Se inclinó hacia adelante, asomándose sobre la imagen fantasmal de la abadía.
—Y tendría que confiar en tu ayuda para proteger a mis fieles, señora, porque el resto del Círculo diría que me he excedido en mis atribuciones al presentar batalla a Cyric. Tal vez esto compita a Tyr, ya que al liberar a Kezef Cyric violó una ley. Esto no sólo debe preocupar al dios del Conocimiento.
—Eso es actuar con miras ridículamente cortas, Oghma —estalló Mystra, e hizo desaparecer la abadía conjurada—. Estás condenando a tus fieles.
—No —replicó el Encuadernador con rotundidad—. Estoy sirviendo a mis fieles. Si ellos percibiesen las batallas como el aspecto más importante de la vida, adorarían a Tempus. Valoran el conocimiento y el arte, señora, y esta cuestión todavía no ha empezado siquiera a amenazar al libro de notas de un historiador, a un solo verso de la peor poesía sembiana. Cuando lo haga, pondré en juego todo el poder que me otorga su fe para detener a Cyric.
Un silencio ominoso se cernió sobre los dos dioses.
»Mystra —dijo el Encuadernador después de un rato—, deberías saber que no puedo hacer nada al respecto. No guarda relación directa con el conocimiento ni con el trabajo de los bardos. Ya te dije en el pabellón...
—Que los dioses eran más limitados de lo que yo sospechaba —replicó ella en voz baja—. En este momento me estoy dando cuenta de cuánta razón tenías. La mayor parte del Círculo es un reflejo de ti, Encuadernador. Como dijiste, sólo Tyr me ayudará contra Cyric, porque al liberar a Kezef violó una ley. —Tendió a Oghma la mano herida—. Si te das cuenta de que los dioses sólo tienen una perspectiva limitada de las cosas, ¿por qué no puedes superar la tuya? ¿Por qué no puedes ver que el mundo es algo más que poesía e historias?
—Conocer la verdad no es lo mismo que tener poder para actuar sobre ella —declaró Oghma—. Me doy cuenta de que mi reino tiene fronteras, que mi perspectiva tal vez no sea la misma que la tuya o la de Lathander o la de Máscara, pero no puedo imaginar lo que revelan esas otras perspectivas. Por más que lo intento no puedo hacer que mis ojos vean el universo de otro modo que no sea como una enorme biblioteca.
Mystra desactivó las defensas en torno al trono.
—Puedes negociar con el resto del Círculo sobre Kezef por tu cuenta, pero yo no volveré a tomar parte —afirmó con amargura—. Si al fin y al cabo me va a tocar a mí enfrentarme a la locura de Cyric, no voy a perder el tiempo en interminables debates.
La diosa de la Magia se desvaneció justo antes de que el Caos atravesara Concordant. Como todos los días a esa misma hora, la fachada de la Casa del Conocimiento cambió y junto con ella el mobiliario de la biblioteca y la encuadernación de todos los libros. Sin embargo, los volúmenes permanecieron en el mismo lugar y cada página siguió conteniendo los mismos hechos que antes, aunque escritos con una escritura diferente o con un color distinto de tinta.
Oghma cerró los ojos y trató de imaginar cómo sería el mundo si este modelo se modificase de algún modo, si la oleada del caos destruyera la Casa del Conocimiento en lugar de modificarla. No pudo. Aunque sabía que el universo contenía más cosas que lo que había en su biblioteca, si restaba sus libros y las narraciones e historias enmohecidas de sus bardos, no veía nada más que un vacío sin fin.
* * *
—No te preocupes —dijo una apaciguante y seductora voz femenina—, negociaremos con Kezef antes de que pueda seguirte la pista.
Kelemvor Lyonsbane tenía los ojos fijos al frente y seguía caminando por el vacío blanco, anodino. Movía los labios, contando sus pasos en silencio. Cuando hubo contado mil, realizó un giro preciso a la izquierda y empezó otra vez el recuento.
—Debería alzar una barricada en tu camino —declaró el poder invisible con petulancia—. Aunque sólo sea para que pierdas la cuenta.
—Entonces esperaría a que te aburrieras y la quitaras —dijo Kelemvor. La voz profunda que casi no había usado en la última década era apenas un susurro.
—¿Y si no me aburro?
De repente, Kelemvor se paró.
—Lo harás. No puedes evitarlo.
El silencio que siguió confirmó a la sombra que estaba en lo cierto. Sonriendo ante su victoria, reanudó la marcha.
Al igual que cada día durante los últimos diez años, Kelemvor Lyonsbane delimitó las dimensiones de su prisión. No es que hubiera paredes dentro de la vacía blancura que lo rodeaba, pero Kel sabía que seguramente se volvería loco si no las creaba por su cuenta. Por eso recorría un circuito minucioso con paso regular, militar. La habitación en la que habitaba tenía mil pasos de lado, con ventanas en el centro de cada pared. No tenía puertas, por supuesto, y el techo era demasiado alto para alcanzarlo.
