El señor de los Muertos permaneció de pie ante Rinda y la corta espada ceñida a su cadera latió al mismo ritmo que manaba la sangre de la herida de la escriba.
—¿Creías que no me daría cuenta de que el Encuadernador trataría de oponerse a mi libro?
Clavó la mirada en Fzoul con la cara desencajada por la furia.
—Ya sé que tú también estás metido en esto, clérigo. Y ahora que has alcanzado a ver mi grandeza, creo que deberías decirme lo que está tramando Oghma.
Rinda sintió que se le iba la vida, y con ella la voz. Sólo podía oír sin decir nada cómo Fzoul Chembryl contaba de qué modo Oghma se había puesto en contacto con él y con otros miembros de la clandestinidad con la esperanza de iniciar una revuelta contra el dios de la Muerte. El centro de este levantamiento sería
La verdadera vida de Cyric
, una historia pensada para desacreditar el malévolo libro que había ordenado preparar el Príncipe de las Mentiras. Como Rinda era escriba y no era devota de Cyric, el Encuadernador se vio obligado a proteger su mente de las siniestras influencias del
Cyrinishad
. La reclutó con la idea de que ella acabase el libro para que pudiese ser copiado y distribuido en todas las iglesias de Cyric.
Con dos golpes de
Godsbane
, el Príncipe de las Mentiras hizo astillas las tablas del piso que cubrían el escondite de los cuadernillos envueltos en piel de
La verdadera vida
.
—Supongo que éste vendría a ser el libro del Encuadernador.
Rompió el envoltorio y pasó las páginas de pergamino, deteniendo la vista aquí y allá para reírse con este o aquel pasaje. Finalmente lanzó al aire los cuadernillos para que se dispersaran.
—¡Ni siquiera es un texto mágico! —vociferó—. No me lo puedo creer. ¡El Encuadernador cree que me puede hundir con la verdad!
El Príncipe de las Mentiras se acercó a Rinda, deteniéndose justo al borde del enorme charco de sangre.
—Parece que el puñal entró más a fondo de lo que yo dije, señora mía. Pero yo ya sabía que iba a ser así. —Y sonriendo se agachó para miraría cara a cara desde más cerca—. Mentí, ¿sabes? Eso fue lo que hice.
Cyric pisó el charco de sangre manchando de rojo las punteras de sus botas.
—Pero no te estaba mintiendo acerca de tu destino si me traicionabas —aseveró sin entusiasmo—. Tengo preparado un lugar horrible para ti en el Hades. Mis engendros ya están esperando la llegada de tu alma.
Rinda vio cómo la habitación se volvía cada vez más borrosa alrededor de ella. Las formas y los colores se confundían, los sonidos se mezclaban en un persistente murmullo. De cuando en cuando alguna imagen entraba en su campo de visión: los diminutos y brillantes ojos de una rata desde su escondite bajo la tarima del piso, el revoloteo de una página manuscrita mientras caía al suelo, la comida que Cyric había conjurado que se cubría de gusanos. Luego se sumió en un mar de inconsciencia y tuvo la sensación de que la arrastraban cada vez más lejos de su casa, de su cuerpo...
—Otro trabajo bien hecho —se dijo Cyric mientras recogía su libro—. No habrá tiempo para que nadie más lo lea esta mañana, pero quiero que lo lleves al templo principal para que permanezca a salvo. En el servicio de la tarde leerás el capítulo final a los fieles.
Fzoul se inclinó al tiempo que recibía el pesado volumen.
—Como mandes, magnificentísimo señor.
—Bien, estupendo —respondió el Príncipe de las Mentiras con una creciente irritación en la voz—. La lectura será la parte final de la ceremonia, y debe terminar a la salida del sol. —Cyric hizo un alto y clavó la mirada en la coronilla de la cabeza inclinada de Fzoul—. Esto ya no es tan divertido como antes. A punto estuve de olvidar tu inútil indignación. Ah, bueno. No se puede hacer nada.
