—Fueron necesarios todos los dioses unidos para encerrarme aquí, señor de las Cuatro Coronas. Y cuando haya vuelto a probar las almas de los salvados, tendré más carne sobre estos huesos de la que tú puedas arrebatarme jamás.
Antes de que Kezef pudiera reaccionar, la punta de
Godsbane
estaba firmemente plantada contra su hocico.
—Con esta espada, he derribado a dioses, maldito.
—Es realmente una espada poderosa. —El Perro del Caos retrocedió hasta que su espantosa forma quedó otra vez envuelta en la oscuridad. Por un momento, Kezef estudió la espada de luz rojiza hasta que una chispa de vago reconocimiento surgió en sus ojos—. ¿Cómo se llama?
—Esta espada ha sorbido la vida de cuatro dioses —mintió Cyric, con una sonrisa de orgullo—. Y ya ha probado la sangre de otro más —su voz se convirtió en un susurro lleno de odio—. Yo la llamo
Godsbane
.
—
Godsbane
—murmuró Kezef enigmáticamente—. Es un buen nombre, creo. Un nombre muy adecuado.
Cyric pasó por alto el comentario por adulador y se dedicó a estudiar la cadena forjada por el dios de los Oficios. Abandonó la idea de arrancar el anclaje, empotrado a mucha profundidad bajo tierra. Evocando toda la furia y la frustración que le producía que Kelemvor hubiera logrado burlarlo durante diez largos años, el Príncipe de las Mentiras asestó un fuerte golpe con
Godsbane
sobre un único eslabón.
Dio la impresión de que la espada se resistía a dar el golpe, pero la resistencia no bastó en modo alguno para parar la furia de Cyric. Como si hubiera sido de porcelana, el eslabón se partió. El golpe también acabó con un encantamiento que contrarrestaba el aura pestilente de la fiera; de su garganta salió un olor a óxido y putrefacción que se expandió por su collar y por el resto de la cadena.
Kezef echó la cabeza hacia atrás y aulló de regocijo. La inútil cadena se deslizó de su cuello cayendo al suelo. El Perro del Caos estaba libre.
* * *
Nueve Mystras idénticas recorrieron los planos a toda velocidad hacia las cortes de los otros poderes mayores. Todas ellas difundieron la noticia de que Cyric estaba tratando de liberar al Perro del Caos, que el estragador de los cielos pronto estaría libre para atacar a las almas de los Fieles. Hasta los verdes campos del Elíseo y las inhóspitas planicies del Hades, el revuelto caos del Limbo y el tranquilo orden de las Siete Montañas del Bien y la Ley, la diosa de la Magia propagó la advertencia y rogó que los dioses del Círculo se unieran a ella contra el Príncipe de las Mentiras.
Al plano conocido como Concordant, llegó Mystra en busca de Oghma el Encuadernador. Ese lugar era la encarnación del equilibrio entre la ley y el caos. Dominios infinitos de los dioses se extendían en bandas circulares a partir de un centro fijo. Un momento, el centro de Concordant parecía un árbol gigantesco que se alzaba sin fin, un instante después, era una columna de mármol perfectamente tallada o una columna arremolinada de nubes que escupía relámpagos y truenos resonantes. Y aunque su forma cambiaba incesantemente, su ubicación se mantenía fija, un punto inmóvil en el centro del plano maleable.
Seres del reino de cada dios y de todos los mundos mortales posibles viajaban a Concordant en busca de conocimiento, de poder o de habladurías. Los mercados donde estos buscadores se reunían eran un hervidero de moradores y de ángeles que vendían oscuros secretos y guía divina. Magos poderosos intercambiaban encantamientos o raros componentes de conjuros en las escalinatas de templos magníficos. Pactos sagrados eran cerrados por paladines codo con codo con asesinos que rompían juramentos en edificios que no tendrían el mismo aspecto una hora después, aunque permanecieran en el mismo lugar.
Y en medio de este caos ordenado estaban la casa y las tierras de Oghma, Patrón de los Bardos, dios del Conocimiento. Cuando Mystra se presentó ante las puertas abiertas del enorme palacio, no la tomó por sorpresa que el lugar tuviera una fachada que no había visto jamás.
La Casa del Conocimiento parecía un palacio de las tierras desérticas de Zakhara. Una alta verja hecha de delgadas varillas de hierro rodeaba el lugar. Las varillas se curvaban y retorcían en dibujos deliciosamente intrincados de aspecto frágil pero resistentes incluso a la embestida de los gigantes más poderosos. Al otro lado de las puertas abiertas se extendía un estanque alargado, azul, al que iban a dar las aguas de fuentes que se alimentaban de la corriente fría y tranquila del río Oceanus. El agua reflejaba el pórtico con columnas de la palaciega morada de Oghma, sus altos y esbeltos minaretes y sus bóvedas anchas en forma de hongo.
