Al unísono, los dioses se volvieron y encontraron a Máscara de pie en el extremo del pabellón. La oscuridad se aferraba a él en leves volutas, pasando por encima de su brillante envoltorio mágico como nubes sobre una luna llena. Llevaba las manos cubiertas por unos guantes negros y una máscara perfectamente ajustada le ocultaba las facciones. Sólo sus ojos resultaban visibles, dos pozos de destellos rojos que se llenaban cuando él hablaba.
—¿Debo colocarme junto al otro conspirador? —preguntó con una sinceridad sospechosa. Sin esperar respuesta, el señor de las Sombras se deslizó con gracia felina junto a Mystra y se colocó al lado de Cyric.
—Escucha nuestra petición, gran y sabio señor supremo —empezó Tyr sin preámbulos—. Buscamos tu sabiduría.
Los demás dioses se hicieron eco de la evocación, repitiéndolo una y otra vez. Sus voces fueron creciendo en intensidad y las palabras se volvieron más estridentes. Siguieron
in crescendo
hasta aullar como posesos, todos menos Cyric, que permanecía mudo y taciturno en medio de la barahúnda.
Mystra hizo un gesto de contrariedad ante la discordia, sin embargo, una parte de ella gozaba con la estruendosa cacofonía y se fortalecía. Sumó su voz a los gritos de los demás hasta que notó que el Pabellón de Cynosure se estremecía. El laboratorio que su mente había montado como fachada sobre el lugar empezó a alabearse y por fin se deshilachó como un tapiz raído. Las mesas se fundieron y a continuación lo hicieron el techo y las paredes. El suelo fue lo último que desapareció tragado por una niebla de irrealidad.
Los dioses se encontraron rodeados por un vasto mar de vaciedad. Las plegarias de los adoradores de Mystra se desvanecieron en la mente de la diosa transformándose en gritos distantes, débiles, mientras una parte cada vez más extensa de su conciencia quedaba sumida en el vacío. El mundo mortal se convirtió en un oasis desierto visto a través de una bruma caliente, blanda y cambiante, más fantasmagórica que real. Entonces, de repente, el mar de vaciedad se transformó en un cielo poblado de un millón de estrellas. Y desde cada uno de los puntos de luz empezó a radiarse un espectro de matices sutiles, de otro mundo y un coro de terroríficas voces celestiales.
«Mantenedores del equilibrio, me habéis invocado innecesariamente».
Las palabras se insinuaron en la mente de Mystra exigiendo la atención de todas las facetas de su divino intelecto. La diosa se tambaleó ante la fuerza del millón de voces severas que la reconvenían, ante el sinnúmero de destellos feroces que poblaban la oscuridad en torno a ella.
«Debéis saber ahora que es cierto que Cyric y Máscara mataron a Leira
—tronó la voz—.
Sin embargo, no han hecho nada ajeno a sus naturalezas. Cyric es señor del Asesinato, de modo que lo suyo es tratar de segar incluso las vidas de los dioses. Máscara es el señor de la Intriga, con lo cual corresponde a su naturaleza tratar de ocultar esos hechos».
La fachada del laboratorio de un mago empezó a alzarse nuevamente ante Mystra, y las voces de sus fieles se hicieron más vigorosas. Las estrellas se desvanecieron dejando imágenes residuales impresas en su mente. Ao hizo una última advertencia plena de oscuros portentos:
«Es vuestra responsabilidad oponeros a Cyric, del mismo modo que la suya es destruiros si fracasáis. Así funciona el equilibrio».
Mystra supo que esas palabras estaban dirigidas más directamente a ella que al resto de los dioses del panteón.
En el centro del pabellón, Cyric cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Hay algo más? —preguntó con gesto torvo.
Tyr dio un paso hacia el señor de los Muertos y alzó un puño amenazante.
—Se hará justicia sobre este crimen.
