El Prefecto (28 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Prefecto
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—Hábleme de esta nave. ¿Qué está haciendo aquí? ¿De qué le sirve a Aurora?

—Nuestra nave regresó a este sistema hace casi cincuenta años. Estábamos experimentando dificultades. Nos encontramos con algo en el espacio interestelar: una entidad parecida a una máquina de naturaleza hostil. La nave sobrevivió mudando una parte de sí misma, de igual modo que un lagarto se despoja de su cola. En el largo viaje de regreso se reorganizó lo mejor que pudo, pero seguía averiada. Estuvimos intentando establecer contacto con el Nido Madre, pero nuestros sistemas de comunicaciones no funcionan de modo adecuado. —Clepsidra tragó saliva, un gesto que de repente la hizo parecer humana—. Aurora nos encontró primero. Nos engañó con promesas de ayuda y luego nos encerró en este lugar. Estamos aquí dentro desde entonces; incapaces de escapar, de contactar con el Nido.

—Sigo sin entender qué quería Aurora de ustedes.

—Eso resulta más difícil de explicar.

—Inténtelo.

—Aurora quería que soñáramos, prefecto. Por eso nos tiene aquí. Aurora nos hace soñar el futuro. Deseaba nuestra inteligencia para predecir acontecimientos futuros. Nosotros predecimos. Y cuando en nuestras predicciones vemos algo que no le gusta, Aurora nos castiga.

—Nadie puede soñar el futuro.

—Nosotros sí —dijo Clepsidra de forma despreocupada—. Tenemos una máquina que nos lo permite. La llamamos
Exordium
.

14

El grupo de Thalia emprendió la marcha hacia el ascensor que atravesaba el centro de la esfera de polo a polo. El vehículo de alta capacidad seguía esperándolos exactamente igual que lo habían dejado, con sus paneles de acuarelas amarillo pálido que representaban escenas de Yellowstone.

—Está encendido —dijo Parnasse—. Es buena señal. No deberíamos tener problemas para bajar.

Thalia, la última de los cinco en entrar, desbloqueó las puertas enrejadas, que se cerraron tras ella como si fueran unas tijeras.

—No se mueve. Se lo estoy pidiendo y no se mueve —dijo Caillebot.

—Es porque no lo oye. La abstracción es bidireccional —dijo Parnasse con el aspecto cansado de un hombre que no debería tener que explicar esa clase de cosas.

—Entonces, ¿cómo hacemos que se mueva? ¿Hay controles manuales?

—Todavía no los necesitamos, ¿verdad, Thalia?

—Tiene razón —dijo ella—. Los operarios de Panoplia tienen libertad para moverse donde quieran y cuando quieran, incluso sin abstracción. Distribuimos patrones de las improntas de voz del personal autorizado a todos los hábitats de modo rutinario. —Alzó el tono de voz—. Soy la prefecto de campo ayudante Thalia Ng. Identifique mi impronta de voz.

—Impronta de voz identificada, prefecto de campo ayudante Ng.

Thalia respiró un poco más tranquila.

—Por favor, descienda a la planta baja.

Hubo un momento incómodo en el que no ocurrió nada, luego el ascensor comenzó a descender.

—Me alegro de que haya funcionado —dijo Thalia entre dientes. Parnasse la miró con una sonrisa maliciosa, como si la hubiera oído.

—Menos mal —dijo Caillebot—. Estaba empezando a preguntarme qué pasaría si nos hubiéramos quedado aquí encerrados.

—Habríamos bajado por las escaleras —dijo Parnasse mirándolo con desdeño—. Está familiarizado con el concepto de escaleras, ¿no?

Caillebot le lanzó una mirada de reprobación, pero no respondió.

