Ante una única palabra, conocida sólo de los magos más sabios, una esfera de pálida luz plateada se interpuso entre Mystra y Gwydion. El inquisidor sintió la sacudida del conjuro y se redujo la velocidad de sus movimientos. Sus sentidos exacerbados registraron al mismo tiempo doce sucesos extraños. Los escombros desprendidos del puente quedaron suspendidos en el aire, inmóviles. Los sonidos del puerto de la ciudad y de las bulliciosas calles, las trompetas de las murallas y los gritos de los orcos, todo desapareció de repente de sus oídos. La sutil erosión producida en el puente por el viento y la decadencia había cesado.
Mystra había detenido el mismísimo tiempo.
El conjuro debería haber bastado para poner fin al combate, pero tan pronto como sus sentidos registraron lo que había hecho Mystra, el inquisidor volvió a encontrarse en movimiento.
Por primera vez, Gwydion fue capaz de leer las emociones de la diosa en sus bellas facciones. En los ojos no humanos se reflejó una leve sorpresa, pero la sonrisa de sus labios le indicó al inquisidor que Mystra había previsto que el conjuro fallara. Estaba poniendo a prueba sus límites, jugaba con él. Una vez más Gwydion sintió la tentación de huir, pero las órdenes de Cyric lo impulsaron a seguir adelante, a meterse en la trampa.
La esfera plateada desapareció, y el tiempo se apresuró para cubrir el vacío. La oleada de sonidos, olores y sensaciones sacudió al inquisidor, lo desequilibró el tiempo suficiente para que Mystra hiciera venir a un sirviente de su castillo de Nirvana.
El marut al que convocó Mystra no era en modo alguno tan grande como el que Gwydion había visto en el Plano del Olvido, reuniendo a las almas de los fieles de la diosa, pero a pesar de todo era enorme. La imponente criatura se alzaba una ocho varas en el aire y su carne pétrea era tan negra como los muros de Zhentil Keep. El blindaje encantado, bendecido por Mystra para que pudiese soportar cualquier embestida física, le cubría los brazos y el ancho pecho. En una mano el marut sostenía un trozo de pesada cadena; en el otro, una enorme jaula.
La criatura de piel de ónix apareció justo delante del inquisidor. El ruido que hicieron los dos al chocar resonó en toda la ciudad, un sonido atormentado de metal irrompible contra carne pétrea. Los habitantes de Zhentil Keep que habían vivido en la Época de las Tribulaciones temblaron al oírlo. El eco que produjo en sus casas y sus tiendas se parecía mucho a otra cacofonía que había sonado en aquellos tiempos oscuros: el cataclismo que había destruido el templo de Bane.
El inquisidor y el marut retrocedieron unos pasos, listos para volver a chocar. El marut golpeó primero, encerrando al secuaz de Cyric en la jaula. Gwydion asió los barrotes. Su fuerza debería haber bastado para romper el acero como si fuera papel, pero resistió a sus embates. Nuevas barras se deslizaron de la estructura y cerraron el fondo antes de que el inquisidor pudiera abrirse camino a través de la base del puente. Y cuando trató de abandonar los reinos mortales, retirándose a través de los planos hacia el dominio de Cyric, se encontró con que los mecanismos de la armadura no respondían.
—Gond tenía razón —dijo Mystra caminando alrededor de la jaula—. La armadura es muy resistente a la magia.
«¿Acaso esta jaula no es mágica?
—preguntó el marut. En la mente de Mystra, la voz de la criatura resonó como si proviniera de las profundidades de una caverna—.
Seguramente un artilugio común no sería capaz de detener a semejante guerrero».
—Es mecánica —respondió Mystra en un susurro sin interrumpir su recorrido alrededor de la prisión como una niña curiosa en un zoológico—. El Hacedor de Maravillas construyó las barras especialmente para contrarrestar las fuerzas y aprovechar las debilidades de la armadura que él mismo construyó.
«¿Entonces la jaula está a medio camino entre la magia y lo mecánico?»
