Donde el Príncipe de las Mentiras explica en profundidad los usos motivacionales del miedo y Rinda consigue un patrono muy poderoso que tiene una versión diferente de la vida de Cyric que plasmar en el pergamino.
Cuando Cyric atravesó el portal, la ilusión con la que enmascaraba su repugnante aspecto se desvaneció. Desaparecieron la humilde vestimenta y la apariencia pícara y atrayente. La cara se le endureció transformándose en una máscara rígida y demacrada de color rojo sangre. La carne desapareció de sus dedos y se convirtieron en poco más que dagas de hueso. Un envoltorio de oscuridad le cubrió el enjuto cuerpo. El único rasgo notorio del envoltorio de sombra era una calavera blanca refulgente que parecía flotar por encima del corazón del dios.
Al otro lado del portal encantado estaba la tienda del fabricante de pergaminos. Mirrormane y su escolta de zhentilares sin lengua se postraron en el centro de la habitación haciendo una reverencia hacia el portal. Detrás de ellos, Rinda permanecía arrodillada en medio de un aterrador silencio. Ninguno de ellos podía ver a Cyric dentro del enorme salón del trono del Castillo de los Huesos. Sin embargo, al volverse a mirar a la copista, el Príncipe de las Mentiras se preguntaba cómo reaccionaría ante su cara inhumana. Pensó que tal vez podría honrarla con la visión cuando hubiera terminado el libro.
«¿Resultó satisfactoria la ilusión, magnificentísimo señor?»
, preguntó Jergal, que llegó flotando hasta Cyric, siempre dispuesto a complacer a su detestable señor.
El señor de los Muertos musitó algo indeterminado y se dirigió hacia el trono. No tenía sentido admitir que un lacayo había resultado útil para enmascarar su falta de magia.
—¿Qué novedades hay sobre la búsqueda de Kelemvor?
«Los engendros han terminado de peinar la ciudad
—comenzó el senescal. Se detuvo apenas el tiempo suficiente para desactivar el portal que había creado y después se dio prisa para alcanzar al dios—.
Las noticias no son tan buenas como yo esperaba»
.
—No te cortes —le espetó Cyric—. ¿Lo han encontrado o no?
«No, magnificentísimo señor».
—Entonces es evidente que no buscan con ahínco suficiente —gritó Cyric. Desenvainó a
Godsbane
y se volvió hacia el senescal—. Prometiste ocuparte de ello, Jergal. No dejé una faceta de mi mente centrada en ello porque confié en tu palabra. ¿He de interpretar este fracaso como una señal de que has dejado de resultarme útil?
Jergal inclinó la cabeza, dirigiendo la mirada hacia la alfombra.
«Sólo me queda confiar en que no sea así», dijo con temerosa humildad.
El Príncipe de las Mentiras apoyó su espada de plano sobre el cráneo de Jergal.
Godsbane
palpitó e intensificó su color, gimiendo como las jarcias de un galeón bajo un vendaval.
—Kelemvor está cerca —murmuró Cyric—. Casi puedo oler a ese sucio patán.
Giró la hoja de la espada para que hiciera mella en el senescal. Un aullido sobrenatural de placer salió de
Godsbane
cuando probó la emponzoñada sangre amarilla de Jergal y sorbió con ella parte de su fuerza vital. El estoico Jergal hizo una mueca de dolor y empezó a temblar, pero ni un solo grito salió de sus labios ni alzó una mano para defenderse.
Después de lo que pareció una eternidad. Cyric retiró la hoja.
«Por favor, amor mío
—ronroneó
Godsbane
—.
Ha traicionado tu confianza. No merece vivir».
—Ya basta —dijo Cyric. Enfundó la espada y obligó a Jergal a levantarse y a mirarlo a los ojos. Los ojos amarillos del Senescal habían perdido brillo, la piel gris de su cráneo mostraba macilentas manchas rojizas—. Recuerda este dolor. Si me vuelves a fallar, haré que sea eterno.
«Sólo vivo para servirte, magnificentísimo señor»
, dijo la fantasmal criatura asintiendo débilmente.
Frotándose las huesudas manos, Cyric se dirigió hacia el trono. Levantó el manto y se sentó en la espantosa silla.
—Tienen que temerme. Creo que ése es el meollo de este problema.
«Todas las criaturas vivas te temen
—dijo Jergal desde el pie del trono. Señaló los trofeos de dolor y sufrimiento desplegados por el salón—.
Habitas en la oscuridad de las almas de los hombres».
—No me refiero a los mortales —aclaró Cyric—, sino a los engendros. —Un aire de impaciencia cruzó sus facciones infernales—. Llevan demasiado tiempo viviendo en esta ciudad y creyéndose a salvo de mi ira.
«Temen a tus torturas»
, se atrevió a decir Jergal.
—Pero la tortura es finita. La destrucción absoluta es algo totalmente diferente. Los Falsos y los Infieles pueden ansiar el olvido, pero no los engendros. Éste es su paraíso, después de todo. ¿Por qué iban a abandonarlo? —Cyric pasó un dedo por el rojo filo de
Godsbane
—. Por un momento, cuando la espada tenía los colmillos clavados en ti, pensaste que estabas condenado.
