El principe de las mentiras (36 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El principe de las mentiras
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El Príncipe de las Mentiras no necesitó ver los ojos extraviados del elemental ni oír su murmullo de aceptación para saber que el miedo le impediría salvar a Thrym y a los demás. Seguro de su victoria, el dios de la Muerte retiró su conciencia de la caverna y la envió a su ciudad santa. La noche era joven, y miles y miles de mentes durmientes esperaban la temida noticia de que la perdición amenazaba a Zhentil Keep con la atronadora sarta de botas de gigante y el silbido coriáceo de las alas de los dragones.

* * *

Dentro de las murallas negras como ala de cuervo de Zhentil Keep, esa noche todos fueron asaltados por horrorosas pesadillas, aunque la Serpiente Nocturna no pudo alimentarse de ellas, ya que por la mañana su recuerdo permanecía vivido en las mentes de todos los sacerdotes, soldados, mendigos y mercaderes de la ciudad. Los que tuvieron la valentía de describir los terrores que habían atormentado sus corazones durmientes se encontraron con que sus vecinos habían tenido sueños igualmente apocalípticos.

Algunos adivinos y aficionados a las artes mágicas hicieron lo posible por dar un significado a los sueños; otros, como Elusina la Gris, abandonaron sus recién adquiridas dotes adivinatorias y se negaron a seguir escudriñando tan desolado futuro. Al final, los sabios y los magos sólo pudieron ponerse de acuerdo en que algo extraño estaba sucediendo, en que algún poder estaba enviando a la ciudad un mensaje desde más allá de los reinos mortales.

Cuando el sol estaba alto, en un discurso ante la jerarquía de la Iglesia de Cyric, el patriarca Xeno Mirrormane trasladó un mensaje al pueblo de Zhentil Keep.

—Nuestro señor y protector está descontento con nosotros —gritó el sumo sacerdote ante los asistentes arrodillados ante él en la nave de suelo negro—. No hemos conseguido expulsar a los herejes de nuestra ciudad, ni siquiera con la ayuda de los inquisidores. Los sueños que nos han asaltado, las revelaciones hechas por nuestros magos, todo nos avisa de la llegada de un enorme ejército. Son los agentes de la ira de Cyric. —Xeno golpeó el pulpito de madera con tal fuerza que éste se resquebrajó—. Si no damos entrada a Cyric en nuestros corazones, si todos los ciudadanos de esta santa ciudad no dejan a un lado su voluntad y aceptan el papel que Cyric les ha adjudicado, ese ejército derribará las murallas y arrasará Zhentil Keep hasta no dejar ni vestigios de ella.

Un grito resonó en el templo, voces airadas clamando por la muerte de todos los herejes. El patriarca tendió la mirada extraviada por encima de la multitud. En ella se reflejaban el pánico y un fervor vengativo.

—Cyric no duda de que nosotros, los sacerdotes, lo hemos servido fielmente...

Un terrible ruido como de piedra contra piedra ahogó la alabanza de Xeno.

A uno y otro lado del patriarca se elevaban enormes estatuas de mármol de Cyric. Las esculturas de facciones heroicas y ataviadas con magníficos ropajes de piedra miraban con expresión ceñuda a los allí reunidos. En ese momento, las dos deidades de mármol sacaron sus espadas cortas talladas en rubí sólido de sus vainas incrustadas de diamantes. El sonido fue como si la tierra entera se abriera siguiendo la línea del horizonte.

—En Zhentil Keep nadie ha servido bien a nuestro señor —gritaron al unísono las estatuas fijando en Xeno sus ojos fríos—. Nadie.

El patriarca balbució una plegaria pidiendo clemencia, pero las estatuas ya habían vuelto sus miradas implacables hacia los sacerdotes reunidos.

—Sabed todos que el señor de los Muertos ha retirado su favor a este lugar hasta que llegue el momento en que la ciudad entera se muestre digna de su divina conmiseración.

Con gesto rígido, las estatuas alzaron sus espadas. En toda la nave, los brazaletes de plata que llevaban los sacerdotes y que simbolizaban su pertenencia a Cyric se abrieron y cayeron sobre el suelo de piedra.

—Ya no servís al dios de la Lucha y señor de la Tiranía —proclamaron las estatuas con voz tétrica.

Algunos sacerdotes rompieron a llorar al oír aquello, otros se quedaron mirando aterrorizados los brazaletes de plata caídos ante ellos. Hacía una década que llevaban el brazalete como podía verse por la piel blanca, erosionada, de sus muñecas. No podían concebir la posibilidad de andar por ahí sin ellos, del mismo modo que no se imaginaban sin un ojo o una mano.

—Por favor —chilló Xeno Mirrormane mientras trataba en vano de colocarse otra vez los brazaletes—. Debe haber alguna forma en que podamos mostrar nuestra valía.

Las estatuas se despegaron de sus bases de piedra, se volvieron hacia uno y otro lado del templo y caminaron con pesados pasos desde el ábside hacia las naves laterales. Allí alzaron las espadas una vez más, señalando ahora las enormes ventanas de vidrio emplomado que había a lo largo de las paredes.