De vez en cuando, su carcelero invisible le hablaba, o se hacía tangible bajo la apariencia de una mujer, de un hombre o de una bestia. Kel desechaba esos fantasmas por considerar que eran distracciones irreales, no más sustanciales que los recuerdos de Medianoche que a veces cobraban forma en el vacío que lo rodeaba. Jamás permitía que lo distrajeran mucho rato; entretenerse con esa especie de caos podría minarlo, y Kel estaba decidido a privar a su captor de una victoria tan fácil.
—Cyric está desesperado por encontrarte —dijo la voz.
—Vete —replicó Kelemvor, sin dejarse perturbar por la evidente provocación—. Dentro de una hora me toca pensar en desollar vivo a Cyric. Si quieres volver entonces, podremos hablar.
—¿Una hora? ¿Qué significa eso para ti? Aquí no hay sol, ni estrellas... —Al ver que el prisionero no respondía, la voz añadió— Has resistido más tiempo del que esperaba, pero creo que por fin te has desmoronado.
—Puedo llevar la cuenta del tiempo igual que de mis pasos —replicó Kelemvor. Hizo otra pausa y cruzó los fuertes brazos sobre el pecho—. Mira, a estas alturas ya deberías saber que todo esto no funcionará. Si pude soportar la tortura cuando estaba vivo, ¿por qué iba a cambiar ahora que estoy muerto? No siento hambre. No necesito dormir. Si tuvieras intenciones de someterme al potro o de quemarme los ojos, ya lo habrías hecho a estas alturas.
—Pensé que querrías saber algo de Kezef.
—No tengo necesidad de saber si tienes intenciones de detenerlo —murmuró Kel—. En cuanto a Cyric, hablaré de él en poco menos de una hora. Ése es mi programa. Ya deberías saberlo. —Dicho lo cual reanudó una vez más su marcha.
Kelemvor midió sin inmutarse el resto de la pared. En la esquina final, dio media vuelta y se dirigió hacia el centro de la prisión. Allí se alisó la ropa con todo cuidado. Hizo una pausa mientras se cepillaba las botas altas de cuero y las ásperas mallas, la guerrera blanca sin mangas y el capote de lana marrón, sólo el tiempo suficiente para maravillarse, igual que lo hacía día tras día, de que un hombre muerto se encontrara vestido en el otro mundo. Cuando vivía, Kel jamás se había preguntado si las almas andarían desnudas o no. Esas minucias filosóficas no tenían la menor importancia para él, no cuando se pasaba los días luchando con gigantes por sus tesoros o protegiendo a las caravanas de los gnolls merodeadores. Ésas eran las trivialidades de las que se ocupaban los sacerdotes de cabeza puntiaguda como Aron.
Kelemvor suspiró. Ahora eran la materia misma de su existencia, diaria.
Con el mismo cuidado que había tenido con su ropa, la sombra se pasó los dedos por el largo cabello negro y se alisó el bigote y las enormes patillas. Resiguió con los dedos sus enérgicas facciones. Algunas mujeres lo habían considerado bien parecido en su día; al menos Medianoche al parecer lo había juzgado así. Como siempre, Kelemvor se permitió recordar el rostro encantador de la maga, su cuerpo esbelto, pero sólo un momento.
Por último, se echó la guerrera sobre el hombro izquierdo y tanteó con los dedos el derecho para buscar el agujero de la guerrera y la herida abierta, sin sangre, que había debajo. Como siempre, el menor toque le hacía sentir un dolor penetrante en todo su ser. A Kelemvor no le importaba el dolor. Se había convertido para él en una especie de señal, una llamada a una parte de su espíritu que mantenía perfectamente a raya el resto del tiempo.
Por las compuertas abiertas de su mente afluyeron imágenes de los momentos últimos de Kelemvor como una marea de agua oscura, emponzoñada: la batalla contra Myrkul en la cima de la torre de Bastón Negro; la derrota del señor de los Huesos a manos de Medianoche; el gozoso regreso de Adon, al que habían creído muerto por Cyric, y el repentino y traicionero ataque de éste...
El dolor se difundió en oleadas por todo el cuerpo de Kelemvor. Un solo recuerdo, más nítido que todos los demás, cabalgaba la cresta de la amarga marea: Cyric riendo mientras clavaba el arma en la espalda de Kel.
—La hora ha terminado —se dijo Kelemvor—. Estoy dispuesto a hablar de ese bastardo de negro corazón, y de la venganza...
Donde Cyric añade un nuevo capítulo a su libro de las mentiras, el Perro del Caos sigue el paso de Kelemvor por la sinuosa senda de su vida y la torre de Bastón Negro se convierte una vez más en tema de grandes habladurías y especulaciones tanto en Aguas Profundas como en los reinos celestiales.
Rinda se frotó los ojos para combatir el sueño y apoyó el mentón sobre un codo. Al principio Cyric la había llamado a la tienda del fabricante de pergaminos todos los días cuando el sol estaba alto. Después había empezado a requerir su presencia a horas cada vez más intempestivas: al atardecer, a medianoche y ahora al amanecer. También pasaban días entre una y otra visita. No le había dictado ningún otro capítulo del Cyrinishad en casi diez días.