«Así fue»
, dijo Jergal estremeciéndose.
—Creo que te hizo ver el error de tu conducta, ¿no es así?
«Por supuesto, magnificentísimo señor. No volveré a fallarte».
—Y los engendros tampoco si les damos un atisbo del olvido. —Cyric chasqueó los dedos ante su boca y se mordió la uña del pulgar—. No pueden temerme realmente si no saben que el precio del fracaso es la destrucción. Y si no me temen, no me son útiles como servidores.
«Está la cuestión del pacto
—dijo Jergal con voz tranquila—.
Se supone que tus fieles están a salvo de la destrucción mientras sigan rindiéndote pleitesía»
.
Cyric miró a Jergal con la sorpresa reflejada en los ojos orlados de rojo.
—¿Quieres dar a entender que no puedo hacer con los engendros lo que me plazca?
«No
—respondió el senescal—.
Te recuerdo que las leyes del reino...»
—He enviado engendros a la perdición desde el primer día de mi reinado —dijo Cyric arrastrando las palabras—. En el momento mismo en que ratifiqué ese absurdo pacto condené a una docena a formar parte del impuesto de la Serpiente Nocturna.
«Habían faltado a sus deberes de fieles»
, le recordó Jergal.
—Ah, pero ¿a quién le corresponde decidir lo que yo considero que son sus deberes? —preguntó Cyric—. Hoy he decidido que la búsqueda de Kelemvor es una empresa santa, de modo que a partir de este momento, todos los que no tienen éxito en esa misión se convierten en traidores. —Se quedó estudiando a su senescal un momento—. Es posible que esta devoción que profesas a la ley no te permita ver cuáles son tus deberes.
Jergal miró a su señor a los ojos.
«Forma parte de mi naturaleza, magnificentísimo señor. Cuando fui creado para ocuparme del castillo se me adjudicó esa característica para que se pudiera confiar en que cumpliría con mis obligaciones. Soy fiel al señor de los Muertos incluso más que a mí mismo».
—En un tiempo fuiste leal a Myrkul —apuntó Cyric.
«Sí».
—¿Y ahora eres leal conmigo?
«Eres el legítimo señor del Castillo de los Huesos —replicó Jergal sin rechistar—. Y mientras lo seas haré todo lo que me pidas... salvo traicionarte».
—Entonces quiero que rompas el pacto con los engendros —dijo Cyric, buscando alguna muestra de disgusto en los pálidos ojos amarillos de Jergal—. Haz que se torture públicamente a un millar de ellos, después entrégalos a la Serpiente Nocturna o húndelos en las aguas del río Slith. De un modo u otro serán destruidos. —Tamborileó nerviosamente con los dedos en los brazos del trono y murmuró:— Eso no es suficiente.
«Destruye a uno por cada día que pase sin que se haya encontrado a Kelemvor»
, sugirió
Godsbane
amenazadora.
Cyric rió entre dientes como un loco.
—Mejor todavía, destruye a uno de esos endebles patanes por cada hora que pase sin que se haya cumplido la misión. —Acarició con los dedos huesudos el pomo de la espada—. Eso hará que se pongan a seguir su rastro como perros de presa, ¿no te parece?
«Como el mismísimo Kezef»
, comentó Jergal.
Cyric hizo una pausa. Después, una sonrisa repugnante le cruzó los labios.
—Kezef —murmuró—. Por supuesto.
«El Círculo de los poderes mayores ha prohibido las relaciones con Kezef» —le advirtió
Godsbane
, con voz trepidante.
—¿Desde cuándo te importa lo que proclama el Círculo? —soltó Cyric—. ¿Acaso no han quebrantado sus propias leyes al negarme el uso de la magia?
Godsbane
no respondió, pero sí lo hizo Jergal.
«Por supuesto, señor. Tú estás por encima de sus leyes. Tienes todo el derecho a soltar al Perro del Caos».
—Mi copa —ordenó Cyric manteniendo la sonrisa en los labios—. Después dispón mi paso al Pandemonium.
El senescal extendió las manos y en ellas apareció un ornamentado cáliz de plata incrustado con cientos de diminutos rubíes, todos ellos en forma de corazón roto. La copa permanentemente llena contenía las lágrimas de los soñadores desilusionados y de los amantes con el corazón roto. La bebida era amarga, pero a Cyric le sabía como el más preciado de los vinos, añejado hasta la perfección.
—Por el olvido —fue el brindis solemne del Príncipe de las Mentiras—. Y por Kezef. —Se llevó la copa a los labios y bebió con avidez.
* * *
Amanecía en Zhentil Keep. Rinda se abría paso por los desapacibles callejones con las manos acalambradas de tomar notas durante horas y horas y la vista cansada por la falta de sueño. Dio la bienvenida a la fría mañana con el aire cargado de aguanieve. La ayudaba a no perder totalmente de vista lo que la rodeaba.
