Kezef deslizándose por la trampilla, insustancial como un fantasma.
El Perro se pegó al suelo al encontrarse con el obstáculo inesperado y aulló como una docena de lobos hambrientos tras el invierno. Su cuerpo se materializó nuevamente, con toda su putrefacción y sus gusanos.
—No creas que puedes engañarme, Máscara, ocultándote en una armadura de carne como ésa. —Kezef empezó a arrastrarse hacia Chess con la cola entre las huesudas patas—. Podría rastrearte desde el otro lado del mundo. Dime, ¿cuánto tiempo crees que podrás seguir engañando a Cyric con este jueguecito? Te descubrí de inmediato, y yo no soy ningún dios...
«Apaga la primera vela
—le dijo con toda tranquilidad a Chess el dios de la Intriga—.
Utiliza los dedos»
.
El señor de Zhentil Keep no se movió. Se limitó a mirar al enorme can que se arrastraba hacia él. La carne de la criatura destilaba algo parecido al pus de una antigua herida, y sus patas dejaban huellas impresas a fuego sobre el suelo. Tenía la boca llena de dientes negros y puntiagudos, y sus ojos relucían con una maldad sobrenatural.
«La vela
—ordenó Máscara con una voz llena de ira divina—.
Debes apagarla ahora, Chess».
La parálisis producida por el miedo desapareció y el noble se agachó para coger la primera de las velas amarillas. Kezef dio un salto adelante, pero Máscara lo contrarrestó moviendo los dedos regordetes y los labios carnosos de Chess en los gestos y encantamientos de un poderoso conjuro. La distancia entre el perro monstruoso y el humano acobardado se distorsionó, alargándose. Por rápido que corriera Kezef, daba la impresión de que nunca se acercaba a su presa.
Chess cerró los ojos y extinguió la llama de la primera vela. La mecha se había fabricado con el pelo de prisioneros indebidamente retenidos por reyes buenos y legales y no se apagó fácilmente. La tenaz llama quemó el pulgar y el índice de Chess antes de extinguirse.
«Una menos
—susurró Máscara—.
No temas, Chess, esto va a ser mucho más fácil de lo que tú...»
Un aullido ensordecedor ahogó el resto de las confiadas palabras de Máscara e hizo que un violento estremecimiento de terror sacudiera la espina dorsal del hombre. Una ola de confusión se apoderó del dios y del hombre. Chess dio un paso atrás y se salió del círculo protector tapándose los oídos con las manos.
Kezef cayó sobre él antes de que tuviera tiempo de gritar. El Perro del Caos se apoderó de Chess y lo arrastró fuera de las velas y de la runa protectora. Durante todo este tiempo, el alarido continuó sonando, haciendo que cualquier idea de defensa o de huida quedara subsumida en una vorágine sonora.
—Muéstrate, Máscara —aulló Kezef con voz atronadora—. Da la cara, cobarde.
El aliento del Perro se convirtió en un soplo de niebla corrosiva en medio del crudo aire invernal. El ácido se vertió sobre la cara y el pecho del noble haciendo que la carne se desprendiera de los huesos. Ahora fue el grito de Chess el que resonó por toda la torre de Bastón Negro mientras se retorcía y debatía bajo el espantoso peso de las patas delanteras de Kezef.
—Ya he eleeegido un lugar mucho más adecuado —silbó jovialmente uno de los cráneos de wyvern—. Ya sabes, Kezef, reeealmente deberías hacer aaalgo con ese alieeento tuyo..
El Perro del Caos dio un salto de lord Chess hasta el cráneo situado al otro lado de la torre. El rápido movimiento de Kezef al pasar hizo que las velas titilaran, pero sus mechas no soltaron las llamas. Con un soplido de su corrosivo aliento, el Perro fundió el cráneo.
—El hambre te debe de estar nublando los sentidos —dijo Máscara. El patrono de los Ladrones estaba de pie en el centro del techo, sosteniendo la segunda vela en la mano enguantada. Se levantó levemente la máscara y la apagó—. Ahora, Chess, la tercera debe ser apagada con tu sangre. No necesitarás la daga. Sólo tienes que inclinarte sobre ella.