Mystra sonrió.
—Es más bien como combatir el fuego con fuego. Una fuerza contra otra.
«Bah, sigo diciendo que tiene algo de mágico».
Con gesto hosco, el marut enganchó el trozo de cadena a la parte superior de la jaula para poder transportarla sin acercarse demasiado al inquisidor.
—Sólo es mágica en la medida en que no comprendes cómo funciona —murmuró la señora de los Misterios.
Gwydion seguía los movimientos de la diosa y trataba de cogerla cada vez que se acercaba. Después de que un manotazo del autómata le alcanzara el pelo, Mystra interrumpió su estudio de la armadura y miró más atentamente el casco, observó al alma atrapada dentro. Aunque el inquisidor seguía aporreando los barrotes, sus ojos, los ojos de Gwydion, miraban impotentes a la diosa desde su dorada prisión.
—¿Puedes oírme? —preguntó Mystra.
La parte del alma de Gwydion dominada por la armadura se enardeció ante la proximidad de la sangre herética. Por más que lo intentaba no podía obligarse a hablar ni a hacer un movimiento que pudiese transmitir una respuesta a la diosa.
—No te preocupes —dijo Mystra después de un rato—. Te sacaré de ahí en cuanto hayamos capturado a tus ocho hermanos. Después nos ocuparemos de que Cyric pague por eso.
La mente de Gwydion se transformó en un torbellino. Las plegarias elevadas a Cyric y los solemnes juramentos se volvieron borrosos y se mezclaron con las herejías susurradas que ya no podía castigar. Se lanzó una y otra vez contra los barrotes, pero en lo más hondo de su ser, en el núcleo de la tormenta, Gwydion daba las gracias en silencio porque hubiera cesado la carnicería.
* * *
—Lady Mystra —dijo Tyr—, se te acusa de poner en peligro a sabiendas el equilibrio, el cargo más grave que puede hacerse contra cualquier deidad. ¿Qué tienes que alegar?
—No tengo nada que alegar —dijo secamente la diosa de la Magia—. El cargo es ridículo.
En la mesa, a la derecha de Tyr, Oghma suspiró.
—Tomaré eso como que se declara «no culpable» —dijo el Encuadernador sin el menor rastro de humor.
El Pabellón de Cynosure estaba atestado de dioses y poderes medios de todo Faerun. Deidades que casi nunca aparecían por allí, como Labelas Enoreth, dios elfo de la Longevidad, Garl Glittergold, padre de todos los gnomos; Grumbar, adusto e inexpresivo, el dios de la Tierra, gobernante de ese duro plano elemental, y cien más, ocupaban filas a ambos lados de la estancia que desde hacía tiempo no se usaban. Pocas veces había juicios públicos contra un miembro del Círculo de los poderes mayores, y pocos estaban dispuestos a perder la oportunidad de presenciar semejante espectáculo.
Mystra había ocupado su sitio habitual, hacia el fondo del taller de magia que era la forma en que ella percibía el pabellón. A su lado estaban los nueve inquisidores, apresados en sus jaulas de acero fundido por Gond. Tyr, el dios ciego, estaba frente a la diosa al otro lado del taller, asiendo el facistol con su mano solitaria, como si la caja fuera un pulpito y él un predicador desapasionado. No había nada que amase más el dios de la Justicia que un juicio, especialmente un juicio contra una de las otras deidades.
—Miembros del Círculo —empezó Tyr—, lady Mystra responde a la acusación de llevar a cabo una venganza contra el legítimo señor de los Muertos, con absoluto desprecio por las consecuencias que ello puede acarrear para el equilibrio. Para llegar a un veredicto, debemos considerar dos...
—Si el delito de que se me acusa es tan terrible —lo interrumpió Mystra—, ¿por qué no se me ha llevado ante Ao?
Tyr frunció el entrecejo ante la interrupción, pero Oghma alzó la cabeza de sus notas.