Esta calle era más ancha que la mayoría de las demás, lo que significaba poder avanzar a salvo de los despojos y las basuras que arrojaban desde las plantas superiores de los edificios. Refugiados andrajosos dormían en los portales, los desechos de la sociedad zhentilesa. La mayor parte de ellos venía aquí para morir en lugares a los que daba la impresión de que el amanecer no tocaba jamás con su luz curativa y su calidez reconfortante.
Rinda echó una mirada hacia arriba y vio el sol en ascenso oculto tras las enormes espiras del templo de Cyric que acechaban, negras y retorcidas, como ciegos gigantes que montaran guardia sobre la ciudad. No, se corrigió la copista, ciegos no. La Iglesia de Cyric tenía mil maneras de penetrar en los corazones y las mentes de los zhentileses.
—Una ayuda, señora. En el nombre de Ilmater.
El hombre derrumbado contra el Ojo de Serpiente tenía el rostro desencajado y su barba rala estaba cubierta de escarcha. Tenía la nariz azul de frío y tendía hacia Rinda unas manos temblorosas.
—Una moneda, señora. Cualquier cosa.
La copista se detuvo y se puso en cuclillas a su lado.
—No tengo dinero, pero puedo traerte algo de ropa. —Levantó la vista y miró por las ventanas de la taberna—. ¿Quieres esperar aquí un rato? La Serpiente está cerrada, de modo que no te echarán.
El hombre asintió con gesto lento.
—¿Tienes algo que beber hasta que vuelvas, señora? —Buscó bajo la chaqueta raída y sacó una botella vacía—. Eso me mantendría tan caliente como una manta.
—No —dijo la mujer con firmeza. Se puso de pie y se dio la vuelta—. Enviaré a alguien con la ropa en cuanto pueda.
No servía de nada enfadarse con los pobres desgraciados, teniendo en cuenta que la ginebra era más barata que la comida y abundaba más que el agua, pero Rinda siempre se sentía tentada de recriminar a quien encontraba inutilizado por la bebida. Sin esperanza, ahogaban el dolor de cada día con una botella de diez cobres. Así estaba Hodur cuando Rinda lo encontró, pero el enano había conseguido salir del agujero. Tal vez este anciano también lo lograra.
La oleada de esperanza chocó contra los acontecimientos de la noche anterior y se disipó. Rinda cerró los ojos un instante deseando que el oscuro monolito de la desesperación se derrumbara. Tan imponente e inconmovible como las negras espiras del templo de Cyric, la torre de la desesperanza dominaba sus pensamientos. El Príncipe de las Mentiras había asumido el control de su vida, al menos hasta que estuviera listo ese maldito libro suyo.
«No —se reprendió severamente—, sólo asumirá el control de mi vida si yo se lo permito.»
Después de todo, no estaba prisionera, a pesar de lo que había dado a entender el patriarca Mirrormane. Si organizaba su tiempo debidamente, todavía podría dedicar unas cuantas horas del día a los desdichados. Y siempre había hombres y mujeres que necesitaban su ayuda...
Cuando por fin llegó a casa, Rinda encontró la puerta entreabierta. Llevada más por el hábito que por la preocupación, pasó revista al callejón, buscando alguna señal de problemas en los portales y en las ventanas de los edificios circundantes. Si había ladrones o rufianes esperando en la casa, tendría que haber un vigilante apostado en alguna parte, alguien como ese individuo barbudo que observaba desde la ventana de la segunda planta del otro lado de la calle. Frunciendo el entrecejo, Rinda se apartó de la puerta. No tenía sentido meterse sola en una trampa cuando podía reunir a unos cuantos amigos para que la ayudaran.
—¡Eh, Rin! ¿Adónde vas?
La voz ronca de Hodur hizo que se parara en seco. Al volverse encontró al enano de pie en la puerta con los brazos en jarras.
—Estaba empezando a preocuparme. No es propio de ti pasar la noche fuera.
Rinda suspiró aliviada.
—No deberías dejar la puerta abierta —lo recriminó—, ni siquiera cuando estás por aquí. Nunca se sabe quién puede andar merodeando.
Antes de seguir a su amigo y entrar en la casa, Rinda miró la ventana del otro lado. El barbudo seguía allí, con un codo plantado en el alféizar y la barbilla apoyada en la mano. Sostuvo con descaro la mirada de Rinda, con unos ojos que trasuntaban más inteligencia de la que se necesitaba para su misión. Bajó el brazo, dejando ver el símbolo blanco de Cyric en sus hábitos clericales.
—Conque no estás prisionera, ¿eh? —se dijo Rinda cerrando la puerta tras de sí.
Hodur ya se había dejado caer en la silla próxima a la puerta, aunque no apoyó los pies en la mesa como solía. La mesa, sucia y rayada, estaba llena de cuencos y jarras. El enano sólo había despejado un pequeño círculo en el centro donde había un vaso de cuero lleno de dados.