—Hay una forma; sólo una —dijeron al unísono las deidades de mármol—. Obedeced estas órdenes antes de que el ejército de su ira descienda sobre vosotros, y la salvación será vuestra.

A lo largo de las paredes, la tracería empezó a fulgurar con una luz carmesí enfermiza, como si las espadas de rubí hubieran prendido fuego a la piedra labrada en torno a las ventanas. Después, la luz empezó a verterse, como si fuera sangre, por los vidrios emplomados y la piedra. El fuego líquido iba borrando a su paso las imágenes entrelazadas allí cinceladas, escenas de matanzas y luchas perpetradas por el Príncipe de las Mentiras y sus secuaces, y las reemplazaba por otras en las que se veían rituales que debían celebrarse en nombre de Cyric. Cada uno de los seis ritos espantosos requería una lista diferente de sangrientos componentes e indicaba el uso siniestro de las lenguas, ojos y corazones reunidos.

—Es vuestra única esperanza. —Dicho esto, las estatuas regresaron pesadamente a sus pedestales, envainaron las espadas y volvieron a convertirse en piedra.

Xeno Mirrormane rompió el pesado silencio del templo con un himno en honor de Cyric y la congregación pronto se unió a él. Su dios les había dado la espalda, pero todavía había una oportunidad de recuperar un lugar en este reino. Y por supuesto que volverían a ganar la protección del dios de la Muerte, aunque para eso tuvieran que matar a todos los habitantes de Zhentil Keep.

16. Juegos mentales

Donde Rinda y el Príncipe de las Mentiras tienen su encuentro final —al menos en su condición mortal— y Máscara los engaña a todos, incluso a sí mismo.

Un coro de cincuenta sacerdotes se arrastraba por el medio de la calle en penumbra graznando un himno en honor a Cyric. Se esforzaban en pronunciar las palabras lo mejor que podían, pero los muñones carbonizados de sus lenguas los dejaban sin aliento cada dos sílabas. Sus ojos vidriosos por el dolor y enrojecidos por el agotamiento estaban en blanco y permanecían clavados en los míseros alrededores. En los tres últimos días, Xeno Mirrormane no les había dado apenas descanso, pero ésas eran las exigencias del Cuarto Servicio: «Mutila las voces de dos veces veinte más diez de mis fieles y envíalos a cantar mis alabanzas por las avenidas y las calles de toda la ciudad que podría ser mi santo refugio.»

Rinda movió la cabeza y avanzó calle abajo, alejándose del coro. Horribles espectáculos como éste se habían convertido en algo habitual en la ciudad desde el Día de los Oráculos Oscuros, a partir del cual Xeno y sus sacerdotes se afanaban por completar los seis rituales que Cyric había escrito sobre las ventanas de su templo. Cada uno de los ritos exigía sangre y dolor, como si sólo ellos pudiesen probar la santidad de la ciudad. En algunos casos eran los propios sacerdotes las víctimas de espantosas mutilaciones. Lo más frecuente era que esos rituales requiriesen la agonía de inocentes y los gritos de los que estaban libres de toda sospecha.

En cualquier otro momento, el zhentilés que no fuese devoto del Príncipe de las Mentiras podría haberse levantado contra la tiranía. Ahora, sin embargo, había algo más en juego que el efímero asunto de la espiritualidad de Keep. En los puestos de avanzada de la ciudad habían detectado un enorme ejército de gigantes y de goblins y de otras criaturas salvajes que avanzaban decididamente desde las llanuras yermas del norte. Los místicos sabían que sus visiones de la catástrofe se estaban haciendo realidad a medida que se difundían por la ciudad las noticias del avance. Otros suponían que la horda invasora era obra de los intentos de algún dios o de alguna diosa de desviar la ira de Cyric con respecto a Zhentil Keep para beneficiarse de ello. El miedo puro y duro acallaba el debate a fin de cuentas; no importaba saber qué fuerza los impulsaba, lo que estaba claro era que los gigantes trataban de golpear ahora que la ciudad era débil.

El miedo se transformó en pánico cuando quedó claro que no se esperaba ayuda alguna por parte de los puestos de avanzada de Keep. Una bandada de dragones blancos había tomado un amplio perímetro en torno a la ciudad, acabando con cuantas caravanas o soldados encontraban a su paso. Una fuerza de trescientos zhentilares de la Ciudadela del Cuervo había sido barrida por completo a la vista de las murallas de Zhentil Keep. Ahora, con los gigantes a menos de una jornada de distancia, los wyrms habían cerrado su círculo. Desde los puestos de guardia más elevados podía vérselos patrullando, como pequeñas motas negras que se movían en círculos en un cielo azul y sin nubes.

En las retorcidas alamedas y callejas de la ciudad nadie podía ver a los wyrns, sólo se sentía el terror que inspiraban. La frenética actividad de los sacerdotes mientras llevaban a cabo sus sangrientos ritos, las violentas peleas por los menguados restos de comida que quedaban después de que la iglesia y las casas mercantiles hubiesen cubierto sus necesidades, las plegarias inútiles al Príncipe de las Mentiras, todo ello provocaba la desesperación. Para un humano, los zhentileses eran como animales salvajes, heridos y acorralados por un cazador real.