El señor de los Muertos echó una última mirada al cadáver de Rinda y se dispuso a salir.
—Reduce este lugar a cenizas —instruyó al clérigo mientras su encarnación desaparecía de la vista—. Utiliza el libro del Encuadernador para encender la hoguera.
Tan pronto como Cyric desapareció de la vista, Fzoul dejó el
Cyrinishad
sobre la mesa y corrió al lado de Rinda.
—¿Qué estás haciendo? —le chilló el libro.
De pronto, el tomo quedó rodeado por una cadena de plata que atenazaba la boca de la calavera como una mordaza.
—No era necesario que la hirieses de tal gravedad —soltó Oghma apareciendo en el centro de la habitación.
Miró al
Cyrinishad
para asegurarse de que se mantenía su conjuro y luego se dio la vuelta para acercarse a Rinda.
—¿Puedes salvarla?
Fzoul esbozó una sonrisa.
—Sé de sobra cómo apuñalar a alguien en el vientre para que tarde horas en morir —respondió, pero la voz que brotó entonces de sus labios era el silbido susurrante del señor de las Sombras—. Pero antes necesito desprenderme de este disfraz.
La sombra del clérigo se oscureció, se hizo más corpórea, como si la fuerza vital de Fzoul estuviera pasando de su cuerpo a las tinieblas. Entonces apareció, elevándose por encima del clérigo y de la escriba tendida en el suelo. Las sombras de la periferia de la habitación fluyeron hacia Máscara. Se concentraron en torno a él para formar su siempre cambiante capa.
—¿Conservas tu escudo protector sobre el lugar? —preguntó el señor de las Sombras.
—Si se molesta en mirar, Cyric verá a Fzoul preparándose para prender fuego a la casa —respondió el Encuadernador—. ¿Qué pasa con la sombra de Rinda? Cyric dijo que sus engendros la estaban esperando.
—Ya me he ocupado de ello —contestó Máscara con suficiencia.
Apartó a Fzoul a un lado y se arrodilló junto a Rinda. Cuando la tocó con la mano, se cortó la hemorragia y su cara blanca como la cera empezó a recobrar el color.
—Envié a un viejo amigo de Fzoul en su lugar. Recuerdas a lord Chess, ¿verdad? Creo que le gustará ser mujer por un instante; bueno le habría gustado si Cyric no hubiese planeado ese recibimiento tan desagradable para Rinda. —Mientras lo decía entrecerró los ojos y en su voz se notó un tinte de auténtica preocupación—. Más le vale no caer nunca en sus manos...
—No caerá —afirmó Oghma, y con toda delicadeza levantó a Rinda del suelo y la llevó hasta la mesa, que se transformó en una mullida camilla mientras él la depositaba encima—. Y tú, Fzoul, ¿cómo te encuentras?
Ahora el clérigo estaba tendido de espaldas, presionándose firmemente las sienes con los dedos.
—No lo sé —gimió—. No sabría decir si la presión que siento en la cabeza se va aliviar en algún momento.
—Se aliviará —lo tranquilizó Máscara—. Tenía que dejar que sintieras un dolor real, porque de otro modo Cyric podría haberse dado cuenta. Los gritos humanos tienen que ser fuertes para resultar convincentes.
—Devuélveme el cuchillo que voy a practicar contigo un momentito —lo amenazó Fzoul; luego se sentó lanzando un gruñido y finalmente se puso a examinar su nariz rota.
—Realmente has tenido suerte de que yo haya establecido ese artificio para defender tu mente —apuntó Máscara—. El libro habría hecho de ti otro seguidor descerebrado de Cyric.
Oghma volvió a echar una ojeada al libro. La calavera estaba tratando de desembarazarse de la cadena que le atenazaba la boca para poder avisar a su amo.
—Tenemos que encontrar alguna manera de destruirla.
