A partir de ese día, la corte de Kelemvor brilló desde el interior de aquellos muros translúcidos, relucientes, como un faro de la luz y de la compasión sobre los planos oscuros del Hades. Todos los que miraban la torre sabían que la justicia había llegado por fin al Reino de los Muertos.
Cyric se despertó en un túnel alejado de toda esperanza en el centro mismo del Pandemonium. Los lamentos de todos los mortales de Faerun, los sollozos de los desesperados y la desolación de todos los que tienen el corazón roto se abrían camino hasta ese solitario lugar tarde o temprano. Los vientos fríos que soplaban por el interminable laberinto deformaban aquellos gritos implorantes transformándolos en una extraña sinfonía en la que sobresalían los acordes de la locura.
Al levantarse del suelo perfectamente pulido, Cyric tomó conciencia de una sombra, de su propia sombra que lo acompañaba. Más oscura que la oscuridad absoluta que lo rodeaba, la sombra imitaba los movimientos del dios caído, pero no su forma. Los hombres incandescentes habían dejado su marca en Cyric, le habían hecho cicatrices tan profundas que ninguna magia podía ocultar las marcas irregulares de sus manos y su cara. Sin embargo, la sombra no tenía ninguna de esas imperfecciones. Su contorno era terso y perfecto.
En el jardín desmesurado que era la mente de Cyric, la voz de la sombra murmuraba palabras apaciguadoras. Al menos daba la impresión de que las palabras brotaban de la forma oscura que llevaba pegada a él. El cotorreo de sus fieles y las quejas frías, agudas, de sus innumerables seres, hacían difícil que Cyric distinguiera nada claramente, y antes de que pudiera reconsiderar la idea, los pensamientos que se agolpaban en su mente lo arrastraban a otras cuestiones más vitales.
Había un nuevo reino que construir. Después de todo, Cyric seguía siendo una deidad, el dios de la Lucha y la Intriga, el patrono del Asesinato. Como tal, se merecía un palacio de tamaño adecuado para dar cabida a su horda de fieles, una gigantesca sala del tesoro para almacenar los expolios de su victoriosa guerra contra Mystra y el Círculo de los poderes mayores.
A un movimiento de su mano marcada, una fortaleza empezó a construirse en la amenazadora oscuridad. Sin embargo, al sentar los cimientos en el túnel y empezar a apilarse unas cuantas piedras negras como la noche, la forma del edificio cambió, se acomodó a los deseos siempre cambiantes de Cyric. El castillo se convirtió en una torre alta y tortuosa, después en una pirámide, un reducto final desde donde el dios de la Lucha pudiera planear su venganza contra los traidores que habían usurpado el Reino de los Muertos.
El último reducto desapareció también cuando las voces aduladoras que sonaban en la cabeza de Cyric le recordaron que Mystra no había hecho más que obedecer a sus deseos de provocar una revuelta en la Ciudad de la Lucha. Ya no se vería obligado a perder el tiempo juzgando a los condenados, escuchando sus inconsistentes excusas, aplicando castigos poco convincentes instituidos siglos antes por dioses con poca imaginación para la crueldad. No, Cyric los había obligado a ponerse al mando del detestable lugar y a poner el título de señor de los Muertos, como un bloque inquebrantable, sobre los hombros de otro. Como siempre, los miembros del panteón habían sido marionetas en sus manos y habían representado los papeles que Cyric había creado para ellos.
Por un instante, el Príncipe de las Mentiras oyó que la confusión de voces de su cabeza asentía armoniosamente. Ninguna podía negar su absoluta supremacía sobre todos los dioses de Faerun. El
Cyrinishad
demostraba la verdad de eso, y él mismo lo había leído con suma atención.
A lo ancho y largo de los reinos mortales, una sonrisa descarnada apareció en los callejones más estrechos y en los bosques más sombríos y embrujados. Ancha y decidida, reluciendo como una navaja a la luz de la luna, señaló al dios loco un mundo muy adecuado para convertirse en su reino terrenal. El verdadero significado de las apariciones eludió incluso a los oráculos más dotados. Entretejieron funestas pero vagas profecías en torno a visiones que ponían los pelos de punta, pero, fieles a su costumbre, los hombres y mujeres de Faerun no les dieron mucho crédito y siguieron adelante con sus vidas caóticas y rutinarias.
En el túnel alejado de toda esperanza en el centro mismo del Pandemonium, Cyric rompió a reír. El mundo estaba condenado, pero de todos modos seguía marchando.