El ascensor siguió su suave descenso, y atravesó del cuello que conectaba la esfera con el tallo. Ahora estaban en el atrio hueco. Mucho más abajo, visible a través de las vidrieras enrejadas en el exterior del vehículo, el vestíbulo estaba completamente desierto. Thalia esperaba que al menos algunos ciudadanos se hubieran reunido en el núcleo de voto para preguntar qué sucedía y cuándo lo arreglarían, pero no vio a nadie. No podía decir por qué, pero algo hizo que volviera a tocar el látigo cazador.

El vehículo completó su descenso y se detuvo con suavidad en el vestíbulo, y las puertas enrejadas volvieron a abrirse de forma rápida y ruidosa. Thalia volvió a sorprenderse de ver el vestíbulo vacío. Parecía aun más tranquilo que cuando lo habían atravesado la primera vez, y sus pasos hacían un ruidoso eco.

—De acuerdo, gente —dijo—, no nos separemos. Como ha dicho este hombre, podría haber algunos ciudadanos enfadados ahí fuera, y puede que quieran tomarla con nosotros.

Salieron a la luz del sol azulada que brillaba desde el arco de la ventana ocho kilómetros más arriba. A su alrededor había estanques decorativos y parterres, entrecruzados por gravilla cuidada con esmero y senderos de mármol. Las fuentes seguían borbollando en algún lugar cercano. Todo parecía de lo más normal, exactamente como Thalia esperaba, excepto por la ausencia de una turba violenta. Quizás había estado prejuzgando a los ciudadanos de Aubusson. Pero entonces recordó lo rápido que el comité de recepción se había vuelto contra ella. Si eran representantes de la ciudadanía, tenía motivos de sobra para esperar una reacción igualmente desagradable de los ochocientos mil restantes.

—Oigo voces —dijo Parnasse—, pero no vamos por allí. El camino más recto está justo delante, a través de esos árboles, directo hacia la tapa terminal.

—Tal vez debería hablar con ellos —dijo Thalia—. Explicarles lo que ha pasado y decirles que las cosas no tardarán en arreglarse.

—Teníamos un plan, muchacha —dijo Parnasse—. La idea era caminar y evitar problemas. Esas voces no parecen demasiado contentas, por el modo como suenan.

—Estoy de acuerdo —dijo Meriel Redon.

Thalia se mordió el labio. Ella también podía oír las voces, justo por encima del borboteo de las fuentes. Muchas personas que sonaban agitadas y furiosas. Gritos que amenazaban con convertirse en chillidos.

Su mano volvió a sujetar con fuerza el látigo cazador. Estaba pasando algo, lo sabía. No era el sonido de una muchedumbre furiosa e indignada que quería la sangre de quien les había arrebatado su preciosa abstracción.

Era el sonido de personas asustadas.

—Escúchenme —dijo Thalia esforzándose por mantener a raya el miedo de su voz—. Necesito saber qué está ocurriendo. Es mi deber como prefecto. Ustedes cuatro continúen hacia la tapa terminal. Ya los alcanzaré.

—Ese sonido no es muy agradable —dijo Parnasse.

—Lo sé. Por eso necesito comprobarlo.

—No es problema suyo —dijo Caillebot—. Nuestros agentes de policía se ocuparán de cualquier disturbio civil. Para eso los tenemos.

—¿Tienen una fuerza policial permanente?

El jardinero negó con la cabeza.

—No, pero el sistema habrá reclutado una fuerza policial entre la ciudadanía, del mismo modo que nos reclutaron a nosotros para el grupo de recepción.

—No hay ningún sistema —dijo Parnasse.

—Entonces, las personas que reclutaron la última vez volverán a hacerse cargo.

—¿Cuándo fue la última vez exactamente? —preguntó Thalia. El ruido agitado estaba aumentando. Sonaba más como el grito de alegría de las aves salvajes que como un sonido humano.

—No lo recuerdo. Hace un par de años.

—Más bien diez —dijo Meriel Redon—. Y aunque los agentes de policía se pongan en marcha, ¿cómo van a llegar donde los necesitan si los trenes no funcionan?