El señor de Zhentil Keep se arrastró hasta el centro del techo y cogió la última vela. Con los dedos desgarrados, el noble echó mano del puñal que le había dado Máscara. Durante todo el tiempo miraba la llama amarilla con una cara que ya no era tal.
Lord Chess ya estaba muerto antes de cerrar los dedos sobre el cuchillo, con los brazos y las manos deshechos entre los dientes de Kezef. La gruesa vela salió volando por los aires y cayó en medio de un charco de color carmesí que se iba agrandando cada vez más. La sangre empapó la mecha y extinguió la llama con un silbido burbujeante.
—Y eso hace tres.
El compás que Máscara había inscrito sobre el techo volvió a aparecer, con sus curvas y aristas grabados en una luminosidad más deslumbrante que la luz de la luna cuando se vierte sobre la Ciudad de los Prodigios. Las líneas del dibujo se plegaron y se tragaron a Kezef como una enorme red de pescar. Un nudo irrompible cerró la red encima del Perro y los cráneos de wyvern restantes se fundieron formando un intrincado sello sobre él.
Máscara se quedó mirando el cuerpo mutilado del hombre, el cadáver sin brazos.
—Lo siento, Chess, pero realmente para el encantamiento no sólo era necesario que te pincharas el pulgar. Descansa en paz. Desempeñaste tu papel a la perfección.
El dios de la Intriga se volvió hacia el Perro del Caos.
—Habríamos usado esto para atraparte la última vez, Kezef, pero los corazones patéticos y sensibles como el de Mystra se negaron a realizar un sacrificio humano.
Máscara borró el símbolo rúnico con el pie. La destrucción del glifo, que jamás había dado a lord Chess la menor protección, cerraron la parte final de la trampa. Una llama color carmesí encendió la última de las tres velas, despidiendo un humo espeso, maloliente, que se elevó como el puño de un gigante por encima de la torre. El puño se cerró sobre el aullador Perro del Caos y lo atrajo velozmente hacia la vela.
—¡Cyric —bramó Kezef mientras desaparecía en su prisión de cera—, véngame!
—Oh, claro que se vengará de este golpe, pero no contra mí. —Máscara dio un puntapié al cadáver de lord Chess que lo dejó boca arriba. El ácido había carcomido la cara del noble, pero con lo que quedaba bastaba para que el señor de los Muertos lo identificara—. No estoy muy dispuesto a retar al Príncipe de las Mentiras, no a menos que cuente con aliados.
Tocó la carne lacerada en torno a la garganta del muerto y apareció una cadena de plata. En el disco que colgaba de la cadena había un círculo de ocho estrellas con un rastro de sangre que brotaba del centro: el símbolo sagrado de Mystra.
—Ya ves, lord Chess, fuiste un miembro secreto de la Iglesia de los Misterios. Traición en la ciudad sagrada de Cyric al mayor nivel. Se sentirá decepcionado... Sin embargo, acogeré tu alma. Después de todo, no queremos que vayas diciéndole a tu antiguo amo que yo, como si dijéramos, alenté tu trabajo con la señora de los Misterios.
Una hoja de pergamino hecho de luz de luna apareció en la mano de Máscara. En él estaba inscrito el antiguo y complicado rito mediante el cual un dios podía contener a un poder como el de Kezef, pero sólo con la colaboración de un mortal. Máscara cambió lo de traidor mencionado en el conjuro por un fiel súbdito y borró la necesidad de derramar sangre. Sabía que Cyric nunca se iba a creer que Mystra estuviera dispuesta a matar ni a traidores ni a inocentes para sellar un encantamiento. Evidentemente, la muerte de Chess había sido un desdichado accidente. Después de todo, las marcas de los dientes del Perro estaban en el cuerpo del pobre tonto por todas partes.
Con los ojos entrecerrados, el dios de las Sombras supervisó su trabajo. Sí, así estaba bien. Cuando el conjuro de protección fuera desactivado y Cyric descubriera que su fiel perro había sido sacado de en medio..., el Príncipe de las Mentiras no vacilaría en mostrar su desagrado respecto de Mystra y de Zenthil Keep. Máscara no pudo evitar una sonrisa.