Mientras pasaba por delante de la gastada fachada del Ojo de la Serpiente, Rinda avistó a tres de los engendros más feroces de Zhentil Keep: soldados que acechaban desde la puerta de la taberna en sombras. El pavoneo arrogante de sus movimientos mientras se acercaban a ella, los destellos predatorios de sus miradas, avisaron a Rinda de que los zhentilares se encontraban cumpliendo una misión. Las navajas barberas y las cuerdas revestidas de brea que llevaban en las manos indicaban que estaban reuniendo partes de mujeres jóvenes para el Segundo Servicio.

—No os molestéis —dijo con frialdad la escriba mientras se echaba hacia atrás la capa dejando a la vista el brazalete de cuero negro que la identificaba como servidora y protegida de la Iglesia.

Dos de los zhentilares se dieron la vuelta. El otro soldado, una joven que lucía una fea cicatriz que le cruzaba un lado de la cara desde la comisura de los labios hasta la oreja, soltó un gruñido:

—Otra de las putas de Xeno —masculló, y a continuación escupió en el suelo antes de reunirse con sus compañeros en la penumbra de la puerta.

La escriba no hizo ni el menor intento de corregir a la mujer, simplemente apuró el paso en dirección a su casa. A su pesar, dio gracias en silencio a Cyric por haberle dado el brazalete; le había salvado la vida una vez más en los últimos tres días.

Rinda tuvo que echarse a un lado rápidamente cuando apareció con estrépito en la calleja una carreta tirada por un caballo. El vehículo fue dando tumbos hasta detenerse algunas puertas antes de la suya, y el cochero saltó al empedrado donde yacía un cadáver en pleno canal. Era Johul el plumista, según pudo ver Rinda, que se sintió invadida por una profunda tristeza. Las ropas del plumista estaban hechas trizas. Una de las manos estaba casi separada de la muñeca. La H tatuada en su rostro ensangrentado hablaba a las claras de su delito y de la razón de su muerte: herejía.

—Es imposible —murmuró la escriba.

En una ocasión, antes de la que la Iglesia de Cyric tomase el control total de la ciudad, había oído decir al plumista que no habría sido capaz de distinguir a los dioses si todos ellos se sentasen en el Ojo de la Serpiente para jugar a los dados con él. Habría adorado a cualquiera de las divinidades de las que eran devotos sus clientes, tan poco era lo que le interesaba todo eso.

Rinda echó una mirada a la ventana que quedaba justo encima del taller del plumista y sólo pudo ver al hijo de Johul, que observaba desde allí cómo cargaban el cadáver en el carro sin la menor consideración. El chico odiaba mucho a su padre, lo que no era secreto para ningún vecino. Y al igual que muchos otros en la ciudad, el muchacho había utilizado la desaforada búsqueda de herejes por parte de la Iglesia simplemente como excusa para asesinarlo. La hoguera reclamada por el Primer Servicio requería un suministro permanente de cadáveres. Importaba poco la procedencia de los mismos, sólo tenían que haber sido marcados con la H antes de su muerte. Nada tenía de sorprendente que los herejes hubieran empezado a ser tan abundantes como los ratones en un granero a partir del Día de los Oráculos Oscuros.

En el plazo de tres días, Zhentil Keep se había convertido en un pálido reflejo del reino de Cyric en el Hades, al menos tal como él describía la Ciudad de la Lucha en el
Cyrinishad
. El Príncipe de las Mentiras había dictado el último capítulo de aquel tomo maldito en las horas previas a aquella en que las estatuas del templo cobraron vida. En dicho capítulo, describía su sueño de un mundo en el que no hubiera otros dioses. Más que ninguna otra parte del
Cyrinishad
, las palabras de esta escalofriante fantasía se habían grabado a fuego en la mente de Rinda:

Las cadenas de la hipocresía se romperán y el hombre será libre para actuar de acuerdo con sus instintos, que son las únicas guías fiables en este mundo de lucha y desesperanza. La prisión cuyas cuatro paredes son el Honor, la Lealtad, la Filantropía y el Sacrificio, acabarán hechas pedazos por la espada del Egoísmo y la maza de la Codicia. Incluso ahora los guerreros que empuñan estas armas primero y las aferran con mano segura triunfan sobre los demás. Liberados de las ataduras de la Rectitud, todos los hombres se encontrarán en un plano de confrontación, libres para recortar su propio destino de la tela ensangrentada de la vida.

Las ciudades arderán y los ríos correrán rojos teñidos por la sangre de los que sean demasiado tontos para ver la verdad. Las piras de no creyentes pintarán el cielo de amarillo con sus grasientas humaredas, y el viento llevará el hedor de la muerte a todos los rincones del globo. Pero los que me sigan levantarán nuevas ciudades sobre las ruinas de las viejas, lugares en los que cualquiera podrá ser rey siempre y cuando tenga la osadía de levantar su espada contra su hermano y exigirle todo lo que el mundo le debe a él...

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