—¿No has oído a Ao? —respondió Cyric con desdén—. No hubo ningún crimen. Leira murió porque así lo quise. —Sacó a Godsbane y apuntó con ella al dios de la Justicia—. Cualquiera de vosotros podría ser el siguiente. Ése es el papel que me ha sido asignado en el equilibrio: eliminar a los débiles de este patético panteón.
Fiel al deber, Torm se interpuso entre Godsbane y su patrono. Una espada apareció en su mano, de plata reluciente y tan afilada como para cortar un arco iris en bandas separadas de color. Dio unos golpecitos a la espada a modo de advertencia contra Godsbane y a continuación afirmó los pies en una postura de combate.
—No caeremos tan fácilmente como Leira.
Máscara hizo una mueca al ver que las espadas de ambos dioses se cruzaban.
—Éste no es momento, Cyric —aconsejó—. No abiertamente, cuando son tantos los que se enfrentan a ti.
—Muy propio de un auténtico cobarde —dijo Torm con desdén—. También podrías probar suerte ahora, Máscara. De ahora en adelante estaremos vigilantes ante vuestras traiciones.
Dejando la pluma y el pergamino en la mesa que tenía ante sí, Oghma alzó ambas manos dirigiéndose a Cyric y a Torm.
—No podemos hacer regresar a Leira, pero tal vez podamos llegar a una especie de acuerdo. Libera las almas indebidamente apresadas y nosotros...
Cyric se rió con acritud.
—Haré lo que me venga en gana con Gwydion el Veloz. Puede que lo suelte o puede que lo someta a la tortura eterna —lentamente bajó la espada y la envainó—, pero ninguno de vosotros influirá en su destino. Hasta ahora he recibido bien a algunos de vosotros o de vuestros emisarios en mis dominios. A partir de ahora la Ciudad de la Lucha queda totalmente vedada al panteón.
—Preguntaste antes qué podíamos hacer contra ti y contra tus crímenes —dijo Mystra. Sus palabras eran más cortantes que la espada de Torm—. Tengo la respuesta para ti, y también para ti, Máscara. Como diosa de la Magia, os prohíbo que recurráis al tejido mágico.
—¿Qué? —chilló Cyric—. ¡No puedes negarme la magia! Debo responder a las plegarias de mis fieles, y la Ciudad de la Lucha...
—Eso no me concierne —lo interrumpió Mystra—. Tus secuaces pueden seguir utilizando la magia, y a tus fieles les están garantizados los conjuros, pero tú, Cyric, no puedes recurrir a la magia en absoluto.
Máscara bajó la mirada para que Mystra no pudiera ver el brillo rojizo de sus ojos.
—Yo actué llevado por mi maldita naturaleza, señora. No puedo por menos que planear intrigas y ampliar el espacio para los ladrones en el mundo. ¿No hay modo de que pueda escapar a este castigo?
—Pon fin a tus alianzas con Cyric —dijo Mystra sin tardanza—. Promete que no volverás a ayudarlo.
El señor de las Sombras replicó con igual prontitud.
—Por supuesto, señora.
—Cobarde bastardo —le gritó Cyric.
Hizo un intento de lanzarse contra Máscara, pero Mystra hizo un gesto grandilocuente y una reverberante muralla de fuerza le bloqueó el paso. El señor de los Muertos chocó contra ella y el envoltorio de magia que lo rodeaba empezó a desvanecerse. El brillo fue abandonando sus ropajes como si fuera agua. La magia desactivada formó un charco en el suelo del pabellón antes de desvanecerse, evaporándose en el aire como una lluvia de verano.
Cyric se llevó las manos a la cabeza y gritó de rabia y de impotencia. Las facciones se le volvieron borrosas y en su cabeza se visualizaron tres docenas de rostros diferentes que gritaban viles maldiciones respondiendo a las preguntas de sus secuaces y se filtraban en las pesadillas de hombres y mujeres por todo Faerun. Atónito por su repentina pérdida de poder, el señor de los Muertos había perdido el control de sus innumerables seres. Brotaban de su cuerpo como excrecencias cancerosas, lanzando oscuros juramentos y chillando de furia.