—Tu acusador solicitó que fueras juzgada por un jurado de los poderes mayores —dijo el patrono de los Bardos—. Como miembro del Círculo, estaba en su derecho.
La voz de Oghma estaba cargada de ira, como una multitud que pide un sangriento linchamiento. Su tono hizo surgir una expresión de incredulidad en los ojos de Mystra.
—¿Fuiste tu quien me convocó aquí? —murmuró. Al negar el Encuadernador con la cabeza, la diosa miró a los demás poderes mayores distribuidos por el pabellón—. ¿Quién ha sido, entonces?
—¿No lo adivinas? —preguntó Cyric desde el grupo de los poderes menores y deidades no humanas reunidos en las gradas. Se puso de pie y miró de frente a la señora de los Misterios.
—¿Y los demás lo habéis tomado en serio? —preguntó Mystra con expresión desdeñosa.
—¿Por qué no? Tengo pruebas suficientes para condenarte tres veces —afirmó Cyric—. Has hecho todo lo posible por impedir que cumpliera mi misión. Ahora me doy cuenta de que la única manera de salvarme y de impedir que desbarates el equilibrio es pedir la ayuda del Círculo. —Hizo una mueca sarcástica—. Ya ves, puedo aceptar las reglas del juego, cosa que tú no haces.
—Esto es absurdo —dijo Mystra. Formuló mentalmente un conjuro que los llevaría a ella y a los inquisidores enjaulados a Nirvana.
—Señora, te aconsejo que tomes este juicio con más seriedad —la advirtió Oghma—. Tus fieles se enfrentan a una sanción absoluta del resto del Círculo si no cooperas.
La diosa de la Magia hizo una pausa, atónita ante la amenaza. Las sanciones representaban un total aislamiento para sus fieles; los poderes mayores negarían a sus fieles el beneficio de sus funciones. Lathander haría que el sol no saliera sobre los territorios de la Iglesia, y Chauntea impediría que crecieran sus cosechas. A los fieles de Mystra se les negaría el acceso al Plano del Olvido al morir, y todo el conocimiento conservado en sus bibliotecas se borraría. Sólo había una forma de que los mortales escaparan a estas duras medidas: abandonar su culto a la diosa. La mayoría le daría la espalda rápidamente, y las pocas almas devotas que no lo hicieran no tardarían en perecer. Al no tener fieles mortales, la diosa de la Magia dejaría de existir.
—Cyric os está utilizando en mi contra —los previno Mystra—. ¿Es que no lo veis?
—Yo no soy el encargado de juzgar las pruebas —declaró Cyric—. Soy un espectador inocente. La parte agraviada, para ser totalmente precisos.
—Eso dice el Príncipe de las Mentiras —declaró Tyr sin más desde el podio—. No dudes de que escuchamos el resonar de la verdad en cada palabra que dices, Cyric. En cuanto a ti, Mystra, debes saber que seré un juez justo, que dirigiré este juicio de acuerdo con todas las leyes del equilibrio, tal como lo ha decretado el propio Ao.
Tyr se aclaró la garganta.
»Como iba diciendo, para llegar a un veredicto debemos considerar dos cuestiones. Primero: ¿se excedió Mystra en la aplicación de sus funciones al enfrentarse al señor de los Muertos? Segundo: si esto es cierto, ¿puso en peligro el equilibrio al hacerlo? —Hizo un gesto en dirección a Cyric—. Puedes exponer tu caso.
—Con los inquisidores confiaba en contrarrestar la herejía que proliferaba en mi Iglesia —afirmó el Príncipe de las Mentiras—. Mystra se encargó de estropear el plan, aun cuando no tenía nada que ver con sus responsabilidades como diosa de la Magia.
Tyr asintió y se acarició la larga barba blanca.
—¿Tienes algo que decir en tu descargo con respecto a la captura de los inquisidores, señora?
—Estaban amenazando a los fieles de todo el mundo —replicó Mystra—. Había que detenerlos.