—No tenemos tiempo de discutirlo. —Thalia se desabrochó el látigo cazador y lo sujetó con fuerza por el mango—. Voy a echar un vistazo.

—¿Sola? —preguntó Redon.

—No me acercaré mucho. El látigo cazador puede inspeccionar por mí. Mientras tanto, sigan caminando por este sendero, hacia esa hilera de árboles. Los encontraré.

—Espere —dijo Cuthbertson con urgencia—. Tenemos a Pájaro Milagro. Usémoslo.

—¿Cómo? —preguntó Thalia.

—Puede sobrevolar la muchedumbre y decirnos lo que haya visto cuando regrese. No necesita la abstracción para eso. ¿Verdad, chico?

El pico de Pájaro Milagro le respondió con un chasquido.

—Puedo volar —dijo el búho mecánico—. Soy un pájaro excelente.

—No parece tan animado como cuando vino a buscarme al muelle —dijo Thalia.

Cuthbertson alzó la mano, y Pájaro Milagro respondió desplegando y flexionando sus relucientes alas metálicas.

—Sabe lo que tiene que hacer. ¿Lo suelto?

Thalia miró el látigo cazador. Tal vez necesitara el modo de vigilancia cercana más tarde, pero de momento una vista aérea resultaría útil.

—Adelante —dijo.

Cuthbertson levantó el brazo un poco más. Pájaro Milagro alzó las garras y sus alas lo empujaron hacia arriba con fuerza. Thalia vio cómo ascendía más alto y luego se alejaba. El sol destellaba en sus finas plumas laminadas con cada aletazo, hasta que por fin desapareció a un lado del tallo.

—¿Sabrá volver hasta nosotros? —preguntó Thalia.

—Confíe en el pájaro —dijo Cuthbertson.

Al cabo de un rato incómodamente largo el búho reapareció al otro lado del tallo. Los sobrevoló, luego bajó en espiral e hizo un extraño aterrizaje en la manga de Cuthbertson, quien le susurró algo; el pájaro le contestó con otro susurro.

—¿Ha visto algo? —preguntó Caillebot.

—Ha grabado lo que ha visto. Dice que había gente y máquinas.

Caillebot entrecerró los ojos.

—¿Máquinas?

—Sirvientes, seguramente. Eso es todo lo que puede decirnos. Es un pájaro inteligente, pero no deja de ser precalvinista.

Caillebot parecía disgustado.

—Entonces no hemos conseguido nada, aparte de perder el tiempo.

—Busquemos un poco de sombra. Entonces veremos lo que hemos conseguido.

—En el nombre de Voi, ¿para qué necesitamos sombra? —preguntó Caillebot con brusquedad.

—Encuéntremela y se lo enseñaré.

El constructor de autómatas dio un ligero golpecito a los delicados ojos del búho, hechos de piedras preciosas. Thalia lo entendió: los ojos se parecían mucho a unos proyectores de láser. Comenzó a mirar a su alrededor esperando que no tuvieran que regresar al vestíbulo.

—¿Le sirve esto? —preguntó Meriel Redon señalando la sombra de un arco decorativo situado al pie de uno de los puentes que cruzaban los estanques.

—Buen trabajo —dijo Thalia.

Fueron en tropel hasta el arco e hicieron sitio para que Cuthbertson se arrodillara y colocase la cabeza de Pájaro Milagro a unos treinta centímetros del suelo de mármol oscuro.

—Reproduce lo que tengas, chico —dijo Cuthbertson—. Todo lo que has grabado, desde el momento en el que te solté.