Presa del agotamiento y la depresión, la escriba dejó caer la cabeza una vez más sobre el escritorio de roble. El mal olor de la tienda escasamente ventilada, del agua fétida y de los cueros podridos no molestaba a Rinda lo más mínimo. Había llegado a acostumbrarse a esas cosas desagradables y también a los espías de la Iglesia que seguían todos sus movimientos, o a Fzoul y los demás conspiradores que se presentaban en su casa sin previo aviso.
Con poco entusiasmo, Rinda expulsó de su mente las ideas sobre la traición y sobre
La verdadera vida de Cyric
. Por un instante se preguntó qué pasaría si el señor de los Muertos descubría esas poderosas intenciones. ¿Acudirían en su ayuda la deidad de melodiosa voz que patrocinaba a Fzoul y todos los demás? Lo más probable era que la misteriosa deidad la matara antes de permitir que Cyric obtuviera de ella alguna información. Rinda jamás había rendido culto a ningún dios en particular, de modo que, de todas maneras, su alma acabaría en los dominios de Cyric y él obtendría la información que deseaba.
Con un hondo suspiro, Rinda cerró los ojos. El frescor del escritorio contra la frente le sentó bien. Sólo pensaba en esa sensación mientras se iba acercando al precipicio del sueño...
—Empezaremos cuando estés lista.
Rinda se irguió de golpe en la silla de respaldo alto. Cyric estaba a su lado con una sonrisa, burlona en las facciones demacradas y los brazos cruzados sobre un abrigo en el que llevaba bordado su propio símbolo sagrado.
—Puedo esperar si necesitas descansar —añadió con apenas un deje de sarcasmo—. No nos va a beneficiar en nada que te olvides de ponerle el trazo cruzado a la te o de coronar a la i con un punto. ¿Recuerdas que este libro tiene que ser perfecto?
—L-lo si-siento, magnificentísimo señor —se disculpó atropelladamente—. Es sólo que...
Cyric alzó una mano de largos dedos.
—No es necesario. Puede parecer que no tengo sentido del tiempo cuando te hago venir, pero realmente recuerdo cómo es eso de necesitar dormir.
Rinda observó al señor de los Muertos mientras se dirigía a la silla tapizada desde la que siempre dictaba su historia. Con un florido movimiento del capote color sangre, se sentó. Su camisa de cota de malla produjo un tintineo mientras apoyaba un codo en el brazo mullido y cruzaba un pie sobre el otro.
—¿Algo va mal? —preguntó.
—No —respondió la escriba demasiado rápido. Cogió la pluma y sujetó la esquina de un tétrico pergamino hecho de piel humana. Vigorosamente frotó la página y con un soplo eliminó los restos—. Lista, magnificentísimo señor —apuntó Rinda remangándose la blusa de seda y mojando la pluma.
—Esto no va a funcionar —afirmó Cyric—. Algo te atribula, querida Rinda, y eso puede afectar a la forma en que copies lo que tengo que dictarte esta hermosa mañana. —Apoyó los pies en el sucio suelo con un golpe y se inclinó hacia adelante—. ¿Acaso te molesta mi buen humor?
—Me sorprende —respondió Rinda tímidamente.
El Príncipe de las Mentiras juntó las manos de golpe.
—Ah, pero es que tengo motivos para estar contento —declaró—. La búsqueda de toda una década acabará hoy. Cuando se ponga el sol, el alma de Kelemvor Lyonsbane será mía. —Los ojos se le perdieron en una loca ensoñación, imaginando mil maneras horribles de recibir a la sombra tan añorada.
Rinda permaneció en silencio, a la espera de que la mente del dios volviera a la tienda de los pergaminos. Cuando notó que la chispa traviesa había vuelto a los ojos de Cyric, el dios de la Muerte la estaba mirando.
—Hay algo más —insistió—. Hay otra cosa que va mal.
El miedo hizo que a Rinda se le desbocara el corazón.
—Estoy... —Tragó saliva, tratando de despejar la garganta, pero no lo consiguió. Las mentiras le resultaban penosas, como si las palabras tuvieran puntas como clavos—. Es sólo que estoy cansada, magnificentísimo señor, y me siento... abrumada por la tarea.
Una lenta sonrisa apareció en los labios de Cyric.
—Nos sentimos impotentes, ¿verdad? —Se puso de pie y fue a colocarse frente a ella. Con un dedo le levantó el mentón hasta que sus ojos se encontraron—. ¿Es eso? ¿Es que te sientes como un peón?
A Rinda se le congeló el alma bajo esa mirada.
—Sí —susurró, aunque no sabía cómo había conseguido hablar.
Cyric se rió y su risa sonó a burla.
—De eso tú sola eres la culpable —dijo antes de reclinarse otra vez en la silla—. Te has rendido al Destino. Ni una sola vez has puesto una objeción a escribir este tomo.
—Pe-pero dijisteis muy claramente que me destruiríais si no escribía el libro para vos.
—Por supuesto —reconoció el Príncipe de las Mentiras—. Pero siempre serás un peón mientras tengas miedo a la muerte.
Rinda asintió y volvió a coger la pluma.