Mystra atravesó corriendo el patio, dejando atrás a grupos de eruditos que trataban de dilucidar los aspectos más sutiles de una u otra complicada teoría. También había por allí bardos de brillantes vestimentas que competían por la atención de los transeúntes. Los visitantes que acudían a la Casa del Conocimiento abrían paso a la diosa al darse cuenta de lo urgente de su misión. Un ángel del dios enano Berronar hizo una reverencia a la señora de los Misterios, rozando el suelo con su barba de alabastro y plegando con particular gracia las cortas alas de hierro sobre los fornidos hombros. Al lado del venerable espíritu enano un señor tanar'ri inclinó bruscamente la cabeza. El engendro del abismo tenía el cuerpo y las alas de una enorme mosca, además de facciones vagamente elfas y un par de manos humanas. En una de esas manos sujetaba un rollo de pergamino donde estaban plasmados detalladamente los planes de batalla de un señor de la guerra rival.
Las puertas que daban acceso al palacio de Oghma estaban abiertas, como siempre. La diosa entró presurosa en el oscuro vestíbulo, bajo un cielo abovedado en el que estaba inscrita la lista interminable de los fieles residentes en el palacio. A derecha e izquierda había sendas escaleras que conducían a las habitaciones reservadas a las sombras de los eruditos y bardos santificados de Oghma.
—La conjunción estelar debe ser realmente propicia para traerte hasta mi casa —anunció la voz melodiosa de Oghma llenando toda la estancia.
El dios del Conocimiento estaba enmarcado por el arco ornamentado que daba paso al vestíbulo a su salón del trono-biblioteca. Sus ropajes coincidían con el aspecto exótico del palacio: un caftán suelto, ceñido a la cintura por una faja de la más pura seda azul cielo; babuchas de punta aguzada y curva y un turbante de sultán sujeto con un broche cuyo centro era un zafiro del tamaño del puño de un enano. En la mano izquierda llevaba una reluciente hoja de pergamino trabajado con luz de luna.
—No se trata de una visita social —respondió Mystra sin preámbulos—. Los fieles de todos los dioses están en peligro.
La ancha sonrisa de bienvenida de Oghma se transformó en gesto de preocupación.
—Estás herida —dijo señalando con un dedo cargado de anillos los arañazos brillantes de las manos y hombros de Mystra—. ¿Fue Cyric?
—Sí, pero no te preocupes. No es nada que no puedan curar unos instantes de meditación. —Cogió al Encuadernador por un brazo—. Debemos movilizarnos, y rápido. Dejé a ese bastardo en el Pandemonium, ante la pared de la prisión de Kezef.
—Entonces está loco realmente —se oyó un leve susurro...
Al volverse, Mystra se encontró a Máscara de pie junto a ella. El patrono de los Ladrones estaba envuelto en una manta de sombras y su rostro se ocultaba tras una máscara negra que no le ajustaba bien.
»He oído rumores de una batalla en el Pandemonium cerca de la prisión de Kezef. Confiaba en que no fueran ciertos. —Sus ojos rojos se entrecerraron acompañando a una lúgubre inclinación de cabeza—. He esperado una ocasión para deshacer la ayuda que una vez le brindé al Príncipe de las Mentiras. Tal vez ahora pueda prestar un servicio al resto del panteón...
—Estoy segura de que estás ansioso de ayudar —replicó Mystra secamente—. Lo mencionaré al resto del Círculo.
Máscara repitió la inclinación de cabeza.
—Como desees, pero no te olvides de que el Perro del Caos devorará tanto a los honorables ladrones en los callejones oscuros de mis dominios como a los sabios en tu castillo de magia construido con materia del tejido. Estoy seguro de que todos los dioses querrán abatir a Kezef antes de que vuelva a ser poderoso. Deberíamos...
Oghma apoyó una mano en el hombro de Máscara.
—Mystra tiene razón. Ésta es una cuestión que le compete al Círculo. —El dios del Conocimiento le alargó el pergamino reluciente—. Aquí está la información que me solicitaste. Como pago por ella, deberás guardar silencio sobre el Perro del Caos hasta que el Círculo haya tenido ocasión de hablar de la cuestión.
—Espera —dijo Mystra—. Deberían ser advertidos los poderes intermedios y menores para que puedan poner guardias en sus fronteras.
—En su debido momento, señora —replicó Oghma—. Sólo conseguiremos que cunda el pánico entre ellos si no acompañamos la advertencia con un plan de ataque. —Se volvió hacia el señor de las Sombras—. Si en el futuro necesitas más textos arcanos, Máscara, apreciaría la oferta de algún conocimiento perdido de igual oscuridad a cambio. Estoy seguro de que tus súbditos a veces descubren volúmenes útiles al desenterrar monedas en tiendas largo tiempo olvidadas.
—Tienes razón. El robo no es una labor honesta, no si se la compara con la copia de las palabras de otros en algún monasterio perdido —dijo Máscara. Su voz normalmente amable estaba ahora cargada de desdén. Cogió el pergamino en sus manos enguantadas y desapareció en las sombras del arco.
Mystra frunció el entrecejo consternada.
—Tenías razón cuando hablaste en el Pabellón de Cynosure. No eres un adulador. ¿Por qué insultarlo de esa manera? El Círculo necesitará su ayuda contra Cyric y Kezef.