El búho bajó la cabeza. Un cuadrado de color fuerte apareció en el mármol gris oscuro. Thalia vio rostros y ropas, un grupo de personas que se hicieron pequeñas cuando el pájaro emprendió el vuelo. Su punto de vista cambió cuando se alejó de ellos. Una neblina azul, con el relieve de las tenues carreteras, los parques y las comunidades de la pared opuesta. Luego la aguja color blanco marfil del tallo del núcleo de voto llenó el campo visual del búho. El tallo se ensanchó, luego se torció a la derecha cuando el búho lo dejó atrás describiendo una curva. Ahora el punto de vista de Pájaro Milagro cambió suavemente hacia abajo, para rastrear el suelo debajo de él. Unas divisiones geométricas de césped y agua se deslizaron por el cuadrado de la imagen. Luego una de las escaleras mecánicas de la estación de tren. Después una extensión de terreno verde punteada con las manchas pálidas y escorzadas de docenas de personas.

—Mantenlo ahí —dijo Cuthbertson—. Congela el fotograma y amplía el centro de la imagen, chico.

La imagen se amplió. Las manchas se convirtieron en individuos. Había al menos cincuenta o sesenta personas, pensó Thalia; tal vez más fuera de la imagen. Ya no estaban parados, ni tampoco reunidos en una multitud inquieta y enfadada.

No. Habían formado un único grupo compacto, más unido de lo que habría permitido la etiqueta social normal. Un pensamiento comenzó a formarse en la mente de Thalia, pero Meriel Redon lo dijo en voz alta.

—Los están agrupando —dijo en voz muy baja—. Las máquinas los están agrupando.

La diseñadora de muebles tenía razón, pensó Thalia. Al menos una docena de sirvientes estaban agrupando a las personas. Sus formas achaparradas eran inconfundibles, incluso desde arriba. Algunos de ellos se movían con ruedas o vías, otros con plataformas en forma de bala, otros con piernas. Creyó reconocer al menos a uno de los sirvientes de color azul fuerte que cuidaban del jardín que vieron cuando iban de camino hacia el núcleo de voto. Recordó el malvado brillo de sus brazos cortantes cuando esculpía un pavo real en el seto.

—Esto no me gusta —dijo Thalia.

—Los agentes de policía han debido de pedir ayuda a los sirvientes —respondió Caillebot.

Parnasse señaló la imagen con un dedo rechoncho, e indicó el hombro de un hombre que llevaba un brazalete color naranja fuerte.

—Siento echar por tierra su entusiasmo, pero creo que eso es un agente de policía. Parece que las máquinas lo tratan del mismo modo que a los demás.

—Entonces tiene que haber un impostor que lleva el brazalete de un agente de policía. Las máquinas solo actuarían bajo la supervisión de los agentes designados oficialmente.

—Entonces, ¿dónde están? —preguntó Parnasse.

Caillebot parecía irritado.

—No lo sé. Enviando instrucciones desde alguna otra parte.

Parnasse no parecía impresionado.

—¿Sin abstracción? ¿Y qué usan, palomas mensajeras?

—Quizá las máquinas estén programadas para actuar así cuando perciben una emergencia civil —dijo Redon sin convicción—. Solo están haciendo lo que harían los agentes de policía si estuvieran aquí.

—¿Alguna vez ha ocurrido algo similar? —preguntó Thalia.

—No que yo recuerde —dijo Redon.

—Ha habido disturbios —dijo Parnasse—. Nada demasiado serio. Pero las máquinas nunca han actuado como agentes de policía.

—Entonces no creo que se trate de eso —dijo Thalia.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Parnasse.

Estaba empezando a hartarla, pero mantuvo la compostura.

—Estoy empezando a temer que esto sea algo más siniestro. Estoy empezando a pensar que estamos asistiendo a alguna clase de golpe de Estado.

—¿De quién? —pregunto Caillebot—. ¿Otro hábitat?

—No lo sé. Por eso necesito verlo con mis propios ojos. Quiero que ustedes cuatro se queden aquí y no se muevan hasta que yo regrese. Si no he vuelto dentro de cinco minutos, prosigan el camino hacia la tapa terminal.

—¿Está loca? —preguntó Redon.

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