—Los inquisidores no eligieron a tus lacayos —dijo Cyric—. Castigaron a todo aquel que había hablado en mi contra. Si algunos de tus fieles resultaron perjudicados, ellos mismos se lo buscaron. —El señor de los Muertos se volvió hacia los asistentes—. Tal como yo lo veo, los inquisidores eran como una fuerza de la naturaleza, como una de las tormentas de Talos. Indudablemente, Mystra no se reserva el derecho de contrarrestar a cualquier fuerza capaz de dañar a sus fieles. Si ése es el caso, no puede haber aguas suficientemente profundas ni plantas venenosas, ni armas ni...
—Ya lo entendemos —lo interrumpió Shar. La señora de la Noche se desperezó lánguidamente—. Vamos, Mystra, debes ser capaz de ofrecer una razón más contundente de por qué estos guerreros autómatas preocupan a la diosa de la Magia.
—La armadura está construida para aguantar todos los encantamientos —replicó Mystra—. Por su propia naturaleza, los inquisidores intentan probar la supremacía de los Oficios sobre la del Arte.
Tyr hizo una pausa para considerar esa afirmación.
—Eso es cierto —apuntó el dios de la Justicia después de un instante—. Y podrías habernos convencido con ese argumento si tú misma no hubieras solicitado la ayuda de Gond para combatir a los inquisidores. Las jaulas que hiciste construir al Hacedor de Maravillas también ponen en peligro el lugar de la magia en el mundo, si nos atenemos a tu lógica.
Al ver que Mystra no ofrecía ninguna otra justificación para sus acciones, Tyr tamborileó sobre el podio con sus huesudos nudillos.
—Entonces es evidente que la diosa transcendió los límites de su oficio al enfrentarse a Cyric. —El resto del Círculo se manifestó de acuerdo—. Ahora —añadió Tyr con tono tenebroso—, debemos considerar la amenaza que esto supone para el equilibrio.
Antes de que el dios de la Justicia acabara de hablar, Cyric ya estaba de pie exigiendo que lo escucharan.
—En Zhentil Keep se congrega el mayor número de mis fieles de los reinos mortales. Si los herejes consiguieran poner a la ciudad en mi contra, perdería tanto poder que podría resultarme imposible impedir un levantamiento en la Ciudad de la Lucha.
El Príncipe de las Mentiras volvió sus facciones marchitas, infernales, a los dioses mayores reunidos en la planta del pabellón.
—Todos vosotros sabéis que mi reino en el Hades está sujeto a un malestar permanente, y todos sabéis, además, lo que sucedería si un levantamiento entre mis engendros causara mi caída: la destrucción total del equilibrio. Hasta que se encontrase un nuevo dios para entronizarlo en el Castillo de los Huesos no podría morir nadie en los reinos mortales, por serias que fueran sus heridas. Todos los nuevos muertos se levantarían como no muertos y perseguirían a los vivos hasta que, bueno, la escena es demasiado macabra como para imaginarla siquiera.
En el denso silencio que siguió a su intervención, Cyric se dejó caer en su asiento.
—El histrionismo fue siempre uno de tus puntos fuertes, Cyric —apuntó Mystra secamente—. Pero esto no tiene nada que ver con un levantamiento en el Hades.
—Sí que lo tiene —dijo Tyr—. Lo tiene todo que ver con Cyric y su reino. —Se apoyó en el podio con tanta fuerza que sus huesudos nudillos se pusieron blancos—. El punto crucial de las pruebas contra ti es éste: te has impuesto la tarea de castigar a Cyric para desbaratar cualquier plan que urda para extender la contienda y la muerte por el mundo. Al hacerlo has olvidado dos hechos importantes. En primer lugar, es la función de Cyric sembrar la discordia en los reinos mortales. En segundo lugar, no es tu misión impedir esa discordia. Tú eres la diosa de la Magia, lady Mystra, no la guardiana de la paz ni la vengadora de aquellos a los que hacen daño las acciones de Cyric.