—Mi casa está abierta a todos —replicó Oghma sin entusiasmo—, pero por su naturaleza, Máscara trata de oscurecer, de recubrir las mentes con las sombras de la ignorancia. Jamás ha habido paz verdadera entre nosotros. —Desechó la cuestión con naturalidad estudiada—. Veamos, ¿qué pasa con Kezef?
Mientras pasaban bajo el arco hacia el salón del trono de Oghma, Mystra le explicó lo que había sucedido en el Pandemonium. La biblioteca que ocupaba el centro mismo de la Casa del Conocimiento era infinita, con estanterías que llegaban hasta donde la vista —mortal o inmortal— podía abarcar. Los fieles del Encuadernador llevaban milenios catalogando toda la información que habían adquirido en vida. Otros hacían un seguimiento minucioso del siempre creciente volumen de conocimiento de la biblioteca. Las sombras de bardos y escritores estudiaban estos volúmenes de oscuro conocimiento y destilaban los hechos en canciones y relatos brillantes, tan cautivantes como esclarecedores.
Siguiendo el estilo de la fachada zakhariana del palacio, la biblioteca estaba amueblada con refinamiento exótico. Las sombras se desplazaban de una estantería a otra en alfombras voladoras balanceando precariamente pilas de libros en los brazos. Los lectores estaban reclinados sobre lujosos montones de cojines. Pequeños duendes del aire conocidos como djinnlings se escurrían entre los patronos. Estos personajes azules hacían que se cumplieran todos los caprichos de los eruditos reunidos allí, como escribir notas, traer comida y bebida o buscar entre innumerables tomos de valor incalculable.
—Hiciste bien en huir —declaró Oghma. Se acomodó en el trono ornamentado de alto respaldo y a continuación se removió inquieto—. Espero que pronto cambie este mobiliario. El escenario es demasiado chillón para mi gusto. Tiene muchas cosas que distraen a mis fieles de su trabajo...
Mystra hizo un gesto negativo a un genio que traía una jarra de ambrosía.
—El resto del Círculo está discutiendo la cuestión conmigo en este momento —dijo, y dibujó un enigmático signo en el aire. Protecciones invisibles surgieron en torno a los dos dioses, guardándolos de oídos indiscretos o de magia de escudriñamiento—. Me gustaría decirles que estás dispuesto a dar un golpe contra Cyric en cuanto hayamos recapturado al Perro del Caos.
—Proporcionaré toda la información que pueda sobre Kezef —prometió el Encuadernador—. Y si el resto del panteón me da algunos pequeños datos que busco, participaré de buen grado en la captura de la bestia.
—No esperaba menos —reconoció Mystra—. También los demás piden concesiones. Supongo que podremos encontrar algún medio.
—Ajustándonos a derecho, no podemos encerrar al Perro a menos que ataque a alguno de los fieles de los dioses. Aun cuando eso suceda, no cuentes con un acuerdo demasiado rápido —la advirtió Oghma—. La última vez que capturamos a Kezef nos llevó casi un año de tiempo mortal cerrar el pacto. El problema siempre es Talos. Está empeñado en volar la luna y, bueno, ya has estado en suficientes consejos como para saber cómo se pone...
Aunque procuraba por todos los medios contener su enfado, Mystra se puso roja.
—Y Talos dice que Lathander será el poco razonable —farfulló—. Mira, no tenemos un año. Si Cyric liberó a Kezef, debe de ser porque tiene prevista alguna misión para la bestia. El próximo invierno será demasiado tarde para poner coto a sus planes, sean cuales sean.
—Cyric es una cuestión totalmente distinta, señora —apuntó el patrono de los Bardos con tono enormemente sombrío—. Te portaste valientemente al enfrentarte a él en la reunión del Círculo, pero me temo que mi opinión sobre esa cuestión no se ha modificado. Sería una tontería por tu parte o por la mía atacar abiertamente. De hecho, deberemos ser cautos si queremos evitar una guerra en los cielos y una catástrofe en los reinos mortales.
—¿Cautos? —se burló Mystra—. ¿Vas a quedarte sentado sopesando tus opciones mientras Cyric suelta al Perro del Caos en tu patio? ¿Y si asediara esta biblioteca? ¿Serías cauto entonces, Oghma?
—Entonces no sería cuestión de paciencia, señora —dijo el Encuadernador. El eco de su voz había pasado a un tono bajo y amenazador—. El libro que está tratando de crear amenaza a la difusión del verdadero conocimiento, de modo que estoy haciendo lo que puedo para impedirlo. Pero por el momento, el señor de los Muertos no ha puesto en marcha nada contra mí.
Oghma conjuró una imagen de la abadía de Everard, un solitario y destartalado refugio en Tierra de Caravanas. El fantasma flotó en el aire entre los dos dioses.
—A los asesinos de Cyric les bastarían unas cuantas horas a caballo para llegar desde Iriaebor hasta este modesto lugar —empezó el Encuadernador—. ¿Si me uno a ti antes de que el señor de los Muertos me ataque directamente, darás a los hombres y mujeres de la abadía la magia necesaria para enfrentarse a las espadas de los asesinos? Es casi seguro que Cyric los enviará a Everard y a todos los demás templos y bibliotecas erigidos en mi nombre.