—No, no debemos hacer eso —respondió Máscara, que parecía flotar cuando se acercó al patrono de los Bardos, animado por la intriga del día—. Cyric proveyó a este objeto de poderosas defensas, demasiado poderosas como para poder romperlas así por las buenas. No, lo mejor sería sacar el libro de la ciudad y ocuparse más adelante de él, después de la batalla.
—¿Qué batalla? —preguntó Fzoul—. Habéis dicho que Cyric no tiene intención de dejar que los gigantes ataquen la ciudad.
—Pero los dejaremos nosotros —afirmó el señor de las Sombras—. Esos brutos no van a dejar piedra sobre piedra de este lugar, y tú les vas a abrir las puertas de par en par, Fzoul. Dicho de otro modo, les vas a franquear la entrada a la ciudad.
El clérigo se enderezó la nariz y luego sacudió con fuerza la cabeza para librarse de las lágrimas de dolor que le resbalaban por las mejillas.
—Supongo que, como siempre, no tengo otra elección.
—Siempre tienes la posibilidad de elegir —replicó Oghma.
Máscara se apoyó en el hombro del clérigo.
—Por supuesto que la tienes —le susurró al oído—. En este caso, o bien nos acompañas o le hacemos saber a Cyric que el libro no te afectó en absoluto. Estoy seguro de que lo hará mejor la próxima vez.
—¿Qué tengo que hacer? —se resignó Fzoul dejando escapar un suspiro y poniéndose de pie.
—Mañana te dirigirás a los fieles tal como lo desea Cyric —empezó diciendo Máscara, que daba vueltas alrededor de Fzoul a medida que hablaba, como si fuera una lechuza al asedio de un ratoncillo de campo que se mueve nerviosamente en la oscuridad—. Con la única diferencia de que les vas a leer la parte final del libro de Oghma. Ésa donde cuenta cómo nuestro Príncipe de las Mentiras trata de engañar a la ciudad. Cuándo todos oigan de qué modo creó Cyric la amenaza..., bueno, más de uno resultará amargamente decepcionado con respecto a su aspirante a salvador.
—Eso no atraerá a los gigantes a la ciudad —aventuró Fzoul—. No hará más que acabar con mi vida. ¿Acaso no has pensado en que Cyric estará escuchando la ceremonia?
—Sabemos que no prestará (en realidad no podrá prestar) mucha atención a lo que tú digas, Fzoul Chembryl —lo tranquilizó Oghma mientras reunía las páginas esparcidas de
La verdadera vida
y se las entregaba al clérigo—. Cyric necesita la confianza desesperada de la ciudad para potenciar un conjuro. Ése es el verdadero motivo de la ceremonia de la puesta del sol: concentrar ese poder. Pero para usarlo debe meditar, centrar todas las facetas de su mente en el grial de su búsqueda.
—El alma de Lyonsbane —murmuró Fzoul.
—Exactamente —confirmó Máscara—. En otras palabras, cuando hagas tu breve lectura a la muchedumbre reunida, Cyric tendrá los ojos cerrados.
Fzoul igualó los cuadernillos y los dejó sobre una silla.
—Y en ese momento tú inicias la revuelta en la Ciudad de la Lucha. —Mientras lo decía empezó a tamborilear nerviosamente con los dedos sobre las páginas de
La verdadera vida
—. Sigue sin gustarme eso de salir al exterior.
—Estaré allí para protegerte —se ofreció Máscara con una amabilidad exagerada—. Si aceptas mi sagrado símbolo, Fzoul, te serviré bien. Después de todo, hace diez años que Bane está muerto y tú sigues llorándolo. ¿No sería ya hora de que siguieras adelante con tu vida?
—Tal vez —respondió el clérigo pasando al lado de Máscara para recoger el último cuadernillo esparcido por la habitación—. Veremos dónde nos encontramos mañana a la caída del sol, señor de las Sombras.