Durante un rato, el resto del panteón observó fascinado y horrorizado mientras Cyric procuraba recuperar el control. Cuando finalmente consiguió dominar las encontradas facetas de su mente, ya no tenía el aspecto de hombre delgado, de nariz aguileña, que Mystra había conocido durante la búsqueda de las Tablas del Destino. Tenía la piel llena de verrugas y se había transformado en una roja superficie coriácea. Los músculos abultaban sobre su cuerpo enjuto, y debajo de la carne se le formaban cordones de acero. En la demacrada cara, casi esquelética, resaltaban unos ojos que ardían como soles oscuros con una malicia infinita.
—Sin la magia, todas tus encarnaciones tendrán este odioso aspecto —dijo Mystra—. Acepta la voluntad del Círculo y otra vez podrás ocultarte.
—¿Aceptar la voluntad del Círculo? —repitió Cyric con voz sepulcral—. El
Cyrinishad
pondrá de rodillas a todo este panteón. —Sonrió con crueldad y apuntó a Mystra con un dedo sarmentoso—. Pero mientras espero a que mis secuaces mortales terminen el libro, buscaré el alma de Kelemvor Lyonsbane. Su sufrimiento será tu recompensa particular, Medianoche.
El dios de los Muertos dio una palmadita a la espada rosácea que colgaba de su cinto y rió entre dientes.
—¿Me dejas a Godsbane? Es una amabilidad sorprendente por tu parte.
—No voy a destruir algo hecho con el tejido por el mero hecho de que sea tuyo. Además, te resultaría difícil enfrentarte a un soldado mortal diestro en las lides de la guerra sin tener algo que te proteja. —Mystra le devolvió la cruel sonrisa—. Ahora, si lo pides con la amabilidad debida estoy segura de que alguno de los demás poderes se prestará a transportarte de vuelta al Reino de los Muertos, a menos que te apetezca andar.
Talos dio un paso adelante no muy decidido esperando un gesto de aprobación de Mystra. La diosa de la Magia hizo un gesto afirmativo y el Destructor cogió a Cyric del brazo y desapareció.
—No puedes mantener esta prohibición durante mucho tiempo, señora —susurró Oghma tan pronto como Cyric se hubo marchado—. Si perdiera el control del Reino de los Muertos...
Mystra se volvió hacia el dios del Conocimiento.
—Precisamente por eso le dejé la espada —dijo con aire ausente—. Puede mantener su poder con eso, pero no podría dañarnos a ninguno de nosotros. Eso nos dará tiempo para proteger nuestras casas de su próximo asalto. —La diosa de la Magia hizo una rápida reverencia y se disculpó antes de desaparecer del Pabellón de Cynosure en medio de un estallido de luz blanquiazul.
Volvió a la sala del trono situada en el corazón de su magnífico palacio. Allí, Mystra ocultó el rostro entre las manos para apartar de su mente una imagen aterradora. Sabía que era inútil. Hasta el fin de los tiempos esa visión horrible la atormentaría.
En el instante previo a la desaparición de Cyric del pabellón, Mystra se había deslizado en su mente en la esperanza de conseguir un atisbo de su retorcida perspectiva. El contacto fue breve. El espíritu siempre vigilante de Godsbane había detectado la presencia de un intruso y había proyectado una masa informe y rojiza de maldad. Sin embargo, antes de retirarse, la diosa de la Magia vio por un momento el mundo tal como lo contemplaba el dios de los Muertos.
Una roja niebla de dolor se mezclaba con nubes negras de conflictos y desesperación. En el centro de este caos arrollador estaba el Príncipe de las Mentiras. El Pabellón de Cynosure no tenía más rasgos que ésos, y los dioses y diosas carecían de rostro o de forma. Hablaban con la voz de Cyric, y sus palabras llegaban a éste como comentarios ingobernables provenientes de su propia mente. Estaba absolutamente solo.