—Todavía queda el asunto del
Cyrinishad
—recordó Oghma con voz sombría.
—Yo lo llevaré —se ofreció Rinda con voz apagada—. Yo soy la redactora de esa maldita cosa. Debo ser yo la que se entienda ahora con este asunto.
Rinda hizo grandes esfuerzos para sentarse mientras se apretaba el estómago con una mano para aliviar las punzadas.
—Eso es absurdo —protestó Fzoul—. ¿Cómo piensas guardarlo?
—Supongo que sería más oportuno elegirte a ti para que lo hicieras —retrucó la escriba—. Oghma, no puedes permitir que un artefacto tan poderoso como éste caiga en manos de los zhentarim. Tratarían de aprovecharse de él para conseguir sus propios fines, y ambos sabemos que sólo se puede usar para destruir el verdadero conocimiento.
—Pienso que la cuestión está zanjada —sentenció el dios del Conocimiento, y Máscara no lo contradijo.
El Encuadernador alargó a la escriba un reluciente símbolo sagrado. El pequeño rollo estaba tallado en un diamante de gran pureza y se ajustó perfectamente a la palma de la mano de ella.
—Ahora eres la guardiana del
Cyrinishad
—dijo Oghma solemnemente—. Este símbolo sagrado te identificará ante todos los que son de mi confianza. Mis iglesias y monasterios te darán asilo y los señores del Conocimiento te proporcionarán alimentos y dinero cuando los necesites.
—Tus clérigos no serán capaces de ocultarla de Cyric —intervino Fzoul con sarcasmo—. Y a menos que pienses destruirlo con esta pequeña revuelta, vendrá a buscar su libro tarde o temprano.
Oghma asintió.
—Tampoco a mí se me oculta esa posibilidad. Mientras lleves contigo este símbolo sagrado y permanezcas en los reinos mortales, Rinda del Libro, tú y el tomo seréis invisibles para todos los dioses y sus divinos secuaces.
Ante la mirada de preocupación que observó en los ojos de Rinda, el Encuadernador asintió con un movimiento de la cabeza.
—Incluso para mí. Es la mejor solución.
La escriba se puso de pie.
—Gracias —murmuró.
Tímidamente, trató de coger la mano del dios. Oghma le permitió apretar sus negros dedos, pero luego se llevó a los labios la mano de la escriba y la besó.
—En mi palacio tendrás un lugar de honor esperándote.
Después de haber deslizado la cadena alrededor del cuello de Rinda, Oghma se volvió hacia Máscara.
—Vamos, señor de las Sombras. Tenemos mucho que hacer.
Y en ese instante desapareció.
Máscara permaneció allí un poco más.
—Recuerda lo que te he dicho, Fzoul. Mañana estaré allí si decides llamarme.
El clérigo avanzó torpemente.
—No puedes permitir que el Encuadernador ponga en peligro el libro.
—¿Ponerlo en peligro, dices? —inquirió el señor de las Sombras mientras sus ojos rojos chispeaban jocosamente.
—Ella no pudo siquiera desviar un simple puñal —siguió Fzoul, enrojecida la cara por debajo de sus ensombrecidos ojos—. ¿Cómo va a protegerse de la espada de un asesino? Justamente, Cyric es el señor de los Asesinos. Todos los del mundo acuden a su llamada.
Máscara miró en derredor asombrado al comprobar que no podía ver ni a la escriba ni al libro.
—El puñal que se clavó en su carne hace un momento estaba guiado por un dios, Fzoul, no por un mortal. A pesar de ello, estuvo muy a punto de evitar la puñalada. ¿Habrías podido hacer tú lo mismo?
El clérigo no se dio por vencido tan fácilmente.
—La próxima espada con la que se encuentre podría ser
Godsbane
. Cyric mató a dos dioses con ella. ¿Qué posibilidades tiene una escriba contra eso? Al menos yo tengo mis conjuros para protegerme.