Donde el Príncipe de las Mentiras descubre claves de muchos tipos, y Gwydion el Veloz aprende que incluso un muerto tiene cosas que temer en la Ciudad de la Lucha.
Cyric estaba sentado con aire meditabundo en la inmensa sala del trono del Castillo de los Huesos reviviendo mentalmente una y otra vez la humillación a que lo había sometido Mystra. Cada vez que llegaba al momento en que la diosa le había negado el contacto con el tejido, Cyric imaginaba alguna versión terriblemente distorsionada del hecho real. En una hacía trizas el escudo arcano de Mystra y la mataba con
Godsbane
, añadiendo así el título de dios de la Magia a los que ya poseía. En otra, el propio tejido se revolvía contra la diosa. Había una en la cual los dioses del caos se lanzaban contra ella como una manada de lobos con hambre invernal. El propio Ao se manifestaba en otra versión para impedir que ella abusara tan flagrantemente de su poder...
Las variaciones eran interminables, y en algunos recovecos oscuros de la mente de Cyric algunas germinaban en un marasmo de decepción y fantasía. En cuestión de días, o meses, o años, según la forma de medir el tiempo en los reinos mortales, estas nociones se transformarían en falsos recuerdos. Los asquerosos pensamientos se batirían con la verdad, enredarían en ella sus zarcillos como hojas sorbiendo su vitalidad. Entonces, esas mentiras pasarían a ser los únicos recuerdos de la reunión y la transformarían en un triunfo.
—Glorioso —musitó Cyric, viéndose cubierto hasta los codos con la sangre de Mystra. Casi sentía en los labios el regusto del líquido carmesí.
«La venganza será tuya, amor mío
—ronroneó
Godsbane
. El espíritu de la espada latía dentro del vertiginoso caos de los pensamientos de Cyric—.
Sólo hay que esperar a que pongas en marcha tus planes».
—¿Eh? —farfulló Cyric—. ¿Mis planes?
«Encontrar a Kelemvor. Acabar tu libro».
El Príncipe de las Mentiras acarició el pomo de su espada.
—Ahora mismo cien planes están en marcha, mil agentes están actuando...
Su mente se disparó al pensar en los monstruosos asesinos a los que había mandado para atacar a los clérigos de Mystra en Sembia. Seguían el paso a los colaboradores de Mystra desde debajo de la tierra, bajo la forma de topos mutantes, y desde los cielos, como buitres humanos. Otros grupos buscaban en el Plano del Olvido a los fieles de Mystra. Los empujarían hacia la Ciudad de la Lucha antes de que los maruts pudieran escoltarlos hasta el paraíso. En Zhentil Keep, la búsqueda de un nuevo copista casi había llegado a su fin. Los soldados habían descubierto el paradero de la hija de Bevis a través de un fabricante de pergaminos. Era cuestión de horas que se pudiera reiniciar la escritura del nuevo
Cyrinishad
. También había otros planes: profanar el altar de Torm en Tantras, desbaratar los ritos sagrados de Tyr en Suzail, traicionar a los agentes de Máscara en la guardia de la ciudad de Aguas Profundas...
Y en todos los templos dedicados a Cyric, los aquelarres de devotos, círculos de clérigos y poderosos magos buscaban el alma de Kelemvor Lyonsbane.
Desde hacía una década, Cyric había dirigido la magia de sus fieles a esta tarea. Estaba poco convencido de que los mortales encontraran el alma errante, ya que sólo una deidad podía tener tanto poder como para proteger a Kelemvor durante tanto tiempo. Sin embargo, todos los oráculos, todos los sacerdotes que escrutaban en busca de la sombra escondida, ponían a prueba el poder del engañoso dios. Ahora el número de buscadores se había incrementado al sumarse